“Las limitaciones de los poderes gubernamentales no pueden ser preservadas sino a través de los tribunales de justicia, cuyo deber es declarar nulos todos los actos contrarios al tenor manifiesto de la Constitución. Sin esto, todas las reservas de derechos y privilegios particulares no valdrían nada”...
El liberalismo económico de los norteamericanos nace de la ambición y necesidad de expandir sus dominios para cumplir lo que de manera consiente o inconsciente implica un compromiso generacional. Es una condición muy particular, digamos que genética, la cual proviene de la formación político–religiosa de los primeros gobernantes. Veamos algunas de las razones que sustentan lo anterior.
Por debajo del liberalismo económico americano “laissez-faire, laissez aller” se encontraba una concepción de liberalismo individual más profunda, que de hecho tiene raíces que llegan hasta Cicerón y los antiguos estoicos. Ello puede confirmarse analizando el actual y desconcertante fenómeno que ha atrapado a los estadounidenses comunes, cuyo voto lleva dedicatoria para desmantelar los programas gubernamentales destinados a dar protección y someter la indefensa reserva de mano de obra que sobrevive bajo la ley de hierro de los salarios. Es un fenómeno no muy complejo; empero, en su base descansa el hecho de que la concepción estadounidense de libertad es simplemente el derecho soberano y estrictamente individual de que lo dejen a uno vivir como quiere.
La tesis puede resumirse de la siguiente manera:
1) Es evidente que la Constitución de los Estados Unidos es un documento capitalista, redactado para reflejar las teorías de Adam Smith y los intereses económicos de una clase mercantil-capitalista. Casi todo el mundo reconoce que la Constitución de 1787 fue un golpe de Estado capitalista, un semigolpe de Estado pues…La derrota completa del principio terrateniente, fisiócrata, no tuvo lugar sino hasta la guerra civil, cuando los industrialistas norteños destruyeron la economía agrícola sureña basada en la esclavitud.
2) La concepción estadounidense del liberalismo es anterior a su Constitución. No solamente se encuentra en la Declaración de Independencia, sino que tiene su origen –a través de John Locke y de la concepción inglesa medieval de la propiedad raíz– en la idea de que cada hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y que, como Dios es absoluto. No se le pueden conceder ciertos derechos ya que nació con ellos.Y esos derechos son ilimitados, soberanos y no enajenables. Cualquier poder que trate de derogarlos es visto con profunda sospecha y gran hostilidad, incluso en el caso de que conceda a cambio una medida de beneficios igual o mayor que la que trata de eliminar. Tal vez los estadounidenses no piensen en ello conscientemente, pero no hay duda de que lo sienten.
En 1787, en una tierra sin domar y un virginal escenario político, los Estados Unidos erigieron una estructura de puro liberalismo dieciochesco, libre de los vestigios embarazosos de “ancien régime” cargado de la tradición francesa prerevolucionaria extendida a toda la civilización occidental. Partiendo de una visión progresiva de la historia, eran el país más avanzado del mundo desde el punto de vista político. Sin embargo, el principio liberal trajo consigo un odio contra el gobierno, al cual sus propios ciudadanos miran como el gran enemigo de la libertad, pues para muchos, gobierno es sinónimo de reglamentación. Los estadounidenses siempre han desconfiado de él con o sin representación (en la época de la revolución contra la corona inglesa se decía “nada de impuestos sin representación“, criterio que John Kenneth Galbraith refiere en su obra “Money, whence it came, where it went (El dinero, de dónde vino, a dónde va) y con frecuencia se refieren a sus presidentes de manera despectiva, les llaman pillos, canallas, idiotas y tiranos.
Es común escuchar que las restricciones al gobierno fueron inventadas para poner el destino de la sociedad en lo que metafóricamente Adam Smith define como “mano invisible”. Pero por debajo de los intereses de una clase mercantil, protocapitalista, había una sabiduría más profunda, casi olvidada.
Durante el memorable altercado ocurrido en 1608, el juez supremo lord Cooke se enfrentó en la Corte con James I (Jacobo) y afirmó:
“El rey está sujeto no a los hombres sino a Dios y a la ley”. En ese momento “su majestad (…) habló fieramente en ademán de golpear con el puño, al percibirlo lord Cooke se echó al suelo”. Se comentó que el rey había perdido su dignidad y el juez supremo el valor. De nuevo en pie, dos años más tarde, lord Cooke reafirmó su doctrina en el caso del doctor Bonham, al sostener que el parlamento también estaba sometido a Dios y a la ley. Theodore Plucknett, en su History of the common law (Historia del derecho consuetudinario), explica:
“Era característica de la Edad Media el que la ley de la tierra –es decir, la ley del territorio en cuestión– y la concepción de propiedad ligada a ella deberían tomar el lugar y cumplir con la función de lo que ahora llamaríamos Derecho Constitucional o público (…) De entre la confusión y los desastres de la Edad Media surgió la exigencia de un derecho que debería ser divino en su origen y supremo en su autoridad, y que le diera a cada quien lo que le correspondía (…)
Al llegar Maquiavelo nos encontramos con el espíritu del Renacimiento (…) un doble criterio, según se trate de la moral pública o de la privada, introduciendo una especie de politeísmo completamente repugnante para el pensamiento medieval. El resultado de este conflicto tal vez siga en duda, pero el pensamiento Medieval está luchando hoy duramente por la causa de la ley y en contra del estado amoral e irresponsable. Fueron los medievalistas quienes en Inglaterra (…) terminaron con la política de los Estuardos, y la Constitución de los Estados Unidos fue escrita por hombres que tenían ante sus ojos la “Magna Charta” y a lord Cooke. ¿Puede haber algo más medieval que la idea del expansionismo, “el proceso debido” o la inserción en un instrumento de gobierno de una cláusula contractual?
¿Y podría haber algo más medieval que la Declaración de Derechos, es decir, las primeras diez enmiendas de la Constitución estadounidense?
Plucknett nos invita a remontarnos hasta Cicerón y san Agustín. En “De la República ”, Cicerón escribió el ahora famoso pasaje sobre la ley nacional de la razón. Existe una ley en el pecho de cada hombre –dice-, una Razón de la que ninguna legislatura nos puede liberar. En medio del caos provocado por el colapso de la autoridad Romana, san Agustín nos pide que creamos que hay una ley en el alma de cada uno que nos hace ciudadanos de una invisible y universal Ciudad de Dios, que ningún bárbaro puede arrasar o destruir. Ambos están pidiendo creer en una realidad metafísica y actuar de acuerdo con la encarnada en el pecho de cada individuo que se sienta hecho a imagen y semejanza de Dios.
Es a esta idea que regresó la declaración de Independencia cuando sostiene que todos los hombres nacen con “ciertos derechos no enajenables”. En algún texto de la historia inglesa se define como “apelación propagandística” escrita por un colono, un caballero rural dotado de cierta “habilidad con las palabras”. Hábiles o no, los políticos que fundaron su república (padres fundadores) creían que los hombres nacían con derechos irrenunciables. El artículo noveno de la Declaración de Derechos actualiza la fe cuando afirma que “la enumeración en la Constitución de ciertos derechos no será interpretada como una negación o menosprecio de otros derechos retenidos por el pueblo”. La curiosidad suprema de este precepto ha logrado confundir a los modernos estadistas y devotos de la ingeniería social. Y hasta la Corte Suprema ha llegado a concluir que la novena enmienda es un exceso.
Pero, ¿qué significa este exceso y hacia dónde conduce?
¿Qué rayos es un derecho no enajenable?
Las dudas pueden aclararse partiendo de criterios jurídicos basados en que no hay derechos sino deberes; de que un derecho no es sino una obligación debida a otros. (Si esto es cierto entonces los derechos no enajenables son inexistentes.)
Cualquiera puede renunciar o abandonar los beneficios que le son debidos, pero la idea de no enajenabilidad sugiere lo que es inseparable de la naturaleza personal, lo que no puede ser liberado por ninguna legislatura. Por consiguiente, el concepto conlleva la creencia de que los hombres nacen con algo a lo que no pueden renunciar sin dejar de ser hombres.
De esta manera, la Declaración obliga a recordar dos de las afirmaciones de Aristóteles, según las cuales el hombre es un animal social y, por naturaleza, un animal racional. Estos axiomas reflejan la idea de una inseparabilidad esencial por definición. La Declaración de Independencia regresa pues a la forma aristotélica, pero en el sentido de que “el hombre es por naturaleza un animal libre”.
¿Cuáles son estos derechos que forman parte integral del individuo como su esencia física y espiritual? Por asombroso que nos pueda parecer, los padres fundadores no se molestaron en definirlos. ¿Fue entonces la gran proclamación únicamente una apelación propagandística en favor de la inquieta clase mercantil? Puede ser que no, porque detrás de la gran omisión se nos muestra una filosofía políticamente coherente. Tal vez una definición hubiera vulnerado la idea de que cada hombre nace con plenitud de autonomía y soberanía, completas y absolutas. En pocas palabras, para la filosofía política norteamericana, la idea de la individualidad, no sencillamente de la unitariedad, sino de la individualidad en su inviolabilidad suprema, afirma que el Hombre es la imagen y semejanza de Dios.
Definir esos derechos hubiera implicado enumerar todas las cosas de que los hombres son capaces en la plenitud de su ser. De ahí que la declaración de Derechos solamente reserva los derechos considerados como particularmente notables desde el punto de vista práctico, sobre los cuales, como mínimo no debe existir error alguno.
La secuencia de los derechos reservados revela el concepto preciso del Hombre y la relación entre los hombres y su gobierno que los redactores de la Declaración tenían en mente.
El primer artículo de las enmiendas de la Constitución protege el alma: cada hombre tiene el derecho a pensar, hablar y profesar el culto que quiera; el Congreso no puede aprobar leyes que infrinjan ese derecho.
La segunda enmienda protege el cuerpo: todo hombre tiene derecho a “tener y portar armas” (¡He aquí la imagen del hombre inviolable!) Excepto en las óperas, el hombre no pasa su vida orgullosamente parado en una colina: tiene un hogar en donde conduce los asuntos domésticos y económicos. El hogar no es el individuo, pero está tan íntimamente ligado a él (según el lenguaje de los juristas ingleses es propio de él) como para serle prácticamente indispensable). Las enmiendas tercera y cuarta protegen esta zona “propia de privacía”; empero lo hacen de una manera matizada. El tercer artículo prohíbe acuartelar a los soldados en el hogar ciudadano,“excepto en tiempos de guerra”. El cuarto prohíbe allanar o apoderarse de una casa o persona, excepto con una orden justificada por una causa probable. Las limitaciones al derecho permiten que, de tiempo en tiempo, el gobierno pueda pasar por encima de esas garantías. Es aquí donde la Declaración de Derechos da un giro para establecer cómo se puede perder la libertad.
El carácter esencial de cualquier relación no se prueba en los buenos tiempos, sino en los malos, y la relación esencial entre el individuo y el gobierno es establecida, por consiguiente, no cuando éstos están en armonía, sino cuando están en dura oposición.
Si los redactores de la Constitución hubieran dicho simplemente que los individuos perderían sus derechos al ser acusados de un crimen, habrían creado una brecha a través de la cual los poderes del estado crecerían de manera desproporcionada, al grado de encontrar y justificar delitos donde no existen. En lugar de ello, la quinta, sexta, séptima y octava enmiendas establecen que los derechos siguen conservándose, aunque se pierdan esos derechos. Regresamos, pues, al concepto medieval del proceso correcto: el individuo retiene el derecho a un juicio con jurado, el derecho a permanecer callado, el derecho a fianza y, finalmente, el derecho a no ser sometido a castigos crueles y extraordinarios. Cualquier bárbaro puede atropellar un hogar, robar el patrimonio e incluso arrasar lo que encuentre en su camino, pero el verdadero gobierno, la Ciudad de Dios, estará siempre sometido a una ley más alta, la única que legitima su conducta y que siempre debe conformarse a esa Razón más elevada, bajo la forma de proceso correcto, la manera de hacer las cosas que es correcta y debida bajo cualquier circunstancia para todo hombre. De esta manera, en los primeros ocho artículos, los redactores resumieron tanto una definición quintaesencial del individuo como el tenor fundamental de su relación con el gobierno. Puede procederse en contra de la persona, pero no puede violarse su dignidad fundamental.
Parecería que eso era suficiente; sin embargo, los redactores prosiguieron para afirmar en la novena enmienda que los otros derechos no nombrados eran los reservados al pueblo; y en la décima, que los poderes no delegados seguían reservados a los estados o al pueblo. Es como si hubiesen dicho: “Por cierto, el hecho de que hayamos hablado de unos cuantos importantes derechos no significa que hayamos renunciado a todos los otros derechos que podamos tener.”
Los franceses siempre se han molestado en criticar la Declaración de Derechos de los Estados Unidos y dicen que la suya es más larga y completa que la caótica colección de diez enmiendas. Pero, según algunos juristas, el defecto de la francesa está en que es completa y por consiguiente limitada; en cambio lo incompleto del documento norteamericano permite, precisamente, lo ilimitado, es decir, todo. En fin, como quedó asentado al principio de esta reflexión, para el derecho estadounidense el hombre nace absolutamente libre y soberano en todo lo que hace o pueda hacer. Es una totalidad y sus derechos son ilimitados.
Este enfoque conceptual es un descendiente lineal del concepto inglés de la posesión simple y absoluta, de la totalidad de todos los posibles intereses en una parcela de tierra, cuando el individuo quiera y como quiera. Quien tenga esa simple posesión puede conceder intereses de toda clase y en cualquier número y condición y a cualesquiera personas que desee, pero a menos que enajene la posesión simple misma, siempre le quedará la porción restante, que es también un interés. Los tribunales ingleses y estadounidenses no han sido renuentes en hurgar a través de generaciones de testamentos y enajenaciones para llegar hasta la porción restante. La Declaración de Derechos reserva la porción restante. La idea de una totalidad ilimitada y en consecuencia indefinible, está empotrada en la base del derecho estadounidense.
Los ciudadanos de otras sociedades tienen derechos y libertades, pero éstos son considerados productos de un contrato social. La extraña noción de que el Hombre es un animal libre y soberano en primer lugar, y sólo secundariamente un animal social, está en contra de lo que Carlos Marx afirmaba en los Gründrisse, que el hombre es social en primer lugar e individual en segundo (nuestra Constitución también observa, esa tendencia, ya que primero está el interés de la sociedad antes que el individual).
A diferencia de otras versiones del contrato social, en las que se entiende que se renuncia a la libertad individual a cambio de derechos y deberes sociales, la Constitución de los Estados Unidos refleja y preserva la libertad natural, que es su antecedente. De acuerdo con su concepción no es necesario especificar una
larga serie de derechos positivos para hacer esto o aquello, ya que se entiende que lo que no es transferido es retenido, no por el pueblo en su conjunto, sino por el individuo como ser absoluto. De hecho, la Constitución no transfirió derecho alguno al gobierno, sino que le delegó ciertos poderes, un mero mandato de los otorgantes. El capitalismo del leissez-faire, leissez aller se deduce de este principio, pero el principio es anterior a aquél y todavía más profundo.
En la Corte Suprema estadounidense se ha generalizado la idea (en especial por el criterio de Oliver Wendell Holmes) de que la individualidad soberana no hace inevitable el liberalismo económico; que la libertad individual puede ser conservada y controlada.
Queda claro, pues, que el fundamento jurídico filosófico estadounidense es que una constitución surgida de la inspiración divina, resulta superior y anterior al hombre, es decir, está más allá de la decisión de cualquier instancia o gobierno que, como el nuestro, gira en torno a una ley suprema inspirada en el bienestar de la sociedad y no el individualismo.
Vale la pena transcribir lo que Alexander Hamilton escribió en el Documento Federalista número 78:
“Las limitaciones ‘de los poderes gubernamentales’ no pueden ser preservadas sino a través de los tribunales de justicia, cuyo deber es declarar nulos todos los actos contrarios al tenor manifiesto de la Constitución. Sin esto, todas las reservaciones de derechos y privilegios particulares no valdrían nada”.
Ese poder de anulación no fue concedido al poder judicial por la Constitución. Le fue impuesto a la Constitución de 1810 por el presidente de la Corte Suprema, John Marshall, quien fue amigo cercano de Hamilton y tomó prestado su lenguaje. El poder de la revisión judicial, escribió Hamilton, “fluye de la idea” de una constitución limitada. La decisión redactada por Marshall en el caso de Marbury contra el presidente Madison provocó una tormenta de controversias. Los opositores gritaron que la Corte Suprema se estaba constituyendo en una junta (gobierno de facto para los ingleses). Pero el peso de la opinión, y ahora de la tradición, dio la razón a Marshall.
Como la ley suprema de la tierra, la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica fue un acto de auto creación social. Definió la realidad en que los estadounidenses eligieron vivir. Bajo su inspiración construyeron algo así como la Ciudad de Dios en América, por lo que todas las otras ideas en realidad deberán negarse o ser desterradas al caos de las oscuras aguas de la creación. Es por eso que, por ejemplo, los tribunales excluyen del juicio la evidencia contra el criminal cuando ésta ha sido tomada de lo prescrito en la cuarta enmienda. Entonces el criminal debe salir en libertad, porque hacer otra cosa sería atribuirle realidad a lo que constitucionalmente no puede existir y que, por lo tanto, carece de validez jurídica y moral.
A lo largo de los años la Corte Suprema ha interpretado las cosas de tal manera que ha permitido la modernización administrativa, abriendo las puertas a conceptos estatistas de ingeniería social. Podría decirse que la función de los tribunales ha sido la de equilibrar intereses, y que el papel del gobierno abarca la promoción de los derechos y acciones (entitlements). Parecería que todo ello apunta hacia la noción del gobierno como algo de lo que fluyen todas las “bendiciones”, excepto, obviamente, aquellas que según su punto de vista puedan favorecer a quienes no han jurado ante Dios respetar su Constitución.
Como verá usted, el individualismo estadounidense podría sobrevivir otro siglo, circunstancia que en vez de alegrarnos debe alertarnos porque nos presenta un futuro tan complejo como desolador. Esto debido a que el liberalismo económico de nuestros poderosos vecinos puede quedar enmarcado por la metafísica medieval.
El problema es que para el gobierno del vecino país, México forma parte de un continente que, según su tradición espiritual, pertenece a los Estados Unidos y es parte de su propiedad celestial, la tierra prometida, el destino manifiesto, pues.