Capítulo 12
El conjuro del nagual
La superstición es a la religión lo que la astrología
es a la astronomía, la hija loca de una madre cuerda.
Voltaire
Mientras Mora y del Río dormía en una de las alcobas del convento tranquilizado por un brebaje de hierbas curativas, afuera esperaba la superiora acompañada con su equipo de trabajo. Discutían sobre lo que escucharon decir al arzobispo durante su periodo de crisis. “Es un conjuro”, aseguró una de ellas. “Fue la fiebre”, justificó otra. La jefa puso atención a cada una de las opiniones; conforme iba escuchándolas pensaba en lo qué tendría que decir para ayudar al jefe de la Iglesia.
— ¡Basta hermanas! —Dijo tajante una de las religiosas—. Su Eminencia se recuperará más rápido si lo ayudamos con nuestras oraciones; tenemos que ahuyentar al nagual que se le apareció. Recuerden que la fe nos permite destruir cualquier maldición incluso ésta, que es la presencia de Calles encarnado en un animal, el coyote que persiguió a nuestro Arzobispo...
La aseveración de la monja que sin haber hecho voto de silencio había pasado por muda, atrajo las miradas inquisidoras de sus sorprendidas compañeras, en especial de la madre principal
— ¡Alguien tiene que seguir al nagual hasta su guarida! —Insistió con el ánimo encendido—. ¡Para destruirlo hay que robarle la parte del cuerpo de la que se desprendió! Sólo tenemos que saber dónde se trasforma. Sin esas partes ya no podrá volver a su forma original. Morirá irremediablemente.
La superiora estaba extrañada por el comentario de la novicia de nombre Concepción, misma que desde su llegada al convento se comportó de manera extraña. Era aislada y nunca hablaba excepto cuando tenía que rezar. Si alguien le preguntaba algo, ella respondía moviendo la cabeza para afirmar o negar. Sonreía o levantaba los hombros cuando quería manifestar sus dudas, su indecisión. El estrabismo de nacimiento le impedía fijar la vista en los ojos de sus hermanas de orden. Unas le decían la muda y otras se referían a ella como la madre bizca. “Es afortunada porque ve doble la figura del Señor”, bromeaban las religiosas.
— ¡Son los ojos lo que debe robársele! —insistió enfática—. ¡Como ustedes yo también escuché cuando el padre hablaba de la mirada de Calles! ¡La que vio en el animal!
—Puede ser —dijo la rectora del Convento, una mujer condescendiente con su rebaño—. También es posible que la fiebre le haya producido esas visiones, en este caso la del presidente Calles que, como ustedes saben, es enemigo de los católicos. Pero dejemos a los brujos lo que nos propone la hermana Concepción —expuso en tono conciliador—. Ellos son los que dominan esas cosas raras que Dios comprende e incluso gracias a su infinita bondad perdona. Nosotras sólo tenemos que rezar para pedir al Señor que ayude al Arzobispo. El poder de la oración derrota cualquier hechizo o brujería, incluida la presencia del nagual que supone la hermana Concepción.
—Es que ésa sería la única forma de acabar para siempre con lo que usted llama hechizo, Madre; hay que combatir el conjuro —insistió la novicia con un tono de voz conciliador.
—No es nuestra misión, Hija —respondió la Superiora—. Así que roguemos a Dios para que nuestro guía espiritual se restablezca; para que el Señor ilumine a quienes defienden a la Iglesia; para que el presidente Plutarco Elías se libere de las malas influencias que anidan en su mente...
— ¡Los ojos, Madre, los ojos! ¡Allí está el mal! ¡Ellos reflejan los sentimientos del alma! —volvió a la carga la monja.
—Está bien, Hermana —concedió prudente la madre superiora—. A partir del rezo de la tarde de hoy tú te encargarás de pedir a Dios que desaparezca el nagual y que esos ojos pierdan el brillo de la maldad. No importa a quién pertenezcan. Incluso podría tratarse de la representación de alguno de los fantasmas que ronda en la mente de Calles —temporizó—, el que lo domina e induce a razonar de manera equívoca. O también podría ser una simple alucinación de nuestro Arzobispo que, como ya lo dije, fue provocada por la fiebre. De una u otra forma se trata de una intensa lucha de energías —la del señor Arzobispo y la de Calles—, mentes que se comunican cuando se da la coincidencia de que uno piensa lo que el otro hace o viceversa. No necesitan verse para mirarse. Los ojos del alma, sea ésta buena, mala o ciega, también ven. Por ello las visiones del padre José. La mente de Plutarco Elías Calles quizás sea más poderosa porque, me lo han dicho, ese hombre cuenta además con el apoyo del inframundo, de los espíritus que es otra de las variantes de la energía de la mente.
—Madre, perdone que insista —replicó la tozuda Concepción—, dígale Usted a alguno de los sacerdotes que busque a la persona adecuada para combatir el conjuro. Lo sé por experiencia propia: fui víctima de una brujería... Esto es mi déjà vu.
—Está bien, está bien —respondió comprensiva la madre superiora soslayando el término acuñado por el científico francés Émile Boirac. Aspiró profundo y a través de sus ojos dejó ver la luz de la jerarquía que después acompañó el tono de sus palabras—: Entiendo tu preocupación Conchita. Le pediré a nuestra hermana Caridad que te ayude a pensar qué hacer para poner en práctica lo que recomiendas. Como bien lo sabes llevamos en la sangre la herencia de nuestros antepasados, los mismos cuya existencia era aplastada por el poder de las deidades que entonces dominaban la vida espiritual de México. De eso habla Boirac a quien seguramente tú leíste. Pero vino la razón y Xólotl, Quetzalcóatl, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca fueron derrotados por la verdad de Jesús. Toma nota hermana Concepción: los mitos del perro, la víbora, el colibrí y las tinieblas ya no existen gracias a la palabra que nos trajo el hijo de Dios. E incluye en esas fantasías al nagual…
—Pero es que…
— ¡Vámonos Hermana! —espetó otra de las monjas al tiempo que jalaba a Concepción del brazo para retirarla de la vista de la superiora que había empezado a mostrar su molestia ante tanta insistencia de la novicia, una mujer víctima de lecturas e historias orales incluidas las leyendas que forman parte del pensamiento mágico.
Las dos novicias se retiraron: dejaron tras de sí el ruido de su ropaje interior. Ambas parecían flotar sobre el piso de cuarterones de barro cocido. Primero caminaron pausadas bajo la bóveda del convento y después apuraron el paso en cuanto dieron la vuelta por el pasillo que conducía a uno de los patios cuyas arcadas descansaban en las columnas de cantera gris. Fue el momento en que dejó de escucharse el sonido que produce el frote de los faldones de algodón almidonado. Pero en la mente del resto de las monjas ya había sido sembrado el temor al nagual inventado por Conchita, la madre bizca cuya virtud era la de ver “doble la figura del Señor”.