Educación y cultura
A los religiosos se deben las primeras instituciones educativas en la ciudad. El 9 de noviembre de 1585 los dominicos fundaron el colegio de San Luis Rey, el papa Clemente VII le concedió la gracia de convertirlo en universidad. Sin embargo, por los intereses del clericato de la Cámara Apostólica, el pase real o reconocimiento oficial se le negó. Este Colegio tuvo una imprenta desde 1657. Entre sus egresados se cuentan nueve obispos. Empezó su decadencia a fines del siglo XVIII.
Los jesuitas llegaron a Puebla en 1578 y al año siguiente crearon el colegio seminario de San Jerónimo. Este plantel-internado pudo subsistir gracias a la generosidad de Melchor de Talamantes. Para que sus egresados accedieran a la educación superior, el 28 de enero de 1629 se fundó el colegio de San Ildefonso. La institución logró que sus alumnos fueran admitidos en la Universidad de México. Pero por su importancia nuevamente se impusieron los intereses centralistas y en 1645 fue clausurado, paradójicamente, debido a su alto nivel académico.
La labor de la educación se complementaba en el seminario de San Ignacio, aprobado por el rey en 1701 e inaugurado al año siguiente con toda la pompa de la época. Hacía 1751 se fundó el colegio de San Francisco Javier, donde los misioneros aprendían el conocimiento de lenguas indígenas.
Los jesuitas integraron un complejo educativo de gran interacción que recibió el impacto del siglo de las luces. De sus aulas salieron grandes humanistas y algunos de los más brillantes, se formaron en Puebla. Pero todo aquel esfuerzo se fue a la basura debido a los intereses monásticos: los jesuitas fueron expulsados en 1767 con las consecuencias que Fernando Benítez comenta en El libro de los grandes desastres.
“(Eran) los religiosos más libres y más ricos (…) Vivían con pobreza y humildad, sujetos a severa disciplina; la educación casi espartana los habilitaba como oradores sacros, ministros, confesores, administradores de sus latifundios (…) Eran parte de una ‘trasnacional’ y formaban una milicia la de los soldados de Cristo. Se les expulsó cuando se iniciaba el gran auge de la minería y surgía la nobleza de los grandes millonarios”.
Para Benítez la expulsión de los jesuitas fue la primera devastación que sufrió la cultura de la Colonia. Su partida dejó desprotegidos miles de libros en colegios y bibliotecas, los cuales se destruyeron obedeciendo instrucciones, por negligencia y en muchos casos por ignorancia.
En 1790 se fusionaron los colegios de San Jerónimo y San Ignacio, en el edificio Carolino, entonces del Espíritu Santo. Se formó el Real Colegio Carolino, título que conservó hasta 1820 cuando regresaron los jesuitas. Tuvo una existencia autónoma precaria, pues en 1825 pasó a depender del gobierno civil como Colegio del Estado.
Desde mediados del siglo XVI los colegios subordinados al gobierno episcopal fueron conocidos como palafoxianos. Siguiendo las ordenanzas del Concilio de Trento, Juan de Palafox convirtió en Seminario el colegio de San Juan, agregándosele el colegio de San Pedro fundado en 1644, donde implantó la enseñanza de lenguas indígenas. Posteriormente estas escuelas fueron conocidas como Real y Pontificio Colegio o Seminario Conciliar Palafoxiano, ampliado más tarde con el edificio de San Pantaleón. Posteriormente, en el interior del seminario, se creó la Academia del Buen Gusto y Bellas Artes, considerada una de las primeras academias literarias de la Nueva España. También se le anexó el Colegio Eximio de San Pablo y la opulenta Biblioteca Palafoxiana.
Para la educación de las mujeres, Palafox creó el Colegio de las Vírgenes de la Purísima. Existieron también el Colegio de Niñas Mercedarias de Nuestra Señora de Guadalupe, el Colegio de Nuestra Señora de los Gozos o de la Enseñanza.
Fue fray Julián de Garcés, el primer obispo de Puebla, quien impulsó la producción literaria angelopolitana. Su larga misiva al papa Paulo III, escrita para defender a los indios, significó una de las primeras expresiones humanistas de su tiempo. En la obra de esa época abundaban los temas teológicos, místicos, ascéticos y pastorales, estos últimos con mayor desarrollo que los demás. Y aunque parezca raro dada la discriminación hacía las mujeres, algunas como sor Mariana Águeda de San Ignacio, dejaron profunda huella literaria. El trabajo cultural de aquellos tiempos es tan abundante como difícil de elaborar su bibliografía.
La poesía, la sátira y la historia fueron las demás opciones. En esos campos sobresalieron Miguel Zerón Zapata, Francisco Javier de Alcalá y Mendiolea, Jerónimo Fernández Lechuga, Antonio Bermúdez de Castro, Basilio de Arteaga y Solorzano, fray Juan Villa Sánchez, Pedro López Villaseñor y Mariano Fernández de Echeverría y Veytia.
En general Puebla siguió la línea artística del Virreinato; empero, también logró dar a su creación características regionales que a la postre definieron un estilo propio. Las primeras construcciones del siglo XVI mezclan elementos arquitectónicos góticos, románticos y renacentistas, con notables reminiscencias árabes e indígenas. Su evolución dio origen al arte plateresco, llamado así por su semejanza con la orfebrería de plata. En el arte se mezclaron el renacimiento español y la sensibilidad indígena.
En el siglo XVII se impusieron los cánones renacentistas sobre el influyente plateresco. El ambiente religioso apoyado en sólidas finanzas permitió crear el barroco.
Y este estilo barroco no sólo se manifestó en el arte; de alguna manera influenció en el modo de ser de los poblanos acostumbrados a matizar costumbres, cultura, literatura, ciencia, y a darle a su vida tintes de lujo y rebuscamiento.
El barroco poblano de la época palafoxiana es severo y clasista. Las portadas de la Santísima, la catedral y el Colegio de San Pedro, son buen ejemplo. A mediados del siglo XVII la tendencia se exageró y adoptó al azulejo y el recubrimiento de ladrillo, dándole un sello característico al barroco poblano y a la trayectoria que siguió hasta llegar al churrigueresco o ultrabarroco.
La poderosa influencia de todas las manifestaciones artísticas; el tallado en madera, la escultura, pintura y alfarería, la forja de vidrio, el tejido, bordado, orfebrería y hasta la fundición de campanas nos habla de ese modo de ser que paulatinamente se fue conformando.
A fines del siglo XVIII surgió el neoclásico que, a pesar de anunciar el advenimiento de nuevos tiempos para el espíritu de Puebla –el retornar a las formas de la antigüedad clásica–, solo significó otra variante del barroco.
Todo acabó en la segunda mitad del siglo XIX. La reacción conservadora a la aplicación rigurosa de las Leyes de Reforma, causó un desastre en la cultura nacional. Fernando Benítez comenta en el libro citado:
“Al conocer los frailes y las monjas el decreto de expropiación, abandonaron en masa los conventos (…) En lugar de quedarse y entregar todo bajo inventario, simplemente se fueron; preferían la destrucción a que los bienes pasaran al gobierno de los liberales, vistos como el demonio (…) El saqueo fue incontenible y se inició un poco antes de que los edificios se demolieran sin misericordia. Los “ensabanados” robaban libros, pequeñas imágenes, crucifijos de marfil, reliquias, tal vez sillas o muebles y todo cuanto podía cargarse, estaba a mano y era fácil de vender”.
La Puebla de la Colonia tuvo un sello místico muy especial. Todas las manifestaciones religiosas como procesiones, días de precepto y funciones católicas, propiciaron primero la formación y después el fortalecimiento de las diferencias sociales. Por un lado, el alto clero, las autoridades y las familias acomodadas; por el otro, los artesanos, los gremios, las cofradías, y finalmente, el pueblo llano.
La coronación del rey o el nacimiento de uno de sus familiares, el nombramiento de un virrey o de un obispo, permitían a la ciudad mostrar su generosidad y la riqueza de la época. Las festividades duraban varios días, en los cuales la plaza pública era escenario de juegos de cañas, corridas de toros, mascaradas y desfiles.
En primer plano sobresalía imponente la catedral cuyos enormes campanarios servían de marco a la picota y la horca que ensombrecían la plaza pública. Frente a las casas consistoriales, el tianguis y la fuente de agua para uso común. Y desperdigados por los rincones de la ciudad menudeaban los hermosos templos, los talleres, obradores y, lejos del mundanal ruido, el remanso de la vida conventual. Las calles custodiadas por soberbios edificios encaminaban a los clérigos y frailes cuya parsimonia y seriedad contrastaba con el corretear apresurado de los colegiales.
La prosperidad que vivió Puebla fue originada por su estratégica ubicación comercial. Era el eje de las comunicaciones trasatlánticas de la Nueva España y sede de la influencia católica de esos tiempos. Todo esto permitió que sus habitantes participaran en el comercio internacional sin el peso molesto de la vigilancia o control de las autoridades fiscalizadoras, a pesar de la aduana que permaneció hasta finales del siglo XVIII.
El éxito de la magna Puebla inyectó en el ánimo de sus habitantes el deseo de igualar o superar a la capital del virreinato. Mientras lo intentaban cubrieron con arrogancia el papel de su ciudad (la segunda Capital de México). Eran tiempos de progreso que dieron a los angelopolitanos su peculiaridad; se les consideraba religiosos, retraídos y orgullosos. Así fue como el prestigio de la Angelópolis atrajo gente de otros lugares convirtiendo a Puebla en la ciudad de la esperanza.
Los hombres de negocios se esforzaban para establecer en Puebla su base de operaciones. Todas las órdenes religiosas tuvieron un templo, un colegio, un hospital o un convento. Tanto esplendor llegó gracias al apoyo de los acaudalados poblanos. Varios prelados importantes prefirieron la diócesis de Puebla a la arquidiócesis de México. Muchos de los más encumbrados nobles e Hidalgos de la Nueva España, gobernaron la ciudad y la enriquecieron con obras de su propio peculio. Los colegios fueron semilleros de hombres ilustres.
Desde su fundación, Puebla tuvo un procurador ante la Corte. Por esa distinción, en 1548 la ciudad adquirió el derecho de poseer talleres de seda, privilegio que solo tenía la Ciudad de México y que después obtuvo Oaxaca. Como ya lo comenté, la sociedad se había polarizado; conquistadores, encomenderos, frailes y clérigos peninsulares integraban el “jet set” de aquellos años. Los indios y los esclavos de color formaron el estrato más miserable. La “gente bonita” vivía en magníficas residencias amuebladas a todo lujo y con las mejores vajillas de cristal y plata de manufactura regional. Sus frecuentes viajes a Europa la mantenían al tanto de la moda cortesana que se apresuraban a imitar.
Socialmente era bien visto que en cada núcleo familiar hubiera un clérigo. A quienes les tocaba en suerte tal destino, recibían una buena dote que de inmediato entregaban a la Iglesia para reservar la grata esplendidez en el convento y garantizar un espacio en sus panteones, así como los beneficios de la “paz eterna”.
En las goteras de la ciudad se enseñoreaban los poderosos hacendados, dueños de vidas y patrimonios. Los terratenientes, al estilo feudal poseían ejércitos de peones. Generalmente eran criollos y excelentes jinetes que así como practicaban con desparpajo las artes equinas, y promover la reproducción humana. Había quienes ejercían el derecho de pernada y se deleitaban practicando sus habilidades donjuanescas ante la presencia de una cara bonita o una sugerente y ruidosa tarlatana. Lo mismo poseían regias mansiones en Puebla que casas solariegas en Querétaro o quintas en la Ciudad de México. Las alianzas matrimoniales las establecían con la empobrecida realeza o con la descendencia de los conquistadores.
En los siglos XVIII y XIX la cultura poblana estaba presente en el ámbito nacional y mundial. La obra del jesuita Francisco Javier Clavijero (1721-1787), por ejemplo, trascendió a Europa donde su talento de historiador impactó a los intelectuales de la época. Beristáin y Souza (1750-1817), el más antiguo bibliófilo de México, rescató casi cuatro mil nombres de escritores nacidos o avecindados en la Nueva España. El poeta y orador Miguel Jerónimo Martínez (1816-1870); el jurisconsulto, José María Lafragua (1813-1875); Joaquín Ruiz (1815-1888), conocido como el Demóstenes poblano; Manuel Orozco y Berra (1816-1881), crítico político e historiador; Pérez Salazar y Venegas (1816-1871) humorista cervantino cuya sátira hería como un ramo de rosas; Manuel M. Flores (1840-1885) poeta arrebatado, erótico, y cadencioso y Alejandro Arango y Escandón (1821-1883) políglota, literato, jurisconsulto, poeta político y, como algunos de los mencionados, profundamente conservador. En fin, muchos fueron los poblanos que dispersaron su talento y cultura por el mundo y la nación.