Puebla, el rostro olvidado (La influencia del clero)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

LA INFLUENCIA DEL CLERO

Para comprender la religiosidad de Puebla durante la Colonia, es necesario diferenciarla de la espiritualidad. La primera es la adhesión a un cuerpo de doctrina, dogma, generalmente considerado inamovible por la institución que lo difunde y prolonga históricamente, como es el caso de la Iglesia católica. La espiritualidad supone una inmersión experimental hacia el propio ser y su trascendencia social, sin identificarse necesariamente con un cuerpo de doctrina o ajustarse a una estructura.

Obviamente, ambos fenómenos se dieron en la Puebla colonial, y de alguna forma se integraron al modo de ser poblano. Sin embargo, su acontecer histórico es diferente a lo que comúnmente se supone.

La vida religiosa transcurrió como elemento de domesticación transformado por la sabiduría popular en un sazonador de lo cotidiano. Para los fundadores estaba reciente la experiencia de la reconquista española. El fenómeno cubrió de religiosidad el sentimiento patriótico e identificó nacionalidad con catolicismo. La experiencia hizo comprender a los monarcas el valioso aporte de este elemento para el buen gobierno de sus provincias y se apresuraron a apropiárselo legalmente a fin de no provocar conflictos de investiduras surgidos en otras monarquías arrojadas fuera de la comunión con Roma, como sucedió con Inglaterra.

Las condiciones del momento hicieron posible el surgimiento del patronato real como una nueva institución, por el cual los monarcas españoles se convirtieron en los jefes efectivos de la Iglesia en América.

El Papa Alejandro VI les concedió el derecho perpetuo a cobrar los diezmos en las tierras conquistadas del Nuevo Mundo, a proponer candidatos para el obispado y arzobispado, a señalar lugares para la construcción de templos, conventos y edificios eclesiásticos; en fin, a delimitar la jurisdicción de las diócesis y a censurar las bulas papales llegadas a territorio americano.

Por eso en América la Iglesia desempeñó, inicialmente, una importante función administrativa en beneficio de la Corona española. Fomentó la paz social y proveyó de válvulas de escape a las presiones sociales. Y además de fungir como defensora de los indios, fundó hospitales e hizo obras de beneficencia.

Para aprovechar todo el potencial de la Iglesia, Carlos V se apresuró a conseguir del papa Leon X el permiso para erigir un obispado en las tierras descubiertas. El deseo le fue concedido mediante la bula “Sacri Apostolatum Ministerio” del 24 de enero de 1518. La sede fue una pequeña población llamada ciudad Carolense. En 1525 la sede se trasladó a Tlaxcala donde Fray Julian Garcés tomó posesión como primer Obispo el 19 de octubre de 1527. Una vez iniciada la edificación de Puebla, se hizo necesario construir un templo mayor. Para esto el obispo y el Cabildo eclesiástico ya residían de facto en la Angelópolis. El hecho le sirvió para proponer el cambio de sede a la ciudad de Puebla, acto que se realizó el 20 de septiembre de 1541 a pesar de la opinión en contra del obispo Garcés.

La primera misa oficiada en la nueva ciudad se llevó a cabo el 16 de abril de 1531, bajo una enramada construida por los franciscanos en algún lugar del ahora barrio del Alto. Fray Julián de Garcés se vio obligado a organizar y encabezar la colecta para construir el templo. Ante su fracaso y la pobreza de los nuevos residentes, el virrey Antonio de Mendoza permitió que los indios de Calpan edificaran el nuevo templo a cambio de exentarlos del pago de impuestos. Fue así como se construyó la iglesia mayor.

Este aparente fracaso nos permite suponer que dadas las precarias finanzas, hubo necesidad de buscar alternativas para cumplir con la misión de la Iglesia. El descubrimiento de las habilidades y religiosidad del indio, produjo una fiebre de construcción de templos y edificios que el tiempo convirtió en joyas arquitectónicas tan importantes que ganaron para Puebla el reconocimiento de Patrimonio Cultural de la Humanidad. A guisa de ejemplo menciono algunas construcciones importantes:

El templo del convento de San Francisco comenzó a levantarse en 1535 y fue terminado cincuenta años más tarde; el convento de Santo Domingo, uno de los más suntuosos de la ciudad (incluía dos manzanas), quedó concluido en 1611; el del Convento de San Agustín, que tuvo permiso de construcción desde 1548, se consagró hasta 1629; el templo de la Compañía, iniciado por los jesuitas en 1583, terminó de construirse 17 años después; y sin duda la obra más difícil de concluir fue la catedral cuya construcción se inició en 1562. El humor de la época encontró en esa complicada empresa una forma de eludir pagos. Decían los morosos: pagaré cuando se termine la catedral, es decir, nunca.

Pero como no hay plazo que no se cumpla, en 1649 a 87 años de distancia, por fin se concluyó la extraordinaria obra arquitectónica gracias a la decisión del obispo Juan de Palafox y Mendoza y a la fe de quienes dedicaron su esfuerzo y hasta su vida en la labor: los indígenas.

Como siempre el dinero fue una de las barreras que chocaba con el entusiasmo de los constructores. El Obispo Palafox tuvo que incentivar a los ricos de la época donando de su peculio doce mil pesos. El cabildo eclesiástico aportó otros nueve mil, y el cabildo de la ciudad no tuvo más remedio que colaborar con doce mil pesos más. También algunos particulares se desprendieron de parte de su dinero, como Roque Pastrana que financió la construcción de la cúpula.

Aunque el diseño original de Juan de Herrera (autor del célebre escorial de Madrid) sufrió algunas modificaciones, el edificio resultó una bella muestra del talento mexicano. Participaron en su erección muchos artesanos reconocidos en la metrópoli por su sensibilidad. La catedral, como quedó asentado, se consagró en 1649.

Todo lo que ocurría le fue dando un extraordinario poder a la iglesia católica americana. Aunque algunos historiadores insistan en presentar un panorama colonial de paz idílica, lo ocurrido nos muestra otra faceta. La Nueva España y particularmente Puebla, se convirtieron en escenarios de constantes enfrentamientos del poder real contra el espiritual. Al interior de la Iglesia los conflictos también menudearon, pero siempre fueron discretos, y a falta de amor fraterno se dieron algunas dosis de diplomacia. En cada pleito el veneno y la insidia servían de condimento. Era una especie de guerra fría levítica. Eventualmente llegaron a suscitarse verdaderos escándalos y cuando las tensiones se hicieron insoportables, los agarrones trascendieron las paredes de los claustros, como si sus protagonistas trataran de encontrar aliados.

En ese ambiente Palafox fue un caso excepcional. Su personalidad dinámica y emprendedora, además de la vocación espiritual que tanta fama le ganara, le acercaron para sí los cargos de virrey, arzobispo de México, obispo de Puebla y visitador real. Cuando el virrey don Diego López Pacheco, duque de Escalona, fue acusado de infidelidad, Juan de Palafox y Mendoza lo relevó, lo sometió a juicio de residencia, le confiscó sus bienes y los subastó (le sucedió el conde Salvatierra). Como arzobispo de México, dictó los reglamentos de la universidad. Como visitador real participó en el juicio de residencia contra el duque de Escalona. Como obispo de Puebla realizó grandes obras materiales y un extraordinario trabajo político. Prácticamente él construyó la catedral, más de cincuenta templos en toda la diócesis, los colegios llamados palafoxianos y otros para niñas o adolescentes, así como algunos refugios para mujeres abandonadas.

Palafox nunca dudó de ejercer el poder aún valiéndose de la fuerza pública. Metió en cintura a los frailes (clero regular) acostumbrados a manejar la conciencia y el dinero de los feligreses, así como a manipular ese poder para no entregar las parroquias a los sacerdotes directamente dependientes del obispo (clero secular). Contra esos intereses luchó Palafox.

Es célebre su disputa con los jesuitas. Desde el siglo XVI el episcopado había tenido serias dificultades para cobrar los diezmos a las órdenes monásticas expertas en darles la vuelta a sus obligaciones económicas. Una herencia de los jesuitas y su costumbre de evadir el pago del diezmo, desataron la tormenta. En acatamiento a los acuerdos del Concilio de Trento, Palafox exigió a los jesuitas tener una licencia para ejercer labores pastorales. Pero éstos, alegando privilegios, se negaron a obedecer y declararon vacante la sede del episcopado poblano. Ni tardo ni perezoso Palafox los excomulgó, y los jesuitas contestaron con otra excomunión para Palafox. En 1648, el rey, el Papa y el general de los jesuitas decidieron a favor del obispo con base en las resoluciones de Felipe IV e Inocencio X. Una vez concluida la construcción de la catedral, al año siguiente Felipe IV lo llamó a España; fue enviado a la diócesis del Burgo de Osma en Soria, donde murió prácticamente en el olvido, como si se tratara de una venganza concebida por los jesuitas, sus más poderosos enemigos.

Juan de Palafox y Mendoza fue el principal aportador del material bibliográfico que tuvo en sus inicios la Biblioteca Palafoxiana. Su obra literaria comprende quince volúmenes cuyo contenido denota claramente la lucha de la Corona por mantener plena vigencia de su patronato, usando para tal efecto a los obispos contra la influencia vaticana presente en las órdenes monásticas que aprovechaban la oportunidad para evadir dichos controles. En fin, Palafox fue héroe y víctima de un clero supeditado a la monarquía.

Un siglo después la Colonia se conmovía ante la expulsión de los jesuitas por causas no suficientemente aclaradas, a pesar de que sobran hipótesis interesantes. A mediados del siglo XVIII surgió una fiebre de persecución contra la orden: en 1759 fue expulsada de Portugal; en 1764 de Francia y poco después de España y sus colonias.

Al respecto Fernando Benítez dice que “hay un momento en que corren los segundos, se cruza una línea y se precipita la desdicha. El dedo pulgar de Carlos III bajó con fiereza cesárea, y se desplomó el imperio forjado por los soldados de Cristo”.

En 1767 el entonces virrey Márquez de Croix, ejecutó la orden con singular sigilo. La operación se consumó con éxito a pesar de las revueltas en distintos lugares del virreinato.

Algo no previó el rey: expulsados los jesuitas de sus misiones, estas tierras lejanas quedarían sin defensa ante la amenaza futura y próxima de unos Estados Unidos ambiciosos, ricos y democráticos inflamados de un destino manifiesto. El abandono de esas avanzadas jesuitas hasta la Baja California traería funestas consecuencias en breves decenios.

Entre los expulsados se encontraban eminentes intelectuales como Francisco Javier Clavijero, formado en las aulas de los colegios poblanos de San Gerónimo y San Ignacio. Éste soldado, exiliado en Bolonia Italia, escribió de memoria su “Storia Antica de Messico”.

En Puebla la expulsión de los jesuitas tuvo un impacto demoledor, sobre todo en la educación. Los colegios prácticamente quedaron abandonados. Lo extraño es que a pesar del cariño profesado a los jesuitas por el pueblo, no existió ningún brote violento de rebeldía por la expulsión, tal y como aconteció en otros lugares del país.

Alejandro C. Manjarrez