Yucatán
El hombre que en condiciones de legislar no da pruebas de su criterio, es digno de desprecio.
Diputado constituyente
Miguel Alonso Romero.
Enero 17 de 1917.
Entre las herencias que orgullosamente poseemos, destaca el ejemplo de Vicente Guerrero, el único de los caudillos independentistas que peleó hasta la consumación de la Independencia.
Defensor empedernido de la causa, Vicente Guerrero nunca dejó de luchar por la patria. Lo hizo desde su reclutamiento en noviembre de 1810 hasta 1831, cuando Anastacio Bustamante pagó al marino genovés Francisco Picaluga cincuenta mil pesos en oro por secuestrarlo.
Antes, en 1819, el Virrey Juan Ruiz de Apodaca convenció a su padre Pedro Guerrero para persuadirlo a deponer las armas, prometiéndole conservar el grado de general y darle una fuerte suma de dinero. Don Pedro acudió a ver a su hijo y una vez frente a él se hincó y abrazó por las rodillas, pidiéndole aceptar las ofertas del virrey. Vicente, quizá dolido por la súplica de su progenitor y seguramente muy molesto contra el virrey que había utilizado a su padre, llamó a los soldados y les dijo: “Compañeros, éste anciano respetable es mi padre; viene a ofrecerme empleos y recompensas en nombre de los españoles. Yo he respetado siempre a mi padre, pero la patria es primero”.
Vicente Guerrero pudo con éxito arrostrar todo tipo de luchas hasta 1831, año en que llegó a ocupar la Presidencia. En los ocho meses y medio que duró su gobierno, tuvo una intensa actividad política. Enfrentó la desazón que produjo la ley de expulsión de los españoles. Los generales Terán y Santa Anna derrotaron a Barradas, quien había llegado a México procedente de España para, con tres mil hombres, tratar de reconquistar el país. Comisionó al general José Ignacio Basadre para ir a Haití con la misión de formar un grupo que desembarcara en Cuba y organizara una sublevación general de los negros contra España. También recibió la oferta de Joel R. Poinsett para vender Texas en cinco millones de pesos y como la rechazó el mismo Poinsett puso a su disposición un préstamo de diez millones de pesos garantizados con una hipoteca sobre esa provincia. Empero, como para Guerrero la patria no estaba en venta, el gobierno norteamericano fracasó en su primer intento de quedarse con parte del territorio mexicano. Finalmente estalló la revolución centralista en Yucatán, y el 4 de diciembre el general Bustamante se pronunció contra el mandato de Vicente Guerrero, quien tuvo que pedir licencia para combatir a aquel.
Como el de Guerrero, los mexicanos tenemos muchos ejemplos de patriotismo. Por nuestras venas corre una preciosa carga histórica difícil de olvidar, soslayar u ocultar.
La lleva el campesino cuyos antepasados lucharon para que la tierra sea de quien la trabaje y se respete su cultura milenaria. La siente el funcionario dispuesto a vivir en la medianía que le permite el salario. Está en la conciencia del profesionista educado en el laicismo mexicano. Circula por las entrañas del obrero y del indígena, fieles reflejos de las proezas del México precolombino, de la fortaleza espiritual del México conquistado, de la grandeza y consistencia patriótica del México independiente. Produce el sentimiento que nos da la identidad y nos incita al consenso cuando sobre la patria se cierne el peligro.
Ha forjado, pues, una poderosa raza que así como recibió la herencia que la enseñó a respetar el derecho ajeno, aprendió a defender lo suyo a costa, precisamente, de derramar esa sangre cargada de orgullo y tradición libertaria.
Por ventura, en este tiempo de modernidad seguramente no será necesario exponer la vida del pueblo, a pesar de la violencia que se ha enseñoreado y de los sofisticados intentos por vulnerar nuestra soberanía, incluidos aquellos cuya vocación intervencionista o de dominio económico salta a la vista. Como el nuestro es un sentimiento producto de las experiencias y de la nobleza de nuestra raza, la violencia sería un último recurso que no le conviene a nadie, ni siquiera a los Estados Unidos o a las mafias del narcotráfico o a los grupos políticos que luchan por el poder. La opción resulta muy, pero muy negativa.
A guisa de ejemplo, podemos observar lo que ha pasado con las organizaciones involucradas en la ola de violencia que cobró víctimas de la talla de un príncipe de la Iglesia o de un candidato presidencial. Sobre ellos, sobre los criminales está todo el peso de la recriminación de una sociedad indignada que hoy más que nunca exige a la ley que actúe, caiga quien caiga. Y sobre ellos estará hasta que el pueblo sacie su sed de justicia. Si su estrategia fue provocar confusiones para quitarse de encima la mirada de la honestidad, les salió el chirrión por el palito.
Nuestra raigambre histórica tiene que impelernos a la organización para combatir el deterioro económico, la falta de productividad en el campo, la voracidad de los comerciantes, la difusión de costumbres ajenas a nuestra idiosincrasia, el extranjerismo de los servidores públicos, la venta o pignoración de la riqueza nacional. Necesitamos unir esfuerzos para empezar a perfilar el futuro de nuestros descendientes. Urge porque de ello depende el presente.
LA FUERZA DESPERDICIADA
Mucho se habla del poder económico que emana del trabajo de los mexicanos que emigran a Estados Unidos. Se dice que esos millones de braceros –documentados o indocumentados– producen cada año miles de millones de dólares. También es conocido el hecho de que tales cantidades de dinero nunca han impactado la economía de México debido a la dinámica de su circulación, pues no forman capitales ni ahorro interno ni reservas. Como entra se gasta y, digamos, como se gana se tira.
En los Estados Unidos viven miles que han hecho fortunas considerables gracias a su ingenio y capacidad para el trabajo. Algunos, los menos, la pasan preocupados por el terruño o por los familiares que dejaron enraizados en el surco árido. Empero, la mayoría prefiere aislarse para evitar ser descubierta por la migra o por su propia familia o por el sentimiento patriótico que la hace singular y vulnerable. Se “agringa”, circunstancia que es motivo de vergüenza. Curiosamente ya no se siente mexicana pero tampoco se siente estadounidense porque la cultura sajona no le atrae; es más, hasta le molestan sus resabios esclavistas y sus desprecios racistas. Está, pues, en las fronteras de la identidad.
Los mexicanos del otro lado sufren una contradicción permanente porque miran a su país como parte de una obligación moral heredada. A la vez están orgullosos de formar parte de una cultura para ellos poco conocida, de participar en las tradiciones que a veces no entienden. Se muestran profundamente lastimados por haber tenido que abandonar la tierra que los vio nacer, el suelo donde están enterrados sus antepasados. Y esa frustración se agudiza en la medida que aumenta la desconfianza hacia el comportamiento de los gobernantes del país que abandonaron, y crece conforme empobrecen los familiares que no pudieron acompañarlos. Y esta dicotomía coincide y se exacerba cuando encuentran que una es consecuencia de la otra.
A pesar de que el producto de su trabajo asciende a miles de millones de dólares, nuestros economistas orgánicos les habían hecho el fuchi debido a que, según quedó demostrado, prefirieron el arribo del “dinero caliente” de los “yuppies” especuladores de Wall Street. En consecuencia, hasta el mes de diciembre de 1994, el gobierno mexicano les alzó pelo porque reconocerlos, invitarlos, tomarlos en cuenta, ayudarlos o apoyarlos implicaba concederles el derecho a voto y, por ende, la oportunidad de la doble nacionalidad. Y mire usted porqué es importante darles esa oportunidad y ese derecho a poco menos de veinte millones de mexicanos:
En primer lugar, cada uno de ellos trabajará con la confianza de sentirse respaldado por su patria, circunstancia que lo impulsará a comprender los problemas nacionales y de alguna manera a participar en sus soluciones. En segundo término estará más comprometido con su nación de origen, lo cual permitiría al gobierno mexicano incluirlo no sólo en las estadísticas, sino como parte medular, es decir, como participante activo en los programas de desarrollo. Después podrá establecer contactos profesionales y técnicos –jurídicamente respaldados– con sus congéneres, familiares, amigos o parientes. Y como resultado de lo anterior, el gobierno de los Estados Unidos se quedará sin pretextos para influir en los mexicanos y en los postulados que nos mantienen como una nación democrática, justiciera, respetuosa del individuo y del interés de las mayorías.
Junto con los beneficios apuntados podrán surgir otros que repercutirán en toda la sociedad mexicana, siempre y cuando el gobierno conciba, diseñe y ponga en operación un sistema de ahorro-crédito que capte los cinco, diez mil millones de dólares o más producidos por mexicanos en la Unión Americana. Con este paso, de inmediato empezaría a combatirse la ausencia de lo que conocemos como la cultura del ahorro, ausencia que lleva de la mano el deterioro económico y la falta de ética de los comerciantes. Ese dinero tendría que ubicarse en los bancos mediante un mecanismo que, al mismo tiempo que capte ahorro en dólares, ponga a disposición del propio ahorrador o de personas designadas por éste, un crédito en pesos por una cantidad igual a la ahorrada, pagando un interés similar al beneficio financiero. Esto permitiría al ahorrador conservar su capital en dólares en la medida en que sea pagado el crédito en pesos, sin importar plazos. Y, obvio, el estado tendría reservas suficientes para liberarse de las condiciones financieras draconianas que tanto daño causan a la economía del pueblo.
Pero para lograr la afluencia de capital capaz de oxigenar las finanzas nacionales (que nos haría menos dependientes del “dinero caliente” porque sería el detonador para fomentar la cultura del ahorro), son necesarios tres pasos, a saber:
1) Legislar para que los mexicanos residentes en Estados Unidos puedan conservar la nacionalidad mexicana si por alguna razón optarán por la nacionalidad norteamericana. Con ello empezaría a promoverse la confianza en nuestras instituciones;
2) Realizar una promoción destinada a fomentar el conocimiento de nuestra historia y lo que nos ha convertido en una nación singular; y
3) Emprender una campaña para promover la inversión en México de los dólares producto del trabajo de mexicanos.
Creo, pues, que algo de lo que hace falta para concretar ésta u otras acciones cuya carga de patriotismo beneficie a nuestra nación, es que los funcionarios públicos dejen de pensar en inglés y adopten como suya la lección de Vicente Guerrero: “La patria es primero”.
EL LADO OSCURO DE LOS PRIMOS
Como cualquier otro pueblo, el estadounidense tiene virtudes y defectos. En algunos casos es admirable y digno de imitar (su sistema legal, por ejemplo, es un dechado de perfección si omitiéramos las injusticias contra los ofendidos cuando los malechores aprovechan las ficciones jurídicas de su constitución). Sus errores podrían entenderse en la medida que comprendamos la ambición, cuasi religiosa, que lo ha hecho tan extenso como poderoso y arbitrario. Los norteamericanos podrían representar lo bueno y lo malo que existe en el mundo civilizado; sin embargo valga subrayar que en cada uno predominan los sentimientos justos, por la sencilla razón de que moralmente están obligados a responder de sus actos a un poder espiritualmente superior. Lo malo es que, en ocasiones, lo que para ellos es justicia divina para la humanidad resulta exactamente lo contrario.
Cuando los estadounidenses hablan de democracia con frecuencia se ponen como ejemplo a seguir. Y mire usted que tienen razón. Empero, como miembros de cualquiera sociedad perfectible, han cometido errores en la designación de sus gobernantes, ya que muchos de ellos llegaron al poder no por sus valores morales excepcionales, sino porque tuvieron la habilidad de disfrazarse de honestos y eficientes.
Guillermo Fárber publicó en “El economista” (10 de abril de 1995) un artículo que por su consistencia me permito citar:
“Cuando el vicepresidente estadounidense Spiro Agnew, acusado de corrupción, dijo que prefería ser juzgado por el Congreso y no por un jurado normal, un diputado exclamó francamente ofendido: “¡Quiere quitarle la decisión a doce hombres honrados para dársela a 435 congresistas!”
Ante esa sublime manifestación de candidez, cualquier cosa desagradable que un ajeno al Congreso pueda decir de sus miembros resulta creíble por definición. Como por ejemplo lo que dice Figgie-Boy: que han sido cómplices en el lento asesinato de su país, durante los últimos treinta años.
¿Cómplices de quienes? De los cinco presidentes de Johnson a Bush.
La verdadera y triste historia –que a los mexicanos debe resultarnos particularmente ilustrativa– comenzó según Figgie con Johnson el texano. Al asumir éste el poder, el gobierno de Estados Unidos, había acumulado en 183 años la deuda de 310 millones de dólares. Sobre esa ridícula cifra, buenote como era de corazón don Lyndon se lanzó en 1965 a dos cruzadas de mayúsculas proporciones: acabar con la pobreza y acabar con los comunistas en Vietnam.
Dos grandes guerras simultáneas: receta segura para la derrota…y la bancarrota.
La aventura bélica en Indochina ya sabemos los inmensos costos que tuvo para EU, tanto en términos económicos como políticos, sociales y culturales; pero al menos eventualmente concluyó. En cambio la otra ilusión, llamada “La gran Sociedad”, además de fracasar también en toda la línea, creó los costosísimos programas que ahora nadie sabe cómo desactivar sin provocar un alzamiento popular de escala cósmica: los “entitlements” o ayudas gubernamentales en especie o en dinero, para todo ciudadano que cumpla determinados requisitos (ser madre soltera, sin hogar, anciano, etcétera).
El resultado tras cinco años de gobierno del demócrata Johnson fue un déficit fiscal de 45 mil millones de dólares, que según Figgie se debieron en buena parte a los entitlements que encadenan al gobierno a un costo creciente, haya o no haya los fondos necesarios para financiarlos (por eso los califica de incontrolables), y que en 1993 ya representaban el 65 por ciento del gasto gubernamental total excluyendo intereses.
Siguió Nixon el simpático. Fiscalmente hablando, dice Figgie, el republicano no fue tan mal tipo: solamente incurrió en 67 000 millones de dólares de déficit en seis años. En cambio su sucesor, Gerald Ford fue un desastre; en sus dos años la Casa Blanca sumó un déficit de 127 000 millones de dólares, como resultado de querer acabar con una recesión a punta de gasto gubernamental (por acá, al mismo tiempo, don Luis Echeverría intentaba algo parecido, sólo que a escala tercermundista).
Siguió Cárter, el demócrata contemporáneo de don José López Portillo, quien acumuló un déficit de 227 000 millones de dólares (mayor que el causado por toda la Segunda Gran Guerra) en sus cuatro años de lucha infructuosa contra la mancuerna mortífera inflación–desempleo (este permaneció igual y aquella se disparó). Además, en este periodo se dio un cambio decisivo: el Congreso indexó algunos beneficios sociales a la inflación.
Eso dice Figgie, “no solo empeoró la situación, sino ahora amenaza nuestro futuro”.
Luego llegó Reagan, el gran comunicador, quien hizo del presupuesto equilibrado un tema central de su campaña.
Saldo de sus ocho años: déficit de 1,64 billones de dólares. Eso es, billones (tan sólo el déficit de 1986 fue casi igual a la deuda heredada por Johnson tras 183 años de gobierno). En ese lapso, la deuda casi se triplicó, de 909 a 2.6 billones de dólares. Cierto que Reagan logró su objetivo central de quebrar a la URSS mediante una desaforada carrera armamentista, pero fue una victoria pírrica: en diez años, EU pasó de ser el mayor acreedor del mundo, a ser el mayor deudor.
Y luego hasta atrás como la U, llegó Bush, quien en sus cuatro años rompió todos los récords: 1.4 billones de déficit (85 por ciento del monto reaganiano, en la mitad del tiempo).
Con esa marca dice Figgie, “Bush obtuvo el título de campeón gastador de todos los tiempos”. Aunque lo exculpa un poco al reconocer que debido a los entitlements, otros gastos ineludibles y los intereses de la deuda, apenas el 33 por ciento del presupuesto podía ser manejado con cierta libertad por el Ejecutivo o por el Congreso (en 1993 esa proporción se había reducido a un miserable 27 por ciento).
Además de esos cinco grandes responsables, Figgie señala otros: “El Congreso no es menos, sino quizá más culpable de la muerte inminente de los EU. Y se pregunta cómo podrían los congresistas ser capaces de un buen manejo de las finanzas nacionales “si no pueden siquiera llevar en orden sus chequeras personales, su propia oficina de correos y sus propios restaurantes”.
La explicación de fondo que da Figgie sobre esa monumental laxitud fiscal de los congresistas es la siguiente:
“En los últimos treinta años, todos los funcionarios electos por voto popular han sido presa de los grupos de “lobbistas” más eficaces y mejor financiados que hayan ejercido influencia sobre un cuerpo legislativo, en cualquier parte, en cualquier momento. Para lograr la reelección, tienen que darle algo al grupo, así como dinero y empleo a sus representados”. Lo cual cuesta mucho. (Y aquí coqueteamos ya con la reelección legislativa).
“Explicación, ésta de Figgie, tan buena e inútil como cualquier otra, que en poco ayuda a bajar las tasas internacionales de interés por el capital que tanta falta nos hace, o a revaluar el dólar a cuya cola estamos atados”.
Como verá el lector de acuerdo al análisis de Farber-Figgie, los norteamericanos se han equivocado en la designación de sus últimos cinco presidentes. Cada uno de ellos puso su granote de arena para crear el descomunal y más grande déficit del mundo. Y ahora le toca el turno al formidable, talentoso y visionario Bill Clinton, considerado por la prensa influyente de su país como mentiroso, simulador, mercenario político, indeciso y alguien que no profesa lealtad a nadie ni a nada. Lo peor del asunto es que el gobierno mexicano caminará atado a la cola del estadounidense, cuando menos los próximos dos años. Se topará con un hueso muy duro de roer, con un hombre que nació y se entrenó para actuar su mejor papel en los escenarios políticos. Enfrentará el poder de un mandatario a quien no le cuesta trabajo contradecirse.
Tratará su futuro con un “histrión de la empatía”, cuyo rostro despliega una gama de expresiones muy conocidas: la amplia sonrisa de gozosa admiración, la ceñuda mirada de indignación justa pero contenida, la mirada baja, humilde y reflexiva, y el asomo de llanto de un hombre que no teme mostrar sus sentimientos. Discutirá (si puede hacerlo) con el presidente más poderoso del universo, quien está acostumbrado a hablar en serio cuando afirma algo y luego lo niega sin perder seriedad. En pocas palabras, tendrá que acostumbrarse a negociar en un ambiente de seriedad tan absoluta como fugaz.
Esperemos, pues, que el joven y vigoroso canto de nuestro gallo, logre confundir al águila norteña para que esta pierda la concentración y no tenga tiempo de echarnos encima sus enormes y destructivas garras.
Hay consenso. Ernesto Zedillo Ponce de León o cualquier otro presidente mexicano, podrá pensar y hablar en inglés siempre y cuando lo haga para defender a su patria de las exitosas ambiciones extraterritoriales y las desastrosas políticas financieras de nuestro vecino del norte. Todo México espera que piense y actúe de acuerdo con nuestros compromisos ideológicos. Es un deber histórico e ineludible que, una vez cumplido, nos permitirá seguir siendo una nación libre y soberana.
Para lograrlo, el presidente debe valerse del impulso y la inercia de nuestra imbatible cultura milenaria, apoyarse en la responsabilidad de una raza que ha dejado constancia en la historia de su apego a la tierra, su respeto a la naturaleza y su vigor y fuerza espirituales constantemente renovados; responder al pueblo acostumbrado a cuidar la tierra que lo creó, empeñado en seguir moldeando el barro a que sus ancestros dieron forma de dioses y dispuesto a continuar luchando por una patria cuyas tradiciones se conjugan con el águila y la serpiente.
Nadie debe olvidar que inventamos el maíz y que durante más de un milenio fuimos perfeccionándolo hasta consolidar nuestra cultura. Que en este largo y penoso proceso que requirió del empeño, la laboriosidad y la inteligencia científica de veinte, treinta o más generaciones de mexicanos, concebimos y pusimos en práctica nuestro acendrado patriotismo. Que aprendimos a luchar por nuestros valores y encontramos para los pérfidos el lugar que les corresponde.
Para defender nuestra soberanía y libertades, nuestro legado genético, el gobernante de la República cuenta con la luz de la historia que el conquistador y los traidores trataron de enterrar para siempre. Baste acudir a ella para no repetir los errores de aquellos que deslumbrados por la blancura del plumaje aquilino, perdiéronse en la eterna negrura de Tezcatlipoca sin entender que la nuestra es una cultura que posee el ingenio, la creatividad y el talento necesarios para dar forma al México nuevo que todos anhelamos: una nación libre de las garras del capitalismo salvaje.