Puebla, el rostro olvidado (El lastre)

Réplica y Contrarréplica
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Los grupos de presión

El Clero

Para que la Iglesia adquiriera el poder político que ahora disfruta, tuvieron que pasar muchas décadas de intenso y clandestino trabajo. Según la investigación de Rogelio Hernández López, publicada en “Excélsior”–abril 17 de 1990–, la Iglesia católica en este final de siglo vivía el mejor momento de su historia en México, e iba en ascenso. Dijo entonces Hernández López.

“Sus parroquias aumentaron 104 por ciento en treinta años. Sus efectivos suman unos 55 000 “disciplinarios” directos que tienen, por lo menos, 777 000 medios para hacerse oír permanentemente por la población civil.

Incluso en el más apartado rincón del país, y en una estructura tal que, a una sola orden, pueden movilizar más de cinco millones de personas de un día a otro. Esto indica, junto a la práctica cotidiana, que no obstante carecer de personalidad jurídica desde el siglo pasado, el poder terrenal de convocatoria sólo es comparable –y acaso superior– al del gobierno.”

Cinco años más tarde, el 3 de mayo de 1995, Bertha Fernández publicó en “El Universal” que el registro de asociaciones evangélicas se había incrementado notablemente.

“Éstas constituyen un 58 por ciento de las que operan en el país, en tanto que un 39 por ciento corresponde a las católicas y un tres por ciento a otros credos. La Secretaría de Gobernación ha registrado en los dos últimos años 2 183 iglesias y agrupaciones principales y 1147 subdivisiones de las mismas, además de setenta mil ministros de culto, de los cuales sólo trece mil son católicos.”

Agrega la misma fuente que “esto revela el avance del protestantismo (…) y el estancamiento y hasta retroceso del catolicismo, considerado como la única religión del país. Y aún cuando no hay cifras sobre el número de practicantes en cada religión, se considera que los católicos han perdido terreno en Chiapas, Oaxaca y Tabasco.”

Sin poner en duda el poder de convocatoria de la Iglesia católica –no creo que deba comparársele con el poder de algunos partidos políticos–, está claro que la religión y la política son cosas totalmente distintas. Los curas o la gente que de alguna manera sirve oficialmente a la Iglesia católica, pueden en efecto llamar a la feligresía a las procesiones o liturgias tradicionales. Pero de ahí a convencer al pueblo para que asista –por ejemplo– a un mitin político o acuda a sufragar por tal o cual partido, hay una gran distancia. Hasta hoy la respuesta a este tipo de llamados desde el púlpito, ha sido pobre y desgastante para quien los hace u organiza. Lo que se ha constatado en cada proceso electoral es que el abstencionismo sigue prácticamente igual, no obstante las consignas o recomendaciones de la jerarquía católica a su feligresía.

Sin embargo, motivados por ese supuesto poder de convocatoria, los clérigos aparentan padecer una especie de fiebre declarativa contra el gobierno. Y el precursor de este moderno y febril ánimo declarativo, es Manuel Olimón Nolasco, quien, entre otras cosas, ha escrito párrafos como el siguiente: (“Política en el México actual”, Colección Doctrina social cristiana, número 7, 1987):

“El gobierno ha ido reduciendo cada ves más su imaginación y mostrando una posición más defensiva que ha rayado en el tradicionalismo y el conservadurismo: el lenguaje ha dejado de ser revolucionario y los verbos más usuales están siendo; conservar, preservar, defender, permanecer. La burda identificación entre el partido oficial, gobierno, Estado y México, no es solo indigna sino trágica.”

Estos conceptos nos recuerdan las funestas consecuencias ocurridas a cualquier gobierno que por transigir elude sus valores jurídicos a fin de ganar simpatías menores. Al respecto dice la filosofía popular que cuando los lobos piden carne y el pastor le va dando una por una las ovejas por vía de transacción, ¡adiós a la manada!

Pero tanto a Olimón como a otros bien o medianamente colocados en su organización religiosa se les soltó la lengua. Lo bueno es que ahora ya son ciudadanos mexicanos aunque vivan en la contradicción ya que su doctrina cristiana les indica que deben abstenerse de meterse en los asuntos del Estado. Está ocurriendo más o menos lo mismo que pasó en 1926 cuando el clero en México decidió enfrentarse al gobierno. Por ejemplo, el 4 de febrero de aquel año el arzobispo Mora y del Río publicó en “El Universal” la siguiente declaración:

“La doctrina de la Iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos formularon contra la Constitución de 1917, no ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la doctrina de la Iglesia. La información que publicó “El Universal” de fecha 27 de enero en el sentido de que se emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al Derecho Natural, es perfectamente cierta. El episcopado, clero y católicos no reconocemos y combatiremos los artículos 3º, 5º, 27, y 130 de la Constitución vigente. Este criterio no podemos por ningún motivo variarlo sin hacer traición a nuestra fe y a nuestra religión”.

Y como sus embates contra la Constitución tuvieron éxito, éstos seguirán ya que en la mente de la cúpula clerical subsisten las ambiciones terrenales; es decir, privilegian los asuntos del César y se olvidan de los de Dios.

El fenómeno apareció en Puebla después de la revolución. Entonces el clero combatía al gobierno desde el púlpito o en la clandestinidad.

Sus adeptos, herederos del conservadurismo, fueron educados con el rigor de la época; o sea, bastante alejados del raciocinio científico.

En medio de esta vorágine emergió la nueva sociedad poblana de principios de siglo. Entre clérigos y ricos feligreses se dio una simbiosis muy conveniente para el comercio y los representantes de la Iglesia. La vida económica de Puebla adquirió un sello de distinción: aparecieron reglas y condiciones no escritas que formalizaron la existencia de la cofradía dorada. Diseñaron estrategias financieras para acrecentar el poder eclesiástico y burgués. Nació una especie de Santo Oficio bursátil que catalogaba, boletinaba, desprestigiaba o reclutaba a nuevos y prósperos empresarios; y lo hizo con tanta fuerza que en nuestros días aún se perciben sus costumbres. 

Debido al marco jurídico en el que nos desenvolvimos después de promulgada la Constitución de 1917, la injerencia del clero en los asuntos destinados al poder civil guardó las elementales formas de urbanidad política.

Aquellos señalamientos de Mora y del Río fueron cambiados por recomendaciones “en corto” a los servidores públicos que aceptaban participar en una especie de amasiato entre Iglesia y gobierno. En Puebla la aparición del controvertido arzobispo Octaviano Márquez y Toriz –impulsor del fortalecimiento de la reacción poblana y frustrado imitador de Juan de Palafox y Mendoza –, alteró y complicó los furtivos encuentros entre gobernantes y dignatarios eclesiásticos.

Don Octaviano nació el 22 de marzo de 1904 en Ocotlán, Tlaxcala. Sus padres le enseñaron las primeras letras y desde muy pequeño orientaron su vocación religiosa. Ingresó al seminario Palafoxiano el 22 de marzo de 1918 al cumplir catorce años de edad. El 10 de diciembre de 1921 se matriculó en el colegio Pío de Roma, donde fue alumno de distinguidos jesuitas. En ese plantel, en 1922, obtuvo el doctorado en filosofía y en 1928, el de geología. Se ordenó sacerdote el 31 de diciembre de 1926. Cuando regresó a Puebla fue maestro en el Seminario Palafoxiano, del que llegó a ser director espiritual. En febrero de 1939 el cabildo catedralicio lo nombró muy ilustre canónigo. Antes de ser arzobispo fue capellán de innumerables asociaciones piadosas. Dominaba, además del griego y el latín, el italiano, francés, español y portugués. Era sin duda un sacerdote culto.

Márquez y Toriz influenció la mente de muchos y bien acomodados jóvenes que fueron impactados por su fanatismo y anticomunismo a ultranza. Se convirtió así en maestro, guía e ídolo de aquella generación. Su atractiva personalidad arrastro a los hijos de la gente rica y su carisma le atrajo una gran cantidad de fans que hoy, ya crecidos, vemos colocados en envidiables posiciones empresariales o como gurús del sector privado nacional.

En los años de don Octaviano ocurrieron hechos muy comentados en la prensa nacional, sobre todo cuando de desagravios se trataba. Uno de ellos lo ocasionó Alejandro Jodorowsky, quien había tenido la ocurrencia de filmar una escena en el atrio de la Basílica. Fue el arzobispo el encargado de organizar una concurrida manifestación de protesta y desagravio. Pero lo que más popular lo hizo fue su anticomunismo que adquirió dimensiones de irracionalidad cuando organizó el Frente Universitario Anticomunista (FUA) para combatir ese “terrible mal” incluso hasta con las armas. El mismo estilo le impuso al Ejército Azul y a las células estudiantiles que se organizaron y fortalecieron en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP), institución nacida después del conflicto de la Universidad Autónoma de Puebla comentado en un capítulo posterior.

Alejandro C. Manjarrez