Capítulo 19
Encuentro con el amor
La diferencia entre el pasado, el presente y
el futuro, es sólo una ilusión persistente
Albert Einstein
Después de quitarse la chaqueta, Pedro del Campo se acomodó en la poltrona que había en su despacho. El mueble donde cayó su cuerpo era herencia de alguno de los viejos revolucionarios que pasaron por aquella oficina. Desató el listón que protegía el legajo. Leyó la introducción de lo que parecía una historia, pasajes que habrían de llevarlo al sorprendente relato que desde el inicio lo atrajo como si cada una de las frases tuviera códigos que le mostrarían imágenes de su vida por venir, existencia que aún no conocía por tratarse del futuro. Y menos la sospechaba:
A petición expresa de Su Excelencia, el señor doctor Joel Robert Poinsett, procedo a escribir sus vivencias en Puebla, historia en la que, con la venia del autor, he utilizado la prosa que se acostumbra en este tipo de crónicas. Su título, “El encuentro con el amor”, fue lo único que no le consulté debido a que nunca más volví a platicar con quien fue el primer embajador de Estados Unidos en México y relator de sus propias experiencias.
Ignoro cuándo, a quién o a quiénes les llegue este relato que, como suele ocurrir con los hechos personales, sean estos de quienes fueren, difícilmente pasarán a formar parte de las referencias históricas. Dejo, pues, que los vientos del destino lleven las siguientes páginas al scriptorium del gambusino de las letras o, si me persigue la mala suerte, al basurero donde la realidad se convierte en mito.
Puebla, 1825
Román Romano
Escucha y escribiente
Alto el tipo. También delgado. Su piel mostraba el origen de las profundas marcas que le cruzaban el rostro de tez blanca. La transparencia de sus ojos contrastaba con el carácter duro y decidido que lo había hecho un eficaz negociador del gobierno estadunidense en Rusia, Francia y América del Sur. El gringo —como lo motearon sus espléndidos anfitriones— llegó a Puebla en lo que supuestamente era una misión secreta, cometido que se conoció horas después de haber pisado el puerto de Veracruz. Él mismo quiso difundir su propia indiscreción. E igual como hizo Hernán Cortés para vencer al imperio de Moctezuma, el gringo necesitaba decir cosas que impactaran al poder político, el asentado en la ciudad de México. Así le sería más fácil obtener los datos y la información económica, militar y política que requería su gobierno.
Aquellas tramposas indiscreciones propiciaron que en la ciudad de México se escucharan los rumores poblanos como si fuese el ruido del agua que se abre paso entre las márgenes de un cauce seco. “Es un emisario especial de míster Monroe, el presidente de Estados Unidos —decían con tono de infidencia los chismosos contratados ex profeso para ‘correr la voz’—. Viene a reconocer el terreno. Además aprovechará el viaje para entrevistarse con Santa Anna. Quiere saber si es cierto lo que Humboldt escribió sobre México. Trae consigo un revelador libro; se llama Ensayo político sobre la Nueva España”.
Los chismes encontraron eco en la recepción preparada por los afamados anfitriones de la levítica Puebla. El cuchicheo acompañaba a las miradas que se centraron en la garbosa figura de Joel Roberts Poinsett. Todos deseaban conocerlo. Era el “importante extranjero” recién llegado a Puebla. Empero, éste eludió el asedio valiéndose de su habilidad diplomática para sortear desde los acercamientos incómodos hasta los irritantes piropos. No respondió ninguna de las preguntas comprometedoras. Con el halo de misterio propio de los masones de alto grado, como él lo fue, rechazó sin ofender el tradicional Te Deum que acostumbra la sociedad poblana, mis paisanos, grupos deseosos de congraciarse con los visitantes “distinguidos” a pesar de que éstos fuesen o pudieran ser traidores o enemigos de México. Poinsett lo hizo sin valerse de su, a veces, molesto u ofensivo estilo anglosajón.
Al recibir el mismo trato que los habitantes de la clerical sociedad daban a los dignatarios de la Iglesia católica, mi amigo, que lo fue temporal, confirmó lo que le había anticipado el general Antonio López de Santa Anna: “Los poblanos adoran el poder venga éste de donde viniere”.
Justas verbales
La retórica rebuscada fue la segunda impresión que lo cautivó después, claro, de la decoración de la Capilla del Rosario. “Estos cofrades están empeñados —me dijo Poinsset— en sacar a relucir su bagaje de lisonjas plagadas de barroquismo”. Pero gracias a su capacidad intelectual —debo reconocérsela para no cometer el error de la omisión— el tipo disfrutó intensamente las sátiras. “Es el estilo casi cervantino —me confió soltando sus sonoras carcajadas— porque hiere a sus destinatarios como si fuesen cilicios hechos con ramos de rosas”.
—Como seguramente sabe, señor Poinssett —comentó el más enjuto y pálido de los anfitriones—, Puebla tiene ya 50 mil habitantes. Después de la capital, somos la ciudad más importante de la República, Su Excelencia…
“Ese pobre hombre parecía estar muerto sin que él lo supiera”, me dijo Poinsett festejando su ocurrencia. Bueno, sigo con el relato.
—Ah, pero también tenemos privilegios —secundó el regordete comerciante y acaparador de granos—: nuestro Arzobispo es el religioso más respetado por la grey católica mexicana, debido a sus profundas convicciones espirituales y a la deferencia que le prodiga Su Santidad, el Santo Padre de Roma, León XII...
Poinsett nunca dejó la ironía y dijo festivo: “ese acaparador se comió la mitad de lo que vende”. Luego prosiguió con las conversaciones que guardaba en su prodigiosa memoria:
—Además contamos con grandes industrias que procesan el algodón para producir telas, manta —agregó el banquero de la ciudad, por cierto uno de los explotadores con licencia. (Esto último lo digo yo).
—Somos, señor ministro, los que fabricamos loza de la más alta calidad en México —presumió un hombre albino, propietario de las alfarerías de la región—, tan bella o mejor que la Talavera de la Reina elaborada en la Madre Patria...
“Ay Román, cuánta soberbia y pedantería tuve que soportar”, acotó el Míster. Después me confesó que los oía sin escucharlos; que estaba aburrido y molesto por los excesos de presunción. De ahí que fijara la vista en las flores de Nochebuena que adornaban uno de los rincones del amplio salón que tenía un enorme comedor tallado con el arte barroco indígena. “Ése sí que es un milagro de la naturaleza —espetó entusiasta mostrándome en sus ojos el brillo y las luces de su amor a la naturaleza—: la belleza de esas flores, Román, está en la sencillez del follaje rojo que emerge de un centro parecido al sol. Pero yo qué hacía ahí —recapacitó. Y siguió platicándome sus vivencias:
“Decidí abandonar la reunión, muchacho, después de agradecer la velada. Quería retirarme a descansar porque me sentía exhausto por el viaje y lo aburrido de las conversaciones que durante varias horas tuve que escuchar en el inglés extraño que usaron mis anfitriones. Además necesitaba escribir las primeras notas sobre las costumbres y posición política de algunas de las familias más influyentes de México. Me urgía hacerlo para no perder detalle. ¿Te puedes explicar cómo es posible que haya tanta pobreza junto a las elegantes, amplias y cómodas casas de piedra? La lógica escapó a mi raciocinio. Perdón, me desvié —rectificó bajando sus ojos en lo que, supuse, era su protesta silenciosa—. Román —me dijo con una seriedad que me preocupó—: mientras me despedía de los anfitriones pude observar cada una de las pálidas y sonrientes caras que unidas formaban la corte provinciana más ridícula que he conocido.”
Poinsett mostraba en su rostro la expresión que produce el hablar demasiado sobre los temas que se acostumbran guardar en el cajón secreto de la discreción. Bufó varias veces hasta que se animó a seguir con sus confidencias.
“A punto de caer la noche —agregó mi amigo— me dirigí a quienes se habían ofrecido a acompañarme. No me lo tomen a mal, les dije en tono de súplica. Sólo les pido que me indiquen por dónde debo caminar para conocer un poco más de esta señorial y hermosa fortaleza. Pero antes de que me retire quiero preguntarles algo, dije señalando las flores de Nochebuena: ¿alguno de ustedes sabe a quién debo buscar para comprar algunos ejemplares de esa hermosa flor? A nadie, señor, las que usted quiera ya son suyas —se adelantó a responderme Arango, el que parecía más culto y también el más conservador del grupo.”
El Embajador (porque lo era cuando me participó aquella parte de su vida) se comportó como un verdadero diplomático. Esto lo deduzco de sus conversaciones que enseguida transcribo:
—Gracias don Alejandro —dijo que había dicho—, pero me gustaría pagar por ellas. Es lo justo. Quiero llevarlas a Estados Unidos con la intención de reproducirlas…
—Está bien. Si usted quiere pagar cada maceta le cuesta un centavo…
— ¿Tan caras? —respondió Poinsett en tono de burla. Y enseguida aclaró que su pregunta era una broma muy seria—: Le agradezco su bonhomía, señor Arango. Le firmaré un vale por ese centavo, documento que podrá cambiar en la sede diplomática que próximamente instalará mi gobierno en este país, embajada que espero representar…
Todos festejaron las ocurrencias del visitante. Los anfitriones insistieron en acompañarlo. Pero él volvió a mostrar su autoritarismo para, con el acento masónico que le distinguía —y vaya que era contundente— decirles que prefería caminar sin compañía por las bien trazadas calles de Puebla. Antes de que me desvíe y distraiga al lector con mis insulsas observaciones, sigo con el relato de mi amigo don Joel:
—La meditación, señores, se debe hacer sin compañía. Además necesito aspirar el aire perfumado de esta hermosa ciudad que según veo está custodiada por guardianes leales e insobornables. Me refiero a las torres de Catedral, a las columnas y a las cúpulas de las otras iglesias, arquitectura que muestra el lugar donde la oración tiende a purificar el alma.
Aplastados por las palabras y la actitud de mi amigo —así me lo dijo él—, sin haberse puesto de acuerdo, los anfitriones decidieron dejarlo solo. Poinsett pudo entonces escapar de aquella casa. Una vez que comprobó que nadie lo oiría repitió con voz estentórea las palabras que había dicho el día que pisó las losas de piedra de la ciudad: “¡Cuánta abundancia de lacra y cuánto exceso de pobreza! Fue —me confió apesadumbrado— como la exhalación que expulsa aquello que no corresponde al organismo”.
Por la forma de enfatizar sus palabras me di cuenta que una vez en la calle Poinsett disfrutó del aroma de la humedad y las caricias del viento que presagiaba lluvia.
“Nadie te va a creer lo que escribas Román —dijo entusiasta—, pero hazlo para que quede constancia que frente a esas enormes y admirables casas de piedra, se apostaban decenas de seres escuálidos y harapientos enseñando sus deformidades como si quisieran despertar nuestra compasión. Humboldt estaba en lo justo, amigo: los hombres de este país trabajan lo precisamente indispensable para poder vivir y pasársela de manos a boca. He podido confirmar —sentenció observándome con la compasión con que miraba a los mexicanos— que en este lugar hay hombres decididos a subsistir de la caridad pública. Lo extraño y curioso es que a la gente rica le guste y se sienta satisfecha con dar limosnas. Quizás esperan que su bondad les gane las indulgencias que allanen su camino al cielo. No cabe duda Román: en México la paradoja forma parte de lo cotidiano.”
Ahora dejaré que el relato de Poinsett —historia que he tratado de matizar con mi modesta pluma— fluya quitándole en lo posible las impertinencias de mis interrupciones pretenciosamente aclaratorias. Así que omito la “primera persona” y pido la paciencia del lector que algún día podría toparse con estas líneas pergeñadas con mi admiración para quien —según él me lo confió— en una noche tomentosa se perdió entre las luces que produjo la energía de una mujer, la misma que en medio de esa terrible borrasca decidió compartirle el vivificante calor de sus entrañas.
Encuentro con la belleza
Las primeras sombras del crepúsculo permitieron a Poinsett observar el ritual vespertino del farolero. Lo miró sorprendido como si ignorara que el aguarrás servía de combustible para las farolas que en Puebla alumbraban las calles desde 1723. “Después de todo —musitó irónico—, estoy en una ciudad iluminada”. Observó con la curiosidad de cualquier turista culto la perspectiva que habían formado las luminarias que —dijo entonces— “parecen marcar el destino de las bien trazadas avenidas”. Su deducción le indujo a rememorar lo que había comentado uno de sus anfitriones: “Los ángeles usaron el cordel para trazar la ciudad”, festejó en silencio su ocurrencia pero ya no pudo pronunciar otro de sus sarcasmos porque le distrajo el tenue brillo del farol, claridad que caía sobre la figura de cierta mujer cuyo pelo castaño captaba la brevedad de aquella luz casi ficticia. “¿¡Qué es eso!? ¡Qué cabellera tan hermosa! —exclamó admirándola— ¡Qué mujer tan espléndida, Dios!”. Quedó ensimismado al ver cómo los destellos de la lámpara se desparramaban sobre el cuerpo de aquel ser extraño, fulgor que acariciaba el delgado talle de lo que parecía una visión celestial. La libido se le alteró cuando gracias a un relámpago cómplice vio cómo el cuerpo de la dama parecía absorber el delgado vestido de seda. La quedó viendo como si estuviera hipnotizado. Ignoraba el código para descifrar lo que parecía un enigma, una ilusión surgida de la nada. Llegó a creer que se trataba de alguna de las fantasías que solía provocar el exceso de oporto, o de la materialización de cualquiera de sus sueños perdidos entre las frecuentes pesadillas que lo perseguían (esto dijo, en serio). Antes de poder dilucidarlo, los relámpagos y el viento que empujaba las nubes de lluvia le permitieron ver en detalle el cuerpo de aquella mujer. También le llevó el extraño y excitante aroma femenino mezclado con olor a flores y hierbas del campo. La sensación que recorría sus venas le indujo a aproximársele, pero ella, al notar sus intenciones, apuró el paso dirigiéndose hacia la parte más oscura de la ciudad. Justo en ese momento empezó a llover como si el cielo quisiera ahogar los rumores y humores de la ciudad. Entonces Poinsett apuró el paso con la intención de alcanzarla. Llegó a la calle que cual afluente conducía el agua de las lluvias hacia el río San Francisco. “¡Mujer! ¡Deténgase por favor!” Una y otra vez la llamó con la esperanza de que al escucharlo se pararía antes de cruzar el puente del barrio del Alto. No tuvo éxito, empero, persistió en seguirla guiado por la intuición y, a veces, por el aroma y las sombras de quien parecía un fantasma. Hizo otro intento para alcanzarla pero ella seguía alejándose. Finalmente la mujer se perdió entre los muros de una enorme casa que, no obstante ser distinta a las que antes había ponderado, no era menos majestuosa. Joel corrió dirigiéndose a la puerta por donde la mujer entró. Al llegar creyó estar soñando; se sintió extraño. Con esa sensación traspasó la penumbra que formaban las gruesas arcadas de piedra. Oteó los corredores y encontró un tenue y parpadeante reflejo. Fijó la vista en las flamas que proyectaban extrañas sombras sobre la pared. Se acercó a la veladora que en vano intentaba iluminar la enorme habitación. Percibió el movimiento de la puerta del fondo. Iba a apresurarse para impedir que ésta se cerrara cuando el sonido de la voz cascada de un anciano le hizo sentir como si se hubiese estrellado contra un grueso muro de piedra:
— ¡A quién busca! —dijo en perfecto inglés el viejo cuya figura parecía envuelta en la oscuridad de la enorme habitación.
Joel decidió actuar con cautela. Antes de contestar se disculpó del atrevimiento. El brillo de los ojos del anciano captó su mirada. No pudo ver el resto del cuerpo que supuso enfermo. Lo único que se le ocurrió decir fue que estaba gratamente sorprendido por su perfecta pronunciación del idioma de Shakespeare. Después trató de explicar la razón de su presencia en esa casa, así como de dónde venía. El hombre mayor lo escuchó paciente mientras escudriñaba su vestimenta medio oculta por la capa empapada: parecía interesado en encontrar alguna señal o símbolo que identificara el origen o la nacionalidad del inoportuno visitante. Pasaron varios segundos. El silencio invadió la habitación. Cuando Poinsett se disponía a hablar para tratar de controlar la situación, la voz del centenario se le anticipó:
—Usted también la vio, ¿verdad?
—Así es, caballero —respondió Joel.
Hubo otro silencio. En ese instante se le ocurrió al estadunidense que el dinero podría servirle para convencerlo: se llevó la mano a la bolsa e hizo sonar las monedas de oro.
—Me daré por bien servido si me dice dónde puedo verla —propuso—. Creo que la conozco.
El anciano siguió sin hablar. Poinsett percibió en sus ojos la sorpresa que provocan las palabras cuando éstas esconden alguna deshonestidad. Iba a disculparse pero el hombre añoso le reviró en tono de reclamo:
—No es el primero que se siente atraído por ella, ni el último que querrá usar su dinero para buscar un milagro.
—Perdone si lo ofendí con mi desesperación —se disculpó Joel olvidándose de su autosuficiencia sajona—. Le ruego me diga quién es, cómo se llama, qué debo hacer para verla. Eso es lo que me importa.
—Su nombre es Imelda…
— ¿Podré hablar con ella? —insistió el gringo.
—Siéntese y cálmese —respondió el anciano—. Le contaré la historia. Y si después de escucharme insiste...
—Estoy listo —adelantó Poinsett.
A estas alturas de las confidencias, el pobre enamorado me comentó que el hombre podría tener cien o más años. Yo creo que exageraba porque por más que sumo y resto no me salen las cuentas. En fin, lo importante es que daba pena ver a Poinsett agobiado por la remembranza de la mujer que, ahora estoy seguro, fue su amor imposible, su fantasía.
El anciano, que hablaba un inglés correcto, mencionó haber vivido en Londres durante tres lustros; dijo que allá había conocido a la mujer que después sería su esposa. Quizá por la edad o tal vez por su educación, el encuentro se desarrolló de manera amistosa hasta el impasse originado por el ruido de la intensa lluvia. El chubasco mató el sonido de las palabras.
—Parece como si el cielo convertido en mar acabara de agrietarse —gritó el hombre mayor. Después retomó el tono de voz para continuar con su monólogo: —Hace años me casé con ella —lamentó con voz triste—. Era casi una niña. Ya sabe Usted, las costumbres de los pueblos agobiados por la pobreza. Nos trasladamos a Puebla porque mi padre, emparentado con la familia de doña Micaela Pérez de Aguayo, me encargó la custodia de esta enorme casa. Aquí fuimos muy felices hasta que un día como hoy ocurrió la desgracia: la lluvia produjo una gran avenida y los daños fueron incalculables. Antes de aquel cordonazo, mi esposa había ido al río para rescatar a Mefisto, nuestro caballo favorito que pastaba cerca de la ribera. Supongo que la sorprendió el torrente de agua que inundó la ciudad porque nunca más volví a verla, ni a ella ni al caballo. Lo único que encontré fue su vestido de seda intacto. Estaba limpio a pesar de que alguien lo puso sobre el lodo que había dejado aquella terrible inundación.
—Lo lamento señor, pero no me ha contestado mi pregunta —protestó Poinsett sin alterar su obligada amabilidad—. Yo no busco a un cadáver, busco a la mujer que acaba de entrar...
—Es a quien me referí, señor Poinsett. Se llamaba Imelda —aclaró el anfitrión casual en un tono patriarcal y con un trazo de sonrisa en el rostro.
—La mujer que busco ya no... ¿¡Cómo supo mi nombre!? —preguntó Joel alterado.
—En efecto señor —respondió el añoso hombre sin perder la parsimonia obligada por lo avanzado de la edad—. Es la misma. Cada año vuelve. Y siempre hay alguien que como usted la encuentra y viene a esta casa a buscarla. ¿El nombre de usted…? Lo escuché y créame que no recuerdo dónde ni cuándo.
En ese momento el gringo sintió un intenso escalofrío. Comprendió que su encuentro tenía algo de sobrenatural. Empero, a pesar de ello, su mente seguía ordenándole: “¡Insiste! ¡Encuéntrala! ¡Ella existe!”. Pero él prefirió no mostrar su interés y despedirse del avejentado individuo. “Adiós, amigo”, le dijo y dio la media vuelta para adentrarse a la intensa lluvia con la esperanza de volver a encontrarse con Imelda debajo de aquel aluvión.
Las aguas del río habían inundado la ciudad. Poinsett ya no pudo regresar a la morada que le prepararon los poblanos. Así que pidió posada en la primera casa que encontró, petición que no sólo le fue aceptada sino que sus nuevos anfitriones, el matrimonio Salmerón, se desvivieron por atenderlo como si fuese un príncipe. Cansado y con la ropa mojada dijo a sus nuevos amigos que le permitieran dormir ya que al día siguiente le iban a faltar horas para cumplir sus compromisos, además de recuperar el vigor que exigía el viajar a la ciudad de México. “Esta es su casa, Señor”, le respondió don Felipe Salmerón. Joel agradeció al matrimonio su comprensión y se retiró a la recámara que le asignaron. Le impresionó el buen gusto de los muebles y los detalles femeninos de la decoración. “Debe ser la habitación de la hermana o de una hija”, dedujo. Sin hacer más esfuerzo mental se dispuso a dormir.
Ya en la madrugada sintió cerca de su cara el perfumado aliento de una mujer. Quiso abrir los ojos pero unos labios tibios se lo impidieron: “No hables, no digas nada. Déjate conducir al paraíso del amor”, le dijo la mujer cuyas manos le taparon la visión. No supo quién era pero se dio cuenta de que se trataba de una joven. Palpó su cuerpo y por la tersura de su piel y la firmeza de su busto calculó que tendría poco más de veinte años. La sensación de sentir el calor interno y externo de su extraña compañera, le produjo el intenso e inolvidable orgasmo compartido, sensación que jamás olvidaría: la mujer y él vibraron con intensidad entregados al apasionado rito del amor. Parecía que los dos habían coincidido en la presencia de la vida eterna y de la dulce muerte efímera producto del máximo placer, según las palabras que el embajador plasmó en sus memorias. Después cayó en un profundo sueño hasta que la luz del sol y el bullicio de la calle lo despertaron. No comentó con nadie aquel encuentro. Quizá porque supuso que la visitante podía ser la esposa del anfitrión o alguna de sus hermanas o cuñadas. Prefirió quedarse callado. Cuando se despidió le dijo a la anfitriona que dejaba algunas monedas de oro sobre el buró de la recámara. Lo que omitió fue que junto con el dinero puso un recado que decía: “Gracias por su bondad hacia el hombre que hasta anoche estuvo perdido”. Sin decir nada más salió de la casa dispuesto a cumplir sus compromisos e iniciar su viaje hacia la ciudad de México. Poinsett concluyó que aquella mujer era la misma Imelda que con tanto afán persiguió el día anterior. Había reconocido su aroma perfumado con la esencia de la naturaleza, fragancia que jamás olvidaría.
El presidente Adams nombró a Joel R. Poinsett ministro plenipotenciario comisionado para gestionar en México la compra de Texas, misión en la cual fracasó. Sin embargo, sus argucias lograron desestabilizar al gobierno mexicano hasta que en 1847 Estados Unidos ganó la guerra anunciada.
Años después Poinsett radicó en Charleston, Carolina del Sur, Estados Unidos. Allá se enteró de la noticia sobre el territorio mexicano que pasó a ser parte del inventario de su país. Me dijo uno de sus amigos cercanos, que Joel nunca olvidó sus visitas a Puebla. Y además me confió lo que enseguida les relato:
El aluvión poblano
La mente de Poinsett tenía grabada la imagen de la mujer que amó con intensidad rayana en la locura. Aquella visión y el inesperado encuentro sexual de la noche que nunca olvidó, era lo único que le quitaba la sensación de sentirse ahogado por una lluvia permanente desbocada e incontrolable. El recuerdo de Imelda (así la llamó) y su relación nocturna en casa de los Salmerón, hacían las veces de cura a su enfermiza añoranza. Su tormentoso carácter cambiaba para bien cuando de entre la nada percibía los aromas de aquel sueño amoroso. La rigidez de su vida envuelta en neurosis e iracundia hizo que los suyos pensaran que estaba poseído por el diablo. Cuando se transformaba en un ser amable y comprensivo, lo hacía con el nombre de la mujer de sus sueños a flor de labios. Quienes lo advertían quedaban impresionados y confundidos dado que lo común era verlo en el mismo borde de la locura, sobre todo en los momentos que hablaba de sus supuestos descendientes mexicanos.
El final de la vida lo sorprendió en el pórtico de su casa. Estaba sentado junto a las flores de Nochebuena. Aseguran sus amigos que en sus ojos acuosos se reflejaba la hermosa figura de una mujer, tal vez la de Imelda. El último día de su vida, me dijeron, Joel la vio en medio del fuerte aguacero; salía de entre las oscuras arcadas de la casa donde años antes la había descubierto. Sus acompañantes en la despedida final también percibieron el perfume y la etérea presencia de Imelda. “Era un aroma —aseguraron— parecido al de la magnolia. Fue muy extraño porque al despertar de su letargo, Joel dijo que entre el ruido de los chorros que caían del techo hoyando la tierra, se escuchaba la respiración agitada del amor que compartió con ella la noche del aluvión poblano”.
Después de esas emociones Joel insistió en la presencia de Imelda. “Mírenla —alertó— señalando hacia la nada”. Lo repitió una y otra vez pero no hizo el intento de tocarla porque ya estaba físicamente impedido.
Otro testimonio asegura que todos los presentes percibieron un extraño aroma frutal que llenó el espacio donde se escucharon las últimas palabras del estadunidense: “¿Qué hace aquí el general Antonio López de Santa Anna?”
Segundos después dejó de respirar.
El legado
Quod scripsi, scripsi
A los tres días de la muerte del diplomático, sus familiares regresaron a la casa para hurgar en sus pertenencias. Encontraron algunos manuscritos, entre ellos el archivo de su vida diplomática, política y científica; la parte documentada de sus memorias, historia que tenía un capítulo dedicado a México. En él explicaba su satisfacción por haber sembrado la semilla que fructificó cuando la división política interna produjo la guerra de 1847, conflicto que permitiría a su nación aumentar sus posesiones para hacerlo el país más rico y poderoso del mundo. En varios de los párrafos del manuscrito, mi amigo explicó cómo se había quitado la espina que le dejó clavada su fallido intento por comprar el estado de Texas, entonces mexicano, tal y como el presidente Adams se lo había encargado. También había borradores de sus comunicados al Departamento de Estado. Uno de ellos, el fechado en 1826, detallaba lo que parecía la parte inicial del plan concebido por el gobierno de Estados Unidos para correr los límites del territorio estadunidense. Me lo dio y lo transcribo para que no haya duda de mi aserto:
“Los comisionados ingleses reverenciaban grandemente a Tornel, el secretario del presidente, hombre común y vano, que ejerce gran influencia en su superior. Alamán que ciertamente es hombre de talento, pero sospechoso, con razón, de tener inclinaciones europeas, también lo aceptó. Con anterioridad ya le dije que recibía un sueldo de una compañía minera inglesa. Esteva, el secretario de Hacienda muy unido a Eldeman. No estando satisfecho de la influencia que ejercían, hicieron un plan en unión de Santa María, ministro de Colombia, y la condesa de Regla, una criolla bonita de gran habilidad y con mucha influencia sobre Victoria, para sacar a don Pedro de la Llave, ministro de Justicia y Asuntos Económicos, con el fin de nombrar al obispo de Puebla en su lugar. Este hombre de nacimiento europeo es un enemigo terrible y peligroso de estos países. Jugó un gran papel cuando se elevó el usurpador Iturbide. Cuando se formó esta conspiración me pusieron al corriente de lo que pasaba. De la Llave se retiró al campo para esperar los sucesos, pero Ramos Arizpe le negó el cargo. El partido formado por el Senado en contra de Alamán poco a poco se desarrolló formidablemente, al darse cuenta se debe haber retirado. Este otoño, Alamán, notó la combinación y se presentó la dimisión, como resultado de un pique personal habido con Ward que utilizó toda su influencia, directa o indirecta, con el Presidente para que lo destituyeran. Esteva, que vio la caída de su asociado como inminente, decidió abandonarlo. Ramos Arizpe hizo todos los esfuerzos para conseguir que el Presidente nombrara a Michelena, último enviado de Londres, para que desempeñara el puesto que quedaba vacante al retirarse Alamán, pero Victoria tiene antipatías personales contra Michelena. Victoria le teme... por eso resistió a los esfuerzos de Arizpe y sus amigos… Ha nombrado a un tal Camacho, un joven muy poco conocido de Xalapa. Michelena y Arizpe han sido elegidos por el presidente para ir a Panamá...”
Gracias a los amigos mutuos de Poinsett y del que esto escribe, me enteré que junto al documento cuyo original ya debe formar parte de la historia diplomática de Estados Unidos, sus familiares encontraron varios de los comunicados que redactó con el mismo tono de patriota norteamericano. Asimismo, supe que había algunas referencias amistosas a Santa Anna, las cuales algún día escribiré. Que en paz descanse, pues, el hombre cuyo amor hacia una mujer llamada Imelda, fue más grande que sus otros sentimientos.
R.R
Pedro del Campo guardó el documento que le había dado su jefe. En ese momento se le vino a la mente la figura de Imelda haciéndole un agradable gesto acompañado con el movimiento de cabeza que acostumbraba para acomodarse su abundante cabellera color castaño: “Tienen el mismo nombre —dijo animado—. Qué curiosa coincidencia”. Después recordó la extraña y enigmática sonrisa de José Álvarez; vio hacia la zona donde se encontraba la oficina de su jefe antes de musitar: “Algo debe saber el General. Esperaré a que él me lo diga. Seguramente es otro de sus juegos intelectuales.”