Aquel que le da miles de vueltas a las cosas, que envuelve con su encanto de serpiente o como el flautista de Hamlet, evidentemente es un mentiroso. La verdad tiene pocas palabras, es clara, concreta, no siempre gusta, pero es así, transparente, comprensible...
Después de varios años de estudiar el comportamiento de asesinos seriales, tengo que decir que el mayor descubrimiento de mis colegas y mío, ha sido comprender la importancia de la comunicación humana. La base de toda salud mental radica en la posibilidad de comunicarnos con otro ser humano; ello implica no sólo entender las palabras, sino el contexto de gestos, ritmos y medio ambiente en el que dicha comunicación se lleva a cabo; algo a lo que Wazlawick puntualizó como “meta-comunicación”. Sin embargo, lo interesante de ello radica en entender que el factor que genera que nos podamos comunicar se llama “afecto”, es decir, tendremos una mayor fidelidad en la transmisión, comprensión y retroalimentación por el otro en la comunicación, si nuestros afectos se encuentran alineados. Esto es algo de suma importancia y lo vemos claramente en los novios que comienzan a salir, a verse, a entenderse. ¿Quién no ha dicho: “es tan maravilloso que podemos platicar por horas y horas y no nos cansamos”, o tal vez “aunque no me diga nada, con una mirada basta”?
La comunicación es la base de todo, del mundo interno y del mundo externo. Es decir, quien no se conoce a sí mismo, quien no se ha explorado, quien no ha visto realmente qué le sucede en el interior, no se comunica consigo mismo; por ende, no podrá comunicarse con el exterior. Si lo que hay al exterior son sólo quejas, enojos, críticas, eso sólo refleja lo que compone el mundo interior. Esto significa que todo el tiempo enviamos al exterior lo que en realidad reside en nuestro interior; por eso los psicólogos humanistas dicen: “lo que te choca, te checa”; aquello que menos quieres ver y que criticas de los demás, es tuyo, lo tienes sin resolver. Y esto no falla. Si nos detuviéramos a ver qué criticamos de los demás, entenderíamos qué es lo que hay que trabajar en nosotros mismos. Pero la rigidez, el querer hacer sólo lo que nosotros queremos, la manipulación a los demás y las formas estereotipadas y anquilosadas de comportamiento, nos llevan a la enfermedad. Así como habla claro quien piensa claro, tendría que decir que aquel que se comunica mejor, tiene mayor salud mental. Eso no significa que el verborreico o el vendedor son mentalmente más saludables; implica, que quien puede comprender de forma abierta y clara la comunicación del otro y el que puede comunicar lo que siente y piensa de igual forma en claridad, sin poses, ni argumentos falsos, entonces es quien mentalmente es más sano.
Aquel que le da miles de vueltas a las cosas, que envuelve con su encanto de serpiente o como el flautista de Hamlet, evidentemente es un mentiroso. La verdad tiene pocas palabras, es clara, concreta, no siempre gusta, pero es así, transparente, entendible. La mentira tiene muchos dobleces, largas explicaciones. Diría la abuela: “explicación no pedida, acusación amerita”. Las justificaciones, las historias largas e intrincadas, la falta de responsabilidad de lo que nos toca en el discurso “ellos me hicieron, me lastimaron”, todas ésas son mentiras. La verdad se dice de frente, mirando a los ojos, con los brazos abiertos, y es contundente.
Comunicarnos, no significa adular al otro, eso es banalidad, manipulación y hasta envidia. Comunicarnos significa entender la emoción del otro en su discurso y ser empático a ella, es decir, poder entender más con los sentimientos que con la razón, qué me dice el otro. Y no criticarlo, sintonizarme con su emoción y retroalimentar lo que me haya dicho. Por eso estamos en la era de la información e incomunicados, parapetados en nuestras máscaras y disfraces de la imagen, el éxito monetario, los títulos profesionales que ahora parecen títulos nobiliarios, pero ajenos a lo que los demás sienten. Todo es “bonito”, el cómo vestimos, comemos, en dónde vivimos, pero cómo somos por dentro, quiénes somos en realidad, de qué somos capaces, qué escondemos detrás del disfraz, ésas son las verdaderas preguntas. Sería importante complementarlo todo, es decir, sí buscar lo “bonito”, pero que la belleza sea tanto por dentro como por fuera, eso sería lo mejor.
La comunicación es algo que se aprende en casa, y para ello la figura materna es la primordial en esta comunicación. Es decir, el niño genera un vínculo afectivo con la madre a partir de la cercanía física, pero también del afecto que se transmite. La madre es la primera persona que nos enseña a comunicarnos, que nos da o no la libertad de expresarnos, que coarta nuestra capacidad de expresar emociones o que nos enseña a explorarlas. El padre con sus juegos nos permite ir elaborando datos, construye con nosotros a través de la fantasía el puente necesario para el análisis, la síntesis y la solución de problemas en el futuro. Padre y madre como un binomio compartido, le permiten al niño comunicar lo que dice y siente; pero se ha confundido esto, y creemos que no educar a los niños y dejar que “se expresen” es lo más sano, cuando esto es un grave error. No hay aprendizaje sin orden, no hay evolución sin reglas, porque todo absolutamente todo tiene orden. Los límites en los niños, les permiten la convivencia social, y ello los llevará a explorar su capacidad de comunicarse en tolerancia, compartiendo, siendo prudentes, pero ello necesita educación, pero no educación escolar, no, educación de casa, normas, reglas, horarios, límites sanos, reforzados por un ejemplo sano de los padres.
De otra forma, nos encontramos en una sociedad aplastante, exigente, que cada vez más nos robotiza, nos aliena, y permitimos que en casa eso prosiga. ¿Por qué no dejamos a la hora de la comida todos los celulares y comemos, platicamos, interactuamos? ¿Por qué no generamos más espacios face to face que Facebook? ¿Por qué no jugamos nuevamente con nuestros hijos en lugar de que jueguen con ellos los aparatos? Nos horrorizamos de la violencia explícita, pero ejercemos mucha violencia silenciosa en nuestras casas. La indiferencia es una violencia que destruye sin que haya reparación para ello. No estamos midiendo las consecuencias, y el delincuente más grave no es aquel que proviene de un ambiente explícitamente violento, de clase baja y hacinado. El delincuente más grave y más peligroso: viste bien, habla con elocuencia y es tremendamente seductor y encantador. Le tememos al ladrón, al secuestrador, pero no al psicópata que construimos en casa, ése que viene de un ambiente aparentemente sano, ese niño “bien”, que realmente puede causar un gran daño.
Comunicarnos es el mejor medio de prevención, pero comunicarnos con afecto con nuestros pequeños, saber quiénes son, hacerlos gente de bien, permitirles que nos conozcan, que vivan con nosotros las cosas, que escuchen nuestras anécdotas, que convivamos realmente con ellos. Esto no es nada nuevo, es lo que antes hacíamos y que sí funcionaba; pero ahora todo lo “moderno” ha dejado atrás a lo “viejo”, olvidando que hay cosas que no deberían de cambiar por el bien de todos. Comuniquémonos con verdad y sinceridad, hablemos desde el corazón, seamos más humanos y menos robots, ejerzamos una globalización de amor, concordia y paz, en lugar de una globalización plastificada, absurda e ignorante de todo. Más amor y menos narcisismo, más afecto y menos superficialidad. Esas son las claves de la salud mental.