Puebla, el rostro olvidado (Las guerras)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Las guerras 

Antes de que Cuetlaxcoapan se convirtiera en la Ciudad de Puebla, su entorno vivió días de violencia y guerras. En 1520 Cortés ya tenía características de jinete del Apocalipsis: por donde pasaba, la sangre cubría los surcos de las sementeras. Por ejemplo, después de saquear Tepeaca, sus soldados marcaron el pecho de los niños y la cara de los adultos sobrevivientes, con una divisa candente que significaba esclavitud eterna. Muchos actos de barbarie como la ejecución de miles de cholultecas, la muerte de Moctezuma, el acuchillamiento de 600 señores aztecas (dirigentes destacados del imperio) impactó a los indígenas a tal grado que llegaron a reverenciarlo para conservar la vida. Quizá para protegerse del poder criminal del conquistador, los jefes de Huaquechula se ofrecieron para tomar por sorpresa su propia ciudad, fortaleza donde estaban treinta mil guerreros aztecas enviados por Cuitláhuac para evitar que los invasores regresaran a Tenochtitlan. Hernán Cortés utilizó a los mercenarios que con esta traición creyeron aplacar la furia animal del capital extranjero. Christian Siruguet escribió en la revista “Crónica Política” esta historia–leyenda: 

“Señor –dijeron a Cortés los de Huaquechula–, en cuanto Cuitláhuac, el sucesor de Moctezuma, oyó de tu victoria en Tepeaca, envió treinta mil soldados aztecas de guarnición a nuestra ciudad fortaleza a fin de impedir que regreses a Tenochtitlan. Esos soldados devoran nuestra comida, nos roban nuestras esposas y deshonran a nuestras hijas. Es posible guiarte hasta el pie de nuestras murallas sin que te descubran. Cuando se den cuenta de tu llegada, te atacarán en desorden y nosotros los mataremos por la espalda. Los de Huaquechula esperaban así ganarse la amistad de los vencedores del futuro.

Siguiendo a los guías, Cortés, con sus mercenarios y cien mil soldados indígenas, marchó sobre la plaza fuerte. A la luz de la luna, desde lo alto de su caballo, distinguió una pequeña pirámide: un adoratorio al espíritu de los manantiales que brotan allí cerca de una aldea insignificante. Legua y media más adelante, llegaban ante las murallas de Huaquechula, iba a despuntar el sol.

La masacre fue horrenda. Atacados simultáneamente por las espaldas y de frente, los guardias aztecas no pudieron impedir la entrada a los invasores. El grueso del ejército tenochca acampaba en el cerro que domina la ciudad. Cuando, alertado por la gritería bajó a socorrer a los suyos, se topó con los cien mil enemigos ya dueños de la plaza. Tuvieron que replegarse hacia su campamento, hacia arriba. En la cima, fueron exterminados.

Al conquistador le gustó la región para matar y aprovisionarse, aprovechando las ventajas de estas tierras. Utilizaba, entre otras cosas, el azufre del cráter del volcán Popocatépetl para fabricar pólvora en grandes cantidades. Así se la pasó hasta que la Corte decidió autorizar la fundación de Puebla. Después de estos hechos, acaeció otro en apariencia contradictorio para aquellos tiempos: Puebla se declaró independiente antes que ninguna ciudad de la Nueva España. Los curas insurrectos, anatematizados por el clero, encontraron en la Angelópolis la complicidad ideal para llevar a cabo su proyecto independentista.

La tranquilidad conventual fue rota por las explosiones de los cañones y la arcabucería. La Angelópolis se convirtió en una de las principales plazas de guerra. Realistas y repúblicanos lucharon en sus calles convertidas en un campo de batalla.

Al desertar Agustín de Iturbide de los ejércitos realistas proclamándose por la causa de la independencia, llegó a Puebla para apoderarse de la ciudad el 2 de agosto de 1821. A los nueve meses (19 de mayo de 1822) era declarado emperador de México con el nombre de Agustín I.

En enero de 1832, la guarnición de Veracruz se pronunció contra los ministros que formaban el gabinete, colocándose Santa Anna a la cabeza del movimiento. En aquel puerto, Santa Anna inició una revolución que le dio varias victorias, incluida la que obtuvo sobre el gobierno de Bustamante. Después cayó nuevamente sobre Puebla. Y en 1845, ya declarado rebelde por el Congreso de la Unión, regresó a la Angelópolis para atacarla sin éxito.

Cuando los estadounidenses invadieron México, Puebla volvió a desempeñar un importante papel en medio de las calamidades de la guerra. Una vez derrotadas las fuerzas de Santa Anna en Cerro Gordo –el 18 de abril de 1847–, el general Winfiel Scott se apoderó de la ciudad, el 24 de mayo.

En 1856 los partidos clerical y militar propiciaron otra revuelta. En ella, las fuerzas revolucionarias atacaron e invadieron la ciudad el 16 de julio. Al mismo tiempo se generalizó la rebelión de la Iglesia y siendo Puebla el foco de esa insurrección, el gobierno envió sobre la ciudad un nuevo contingente de tropas para sitiarla haciéndola capitular el 2 de diciembre siguiente.

Más tarde llegaron los franceses trayendo bajo el brazo el pretexto de la suspensión de pagos decretada por Benito Juárez. Inglaterra, España y Francia habían decidido cobrarse por la fuerza. Las tropas inglesas se estacionaron en Veracruz, las españolas tomaron Orizaba y las francesas marcharon sobre Tehuacán.

Al mes siguiente de que Juárez inspeccionara a su ejército, Jesús González Ortega sujetó a la ciudadanía poblana a la ley marcial. Y el 5 de mayo de 1862 los franceses fueron detenidos por las tropas del general Ignacio Zaragoza: dos mil hombres resistieron la acometida de seis mil soldados y los derrotaron. Esta victoria sobre el invasor animó a los mexicanos a redoblar sus esfuerzos para expulsar del país a las huestes europeas.

Al año siguiente el ejército francés retornó a Puebla. Los mexicanos, en número de doce mil efectivos bajo el mando del general González Ortega, se enfrentaron a 26 mil soldados comandados por el general Forey. El sitio de la ciudad duró sesenta días hasta que, abrumado, González Ortega sucumbió rehusándose en repetidas ocasiones a capitular. Puebla fue ocupada el 17 de mayo de 1863.

Maximiliano regresó a la Angelópolis para recibir honores y manifestaciones tan majestuosas como la primera.

En 1867 el general Porfirio Díaz se presentó con sus tropas para sitiar la ciudad. Abocó sus seis piezas de campaña contra la ciudad coronada por cien bocas de fuego. En la madrugada del dos de abril, Díaz la tomó por asalto imponiendo una derrota más a un Maximiliano desanimado y políticamente hecho pedazos.

En cada acontecimiento, el triunfador fue recibido con magnificencia. En los “Te Deum” ofrecidos por la clerecía no se distinguían banderas ni causas. Solo e indistintamente festejaban al triunfador, fuese este francés, norteamericano o austriaco.

Alejandro C. Manjarrez