Puebla, el rostro olvidado (El cacique converso)

Réplica y Contrarréplica
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Puebla, el rostro olvidado

Grupos de Presión

Los empresarios

 

En la década de los treinta, los comerciantes organizados de Puebla afiliados a la CANACO, tuvieron más días de éxito que de fracaso. En marzo de 1933 consiguieron la revalorización de las impuestos municipales exagerados. Dos meses después impulsaron analizar las leyes fiscales vigentes a fin de encontrar fórmulas que los defendieran contra las cargas tributarias. Pero en noviembre del mismo año, ante la petición de desaparecer la Ley del Descanso Dominical, les cayó todo el peso de la crítica y la derrota. Lo mismo ocurrió con los industriales cuando, imitando a sus homólogos veracruzanos, intentaron reducir los salarios en un veinte por ciento. El tiro les salió por la culata, ya que una comisión especial integrada por tres representantes patronales, tres líderes obreros y tres peritos gubernamentales, no solo se opuso a la peregrina petición, sino que recomendó un incremento salarial del veinte por ciento.

En aquellos días la confrontación fue abierta y en ocasiones hasta violenta, como ocurrió en Atlixco donde diariamente asesinaban a obreros disidentes. También hubo logros: se sembró la semilla de la seguridad social al crear un seguro obrero financiado por el gobierno, por los industriales, y en una mínima parte por los beneficiados.

En los últimos meses del gobierno mijarista quedaron resueltos los emplazamientos de huelga. Los electricistas dirimieron sus problemas y lo mismo ocurrió con los obreros de la Teja y San José. Todos entraron en el proceso de conciliación, desde los peones de la hacienda de San Roque, en Tepeyahualco, hasta los empleados de gasolinerías, choferes y cobradores de los autobuses Alas de Oro y los trabajadores de molinos de trigo. Maximino Ávila Camacho fue ungido gobernador el 1 de febrero de 1937 y encontró una conveniente estabilidad laboral que le permitió extender sus tentáculos caciquiles por todo el territorio poblano.

Los empresarios comprobaron que las cosas iban a ser distintas con el nuevo gobernador. A los pocos días de asumir el cargo, Maximino Ávila Camacho los reunió para establecer las reglas del nuevo gobierno. Habían percibido los vientos que les deparaba el terrible Maximino cuando en su discurso de toma de posesión les dijo:

“Estos tiempos no son para dedicarse a las politiquerías insanas que carecen en lo absoluto de fundamentos, sino entregarse de lleno al trabajo que exigen nuestros propósitos reconstructivos”.

Es obvio que en aquella reunión sucedió algo importante, pues a partir de ella los empresarios dejaron de atacar al gobierno estatal. Y no dudo que a cambio de su sometimiento o prudencia, recibieron buenas y alentadoras promesas.

Para empezar, el nuevo mandatario demostró su simpatía por los patrones: la presidencia de la Junta de Conciliación y Arbitraje recayó en Salvador Crotte, y a los pocos días la Junta declaraba ilegal la huelga detallada un mes antes por la fábrica de cigarros Pinochet y Compañía, concediéndole a los trabajadores veinticuatro horas para volver al trabajo o de lo contrario su contrato sería rescindido.

El estilo duro, represivo y autoritario de Ávila Camacho, prometía el advenimiento de la tranquilidad social que esperaba el sector privado. La respuesta se notó de inmediato: cesaron los ataques a la política fiscal del gobierno del estado, y las baterías se orientaron contra las autoridades municipales, que además de aumentar casi al doble los impuestos y derechos  de licencias, pretendieron cobrar el llamado registro comercial, carga impositiva totalmente injustificada.

Como los comerciantes hicieran un escándalo que repercutió en el Congreso Local, donde exigieron el rechazo del proyecto fiscal, lesivo para los consumidores, la respuesta del gobierno se dio con una manifestación obrera: el 14 de marzo miles de trabajadores desfilaron durante tres horas por las principales calles del centro de la ciudad sin dejar de pasar frente al balcón principal del palacio de gobierno, desde el cual, imperturbable, el general Maximino Ávila Camacho observaba.

Las arengas y pancartas acusaban de la carestía a los acaparadores y comerciantes en general. Pedían la aplicación del artículo 33 Constitucional sobre extranjeros (léase españoles y criollos), especuladores y manipuladores de la necesidad de Puebla.

La intervención oficial se redujo a la creación de una junta Reguladora de Precios que sin solucionar el problema sí pudo distraer a la opinión pública. Pero mientras la burocracia establecía sus reglas y los funcionarios hacían gala de tortuguismo, el pueblo en las tiendas padecía la reetiquetación y consecuentemente el salario perdía poder adquisitivo.

El nuevo gobernador designó a su gente más confiable en los puestos claves. El 13 de noviembre nombró presidente de la Junta de Conciliación y Arbitraje a Gustavo Díaz Ordaz, antes juez de primera instancia de lo criminal en Tecamachalco. En 1938, la primera misión del nuevo funcionario laboral fue fijar el salario mínimo para Puebla, después del fracaso de la comisión encargada, de las elevadas pretensiones de los obreros y la tozudez de los patrones cuyos argumentos eran las repercusiones de los aumentos en los precios a los consumidores.

Durante el avilacamachismo pocos fueron los problemas entre gobierno y empresarios. Aquel que intentaba aprovecharse de cualquier circunstancia para subir precios y con ello obtener mayores utilidades, de inmediato recibía los embates de la crítica del pueblo. A Jesús Cienfuegos, dueño del teatro Guerrero se le acusó de ensuciar la ciudad con los cárteles que anunciaban las funciones de cine. Le argumentaron que la profusión de anuncios insultaba a la sociedad y visualmente contaminaba la ciudad. Las críticas alcanzaron a la empresa del cine Variedades, propiedad de la familia Espinoza Yglesias.

La calma chicha impuesta por Maximino Ávila Camacho mediatizó la combatividad de los sindicatos y los organismos patronales. Así lo quería el gobernador para no tener complicaciones que distrajeran el tiempo dedicado a la sucesión presidencial que ya estaba próxima. El gobernador poblano había sido designado presidente de la Comisión Permanente del Congreso de Gobernadores (en 1997 se le llamó sindicato y la vox populi designó a Manuel Bartlett el “líder nacional”). Su principal responsabilidad era asegurarse que sus colegas se abstuvieran de agitar el ambiente político para evitar obstáculos a la convocatoria respectiva. Y aunque Maximino aseguraba no aspirar a la presidencia de la República –según él, solo deseaba responder a la confianza del pueblo que lo había elegido–, su ánimo, entusiasmo y acciones siempre estuvieron dirigidos a suceder a su hermano Manuel.

Seguramente le molestó mucho la respuesta del sindicato de electricistas: la Compañía de Luz y Fuerza de Puebla fue emplazada a huelga por sus trabajadores el 29 de noviembre de 1938, arguyendo violaciones al contrato colectivo de trabajo por colocar a cuatro trabajadores libres en puestos cedidos al sindicato. El problema fue tan grave que a pesar de las elecciones para diputados locales del 29 de noviembre, el gobernador se traslado a la Ciudad de México para asistir a las pláticas de avenencia entre empresa y sindicato.

Mediante desplegados en la prensa nacional, los organismos empresariales culparon a los trabajadores de los consecuentes trastornos surgidos por los paros laborales.

Los sindicalistas respondieron acusando a esos organismos de radicalizar el conflicto, pues a pesar de su reconocimiento a las facultades del sindicato para defender a sus agremiados, habían rechazado el derecho de los trabajadores para exigir respeto a sus conquistas laborales, acusándolos de usar medios innobles.

La huelga se evitó gracias a que la empresa reconoció la violación del contrato colectivo de trabajo: reubicó a los trabajadores motivo del conflicto e indemnizó al sindicato por el acto reclamado.

Los primeros días de 1940 dieron a los empresarios un motivo de profunda preocupación, ya que el gobierno local estableció el nuevo impuesto del “súper provecho”. La carga fiscal obligaba a empresarios e inversionistas a entregar al fisco federal la cantidad excedente del 15 por ciento de sus ganancias, porcentaje entonces considerado como una buena y razonable utilidad para cualquier negocio.

La medida ganó el repudio de los empresarios; la consideraron perjudicial para las operaciones de la industria y del comercio, pero sobre todo para el consumidor, que a final de cuentas ha sido, desde siempre, el pagano de todos los incrementos y gravámenes a los insumos. En los últimos días de enero de 1940 los señores Montoto y compañía, Lauro Almaguer Álvaro, Pablo Struck y Juan García Pineda, se ampararon contra ese pago. Afirmaban que el impuesto era anticonstitucional porque entraba en vigor el mismo día del balance anual realizado por los patrones. También acusaron a las autoridades por actuar precipitadamente argumentando que si el decreto hubiera demorado un día más, los balances correspondientes a 1939 no sufrirían cambios, notándose sus efectos hasta fines de 1940. El impuesto –decían– afectaban a los grandes capitales y lesionaba a todos los negocios basados en créditos estables que en alguna medida impedían las quiebras. También aprovecharon el momento para señalar la falta de justicia y acusar al gobierno de todos los trastornos financieros que sufrieron los comerciantes debido a los gravosos inventos.

El amparo fue perdido por los empresarios. La mala noticia les fue dada por el juez de distrito, Juan Enrique Domínguez. Semanas después el agente del ministerio público federal, Ernesto F.  Basalobre y Noriega, solicitó el sobreseimiento del amparo basándose en que el impuesto del “super provecho” no tenía efectos inmediatos, y por lo tanto no existía el acto que reclamaban los empresarios.

Además del impuesto que afectaba a los comerciantes, el presupuesto de ingresos estatales de 1940 consideraba contribuciones de los empresarios pulqueros e industriales textileros. Sin embargo, no todo fue del desagrado de los comerciantes: a principios de febrero se enteraron con gusto de la reducción del 60 por ciento del impuesto del registro comercial, decretada por la Secretaría de Economía Nacional.

Las buenas relaciones del general Maximino Ávila Camacho con los principales empresarios se hicieron evidentes cuando el industrial Elías David Hanan lo invitó como padrino del bautizo de su hijo, a la fiesta acudieron los más destacados industriales libaneses, franceses y mexicanos como José David Hanan, Rafael Gali, Julian Hanan, Miguel Enrique Gali, Pablo Abraham, Teófilo Chedraui, Karim Alam, Juan Abad, Salim Hatuni, Alfonso Arroyo, Blas Cernicharo, José Chartuni, Pablo Levién, Santiago Abraham, José Jacobo, Elías Jacobo, Abdo Casab, Rodolfo Budid, Amilcar Bresso, Luis Huidobro, Tirso Chazaro, Antonio Amado, Antonio Arellano, Mario Villegas, Pedro Luis Salazar, Agustín Casas, Amado Pablo, Juan Treviño, Carlos Urdanivia, Adolfo Lagos González, Pedro y Antonio Domit, Alfonso Ortiz, Raymundo Ruiz, Julian Charansonete,  Mario García Mata, Fernando Narcio, Alfonso y Rafael Arroyo, Eduardo Ganime, J.Óscar Zubiran, Antonio Bravo, Amado Alarcón, Manuel Muñoz, Ramon Sierra Jr, Francisco Lagos Morín, Amado Henaine, Alfredo Trad, Enrique Costes, Jorge Casab, Rachid Daddue, Manuel Machorro y Yaryura David Acif.

Después se llevó a cabo la confirmación del niño Maximino Ávila Richardi, hijo del gobernador, celebrada en la misma ceremonia donde hicieron la primera comunión tres de los hijos del industrial Miguel E. Abed. Algo había cambiado en el interior de aquel Maximino perseguidor de cristeros entre 1926 y 1929.

A mediados de marzo los textileros poblanos esperaban el resultado obtenido por la Compañía Industrial de Orizaba, SA (CIDOSA), amparada contra las tarifas recientemente aprobadas por ellos en la convención textil. La intención era seguir el ejemplo y solicitar un amparo contra las tarifas de sueldos vigentes antes de la mencionada convención. A fines de ese mes y para presionar a las autoridades amenazaron con cerrar la mayoría de las fábricas pretextando la falta de combustibles. De inmediato recibieron una respuesta tajante al ser desmentido por el agente de la Secretaría de Economía Nacional, quien les comprobó la oportuna dotación de petróleo. La tranquilidad retornó a  los hogares obreros el 28 de marzo cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación negó el amparo a CIDOSA.

Uno de los conflictos más importantes fue planteado a fines de mayo por los trabajadores electricistas de Puebla. Exigían, además de un incremento salarial del 80 por ciento, la notificación del nuevo contrato colectivo de trabajo.

De inmediato respondieron las cámaras patronales del estado con alarma por la posibilidad de la huelga. El día 22 solicitaron la intervención del presidente Lázaro Cárdenas, del gobernador del estado y del jefe del Departamento Federal del Trabajo.  Querían evitar un paro que en esos momentos de crisis económica propiciara una situación grave.

El presidente Cárdenas les contestó lacónicamente a través de su secretario particular, diciéndoles que su solicitud se había turnado a la Secretaría de Economía Nacional y al Departamento del Trabajo para los efectos procedentes. El general Maximino Ávila Camacho, más explícito les informó su interés por intervenir en todo lo posible y evitar la huelga de los electricistas. Por su parte, el jefe del Departamento del Trabajo, Agustín Arroyo, aseguró que la dependencia a su cargo trabajaba sin descanso con la intención de lograr la avenencia entre empresa y trabajadores.

La huelga electricista estaba programada para estallar el 31 de mayo. Ese día el sindicato acusó de intransigencia a la empresa. Esta respondió acusando de intransigentes a los trabajadores responsabilizándolos de las molestias y daños que la huelga causaría a la sociedad.

Debido a la intervención de las autoridades federales, la huelga se prorrogó hasta el 11 de junio para dar tiempo a las discusiones, principalmente a las relacionadas con el aumento salarial. Pero sin tomar en cuenta las posibilidades de arreglo, la amenaza de huelga continuó latente debido a la tozudez de las partes.

El gobierno federal intervino y propuso otra prórroga de noventa días más para analizar las posibilidades económicas de la empresa. La recomendación fue rechazada por los obreros que reafirmaron sus intenciones de suspender labores el 11 de junio de 1940.

Finalmente, un día antes del programado paro, se supo que la huelga no estallaría porque ambas partes habían cedido en sus respectivas posiciones.

Alejandro C. Manjarrez

Nota: Alejandro fue un periodista muy crítico del poder y de la corrupción y por ello fue víctima de persecución y agresiones de los señalados en sus libros y columnas.

En la presentación de su libro Crónicas sin censura escribió:

Respetado lector, el empeño por encontrar la verdad me obligó a escudriñar el ambiente periodístico. Conocí métodos y estrategias de varios colegas. Y de alguna manera –aunque accidental– formé parte del grupo sentenciado a la muerte civil por el gobierno, precisamente cuando siendo presidente de la República, Miguel de la Madrid decidió que sólo diez diarios nacionales obtuvieran publicidad oficial. Como el lector entenderá, ello nos dejó sin tribuna, o sea sin trabajo, a quienes escribíamos en los medios informativos que no entraron en la lista, entre ellos, la revista “Impacto” y el periódico “Rotativo”.

Esa visceral persecución concebida y auspiciada por De la Madrid –quien con su intransigente actitud mostró la repulsión que sentía por los periodistas –me acercó a los directores de Impacto y Rotativo (en el semanario hacía entrevistas y en el diario la columna “Entorno Político”). De los propios protagonistas supe que Mario Sojo Acosta fue injustamente presionado y perseguido, simplemente porque no quiso dar un brusco viraje de 180 grados que le exigía Mauro Jiménez Lazcano, encargado de la imagen presidencial. Y que don Luis Cantón Márquez resultó víctima de la estrategia del gobierno, en cuyas entrañas la tecnocracia encontró un hábitat ideal para reproducirse.