El poder de la sotana (El poder del sexo)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 15

El poder del sexo

 

Para las mulas del jaral

los caballos de allá mesmo.

Dicho popular

 

Pedro y Mario cumplieron las órdenes de Álvarez. Luis N. Morones, secretario de Industria, Comercio y Trabajo, y Emilio Portes Gil, gobernador de Tamaulipas, llegaron puntuales al Castillo de Chapultepec. Los acompañaba la bruma tempranera, rúbrica de las torrenciales lluvias nocturnas.

            —Gobernador, Secretario, acompáñenme por favor —les dijo Álvarez—. El Señor Presidente los recibirá en el comedor.

En el trayecto el jefe del Estado Mayor Presidencial puso al tanto a Morones y a Portes Gil. Explicó a grandes rasgos el motivo de la reunión: la estrategia del embajador Sheffield y socios. “Tienen la intención de impedir que se reglamente el artículo 27 —les dijo mientras caminaban—; para lograrlo han decidido llegar hasta la invasión. Como habrán percibido tendremos mucho trabajo.”

La curiosidad llegó a su clímax durante el recorrido por los pasillos que alguna vez pisaron Carlota y su malogrado consorte Maximiliano. Querían preguntar al general Álvarez lo que diría el jefe máximo de las instituciones nacionales, empero no lo hicieron para evitar el reclamo silencioso del discreto jefe del Estado Mayor. Así llegaron a la terraza donde Calles los esperaba. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, cual soldados, tanto Luis como Emilio dijeron al mismo tiempo:

— ¡Señor Presidente!

—Buenos días Emilio, Luis. Vengan. Siéntense. Muchacho —ordenó Calles al mesero que los observaba igual que los perros miran a su amo—, sirve el café a los señores y acércales la charola de pan de dulce; el café para animarlos y los biscochos para que su estómago asimile la noticia que les adelantó Álvarez. ¿Qué les parece la intención de los norteamericanos? —preguntó Plutarco mostrándose entusiasmado con si jugara un juego de salón.

— ¡Del carajo, Señor Presidente! —espetó Morones mientras intentaba sentarse en el, para su voluminoso trasero, pequeño espacio del sillón colonial inglés. Omitió preguntar cómo se había enterado Calles de lo que sin duda era un complot muy bien armado. Resistió la curiosidad. Hasta ese momento ninguno imaginaba que el espía que informó los pormenores del plan era una mujer que se disfrazó de mucama para introducirse a la Embajada.

            —Desalentadoras y de alguna manera ya las esperábamos señor Presidente —secundó Portes Gil atento a que Calles le ordenara sentarse a pesar de que el mesero le había colocado la taza de café en su lugar. E igual que Morones, se quedó con las ganas de saber la fuente de la información que había puesto en estado de alerta al gobierno mexicano.

            —Así es amigos —condescendió el primer mandatario—. Pero tome asiento Gobernador. Espero que no tenga almorranas; Usted si cabe —dijo riéndose con el desparpajo que le ayudó a vencer los obstáculos que se le atravesaron en la lucha por poder político—. Les aseguro —agregó dirigiéndose al grupo— que sorprenderemos al embajador Sheffield y de paso al secretario de Estado Kellogg. El general Álvarez y ustedes dos se coordinarán para que demos a esa gente una sopa de su propio chocolate. El país está en peligro, señores. Y vamos a defenderlo ¡con todo! —dijo dándole énfasis a las dos últimas palabras.

            En vez de la canasta de pan dulce llegaron los platillos con carne asada. El ambiente se saturó de aromas diversos. Fue el olor a chorizo sonorense prevaleció sobre las demás fragancias culinarias. La guarnición de frijoles meneados completaba el suculento platillo. En el centro de la mesa el mesero había dejado la capirotada también estilo sonorense, dulce elaborado con pan, plátano, miel y piloncillo, mezcolanza que solía hacer las veces de postre; una bomba del colesterol malo que años después descubrió la ciencia médica.

            Las apasionadas opiniones calentaron el ambiente que empezó tan gélido como los vientos invernales que calan los huesos. En pocos minutos la confianza y entusiasmo del hombre que se arrogó los triunfos de la Revolución Mexicana, cambió el ánimo de sus invitados. Lo majestuoso del alcázar de Chapultepec enmarcaba la bien estudiada bonhomía de Calles.

Finalizó la reunión con una respuesta de solidaridad al gobierno callista. Morones y Portes Gil se comprometieron a poner todo de su parte si fuese necesario “reventar la peregrina estrategia de los petroleros gringos”, cuya solvencia financiera —agregó Plutarco— “les ha permitido tergiversar la política de su gobierno para, tal vez sin proponérselo, demostrarnos que el poder del dinero cambia el destino de las sociedades, la mayoría de las veces para mal”.

            El Presidente explicó el procedimiento a seguir. Lo hizo con inflexiones de voz que convertían sus frases en órdenes tajantes. Para ello entreveró el tono amable que tanto confundía a enemigos y rivales. De repente se quedó callado para escudriñar en cada uno de los rostros del grupo: observó la cara morena y ruda de Portes Gil, las facciones toscas de Morones y el porte europeo de Álvarez (“parece un militar austriaco”, masculló sonriente). Una vez que “pasó revista” a las expresiones faciales de sus colaboradores, hizo un segundo repaso como si quisiera encontrar algún mensaje cifrado. Sus colaboradores lo miraban expectantes preparándose para la sorpresa que acostumbraba soltar el mandatario como colofón de sus reuniones con los miembros del gabinete. Pausado y amigable, Calles decidió dar solemnidad a sus palabras y dijo:

            —Morones se encargará de obtener las claves útiles para descifrar los documentos de la embajada. El general Álvarez propone que uno o dos de sus oficiales se relacionen con el personal femenino cercano al Embajador. Estoy de acuerdo. Portes Gil deberá vigilar los movimientos de la flota estadunidense; cuando se acerquen los barcos extranjeros a nuestras costas y usted Gobernador confirme que se trata de la invasión anunciada —dijo dirigiéndose al mandatario de Tamaulipas—, de inmediato se pondrá en contacto con el comandante en jefe del Ejército. Tiene instrucciones de obedecerlo sin chistar. Si es necesario prenda fuego a todos los pozos petroleros de la región. Espero… confío en que no lleguemos a dar este grave paso. Si acaso ocurre sobra decir que peligraría la tranquilidad y el futuro de la nación.

El presidente repitió su ejercicio de observación: recorrió los rostros de sus subordinados. Éstos a su vez lo miraron atentos y expectantes como si esperaran alguna instrucción. Segundos más tarde Calles rompió el para él momentáneo silencio, mutismo que para su equipo fue una mudez larga y preocupante.

—El éxito —sentenció Calles—, depende de la eficacia con que ustedes hagan su trabajo. Espero haber sido claro —dijo enérgico.

Volvió a valerse de su breve pero significativa mudez para recorrer con la vista las caras de sus subordinados. Quería descubrir algún gesto que revelara desde una posible traición hasta un titubeo que pusieran en riesgo su plan. Como la pesquisa no le dio resultado cerro la reunión:

—Que les vaya bien, señores. Recuerden: cuantas veces sea necesario comuníquense conmigo. Álvarez les dirá la forma de hacerlo. Así que pónganse de acuerdo con él. —Sin mediar protocolo el presidente se retiró. Lo único que dejó tras de sí fue su seco dictamen: “Espero buenas noticias”.

Ya sin la presión que representaba la presencia de Calles, cada uno planteó al resto lo que sería su trabajo y las acciones que emprenderían para cumplirlo. En principio acordaron sincronizar sus actividades a fin de establecer contacto permanente sin alterar sus respectivas obligaciones. “Deben ser prudentes; que nadie se entere de nuestros planes —previno Álvarez—. En unos días habrá una recepción en la embajada de Estados Unidos —agregó—. El Presidente quiere que usted Luis asista como su representante personal. Yo también estaré allí en mi condición de jefe del Estado Mayor Presidencial. —Álvarez pensó en la forma de garantizar la presencia de Morones y dijo—: Secretario, allí nos encontraremos. Si tengo éxito con mis infiltrados se lo diré e incluso hasta podría señalárselos siempre y cuando no ponga en riesgo sus identidades.

— Estaré atento General. Es obvio que lo sabe el Presidente ¿verdad? —preguntó Morones.

—Sí Luis. Mi jefe está enterado —respondió Álvarez y enseguida agregó—: Debemos ser muy cuidadosos. También me acompañará uno de mis hombres, el más apto para lo que planeamos. Como lo ha ordenado el señor Presidente, el gobernador Portes Gil regresará a Tamaulipas. Y si las circunstancias así lo exigen —añadió dirigiéndose a Emilio— a Usted lo buscará el personal de la zona militar para que con su estructura coordine las acciones que le delegó don Plutarco.

Una vez acordados los pormenores, Álvarez instruyó a su asistente para que el secretario y el gobernador fueran escoltados hasta la puerta del Castillo. —Estoy a sus órdenes —les dijo a manera de despedida.

Alejandro C. Manjarrez