El Rostro Olvidado
Cuando el Tribunal de la Santa Inquisición de Puebla se instaló en 1571, menudearon los procesos. Una de sus primeras tareas fue prohibir y recoger las obras de Erasmo de Rotterdam. Algunos de los ejemplares encontrados en la ciudad o sus alrededores fueron quemados en grandes piras exorcizantes. Los oscuros calabozos de esta siniestra y perversa institución ahogaron las ansias de investigación y mutilaron los mejores cerebros; el fanatismo religioso, fue la constancia de una buena conciencia católica y novohispana. La persecución adquirió formas tan estereotipadas, que un párroco poblano, en 1784, denunció la obra “No me mueve mi Dios para quererte” –soneto adjudicado a fray Miguel de Guevara–, por considerar que tenía ideas heréticas que denotaban la tendencia a menospreciar la recompensa divina. El incomprendido soneto dice:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tu me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme en fin tu amor de tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera
porque si lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
En 1598, en la Angelópolis, Juan Plata, capellán del convento de Santa Catalina, su ayudante Alonso Espinoza y sor Agustina de Santa Clara, señalada por ejercer la profecía, fueron acusados de pertenecer al club de los alumbrados. Les suponían ligados a los grupos de Llerena y de Sevilla y, además, les imputaban la propagación de la tesis de que al alma totalmente identificada con la divinidad deben justificársele sus pecados. Obviamente fueron condenados junto con unos 300 correligionarios residentes en México.
Otro juicio muy popular fue el de Martín Villavicencio Salazar, conocido como Martín Garatuza, célebre por su picardía y negro sentido del humor. Nació y estudió en Puebla. En ocasiones, se disfrazaba de sacerdote, sustraía hostias de los templos y oficiaba misas en alguna parte del país que escogía para sus trapacerías. Sus habilidades y conocimientos le permitieron portar la sotana sin problemas de ninguna especie; es más, durante años se dió el lujo de oficiar en la catedral de México. La Inquisición lo descubrió, lo juzgó y lo condenó a doscientos azotes, según acto de fe de 1648. Con su capacidad de persuasión logró de los rígidos fiscales un permiso para ir a Puebla durante 40 días a curarse de alguna enfermedad, autorización que aprovechó para huir del castigo. Finalmente fue apresado y enviado por cinco años a las galeras de Terrenate de donde jamás regresó (Enciclopedia de México).
En 1767 sor Micaela de San José, del convento de la Santísima Trinidad, fue acusada de ilusa por haber realizado algunos “milagritos” considerados por el absurdo tribunal como perjudiciales para las almas ingenuas.
En fin, durante el siglo XVIII menudearon los procesos contra las ideas de la Ilustración. La sátira anónima, Las “hojas volantes” y las modas saturaron de trabajo al tribunal de marras que paulatinamente fue perdiendo confiabilidad y respeto entre el pueblo. La Constitución de Cádiz de 1812 lo disolvió pero los estertores de su muerte duraron hasta 1820.
El siglo XVI es el de la fundación, organización y expansión de la ciudad; al XVII corresponde el auge: se consagró la catedral y se concluyeron varios de sus grandes y majestuosos edificios.
En este siglo Puebla se convirtió en la segunda ciudad de la Nueva España. Su esplendor y progreso le permitió rivalizar con la capital del virreinato e incluso atraer a varios pintores y artistas.
En el siglo XVIII sobrevino la decadencia, con episodios dramáticos como la epidemia de tifo exantemático, el terrible “Matlazáhuatl” de 1736, y decayeron las fiestas populares que tan singular personalidad le habían dado.
Otros factores que colaboraron a esta crisis fueron el traslado de la aduana de azogue a la Ciudad de México, la quiebra de los obrajes, la pérdida de calidad en las artesanías poblanas, las importaciones desmedidas de España y la prohibición de comerciar entre colonias.
Todos esos elementos le crearon a Puebla una situación tan grave que a mediados de siglo se calculaba que entre diez y doce mil pordioseros vivían en la Angelópolis, poblada por 90 mil habitantes.
Con tanto contratiempo, la tradicionalista y cerrada sociedad vio en los temblores de 1787 una premonición: nuevos días radicalmente diferentes estaban a punto de llegar. Y no se equivocaron.