Capítulo 60
El presentimiento
Lo que el amor hace, él mismo lo exculpa.
Molière
Muerto Álvaro Obregón, ejecutado León Toral (su desquiciado asesino), apresada la madre Concepción de la Llata (vocera de la dupla diablo-Dios) y con Emilio Portes Gil al frente de la Presidencia de México, el país ingresó a la “santa paz”. Las escaramuzas cristeras en el Bajío no impidieron que el Clero asesorado por el padre Burke aceptara y respetara las leyes mexicanas, la Constitución General. El trabajo del embajador Morrow logró que los sacerdotes se alejaran del odio que trastocó el raciocinio de Mora del Río y sus compinches de solideo y sotana que así como se acercaban a Dios, cortejaban idiotizados a su Mefistófeles disfrazado de santo emancipador.
Enterado de la decisión de su amigo Pedro del Campo, Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje decidió acompañarlo hasta el Puerto de Veracruz. Presintió que ese viaje iba a cambiar el destino de los dos.
—Saluda con afecto a Imelda —dijo Miguel cuando Pedro empezaba a subir por la escalera del barco detrás la nana que cuidaba a su hija. —Puse en el cuello de la pequeña Leonora una medalla con la figura de San Antonio de Padua. Es para Imelda.
—Gracias Miguel. Con gusto le doy tu saludo. Además le diré que con esa medalla le mandas tu bendición.
El sonido grave, grueso y prolongado de la bocina del barco impidió a Miguel responder; sólo movió la cabeza mostrándose comprensivo ante la socarronería de su amigo. Decidido a hacerse escuchar le gritó:
— ¡La bendición no es la mía sino la de Dios nuestro Señor!
Pedro giró para verlo y revirarle en tono festivo: — ¡Que sea nada más la tuya para que la de Dios se la des en persona, cuando nos casemos… y no porque yo quiera hacerlo en la Iglesia, eh, sino porque si ella acepta mi propuesta, seguramente pondrá como condición el matrimonio religioso!
Miguel ya no dijo nada. Sólo hizo el saludo militar.
El barco partió hacia Barcelona, su destino. En él iban el anímicamente renovado Pedro del Campo y su hija. El sacerdote permaneció en el muelle hasta que el “Manuel Arnús” desapareció en el vértice del mar custodiado por el atardecer enrojecido. En ese momento el jesuita juntó sus manos y con una rodilla en tierra rezó por su amigo, acción que sorprendió a los testigos casuales, algunos de ellos imitándolo.
El tiempo vuela
Tres años después de que el capitán Del Campo se embarcara hacia Europa, el ya obispo Miguel Torres tuvo en sus manos una carta de Imelda. Escribió la soprano:
Señor obispo, llegaremos a México la primera semana de Junio. Aunque sabemos de tu intenso trabajo pastoral en Puebla, Pedro y yo queremos saludarte y escuchar de viva voz tu compromiso o las razones de tu negativa. Deseamos de todo corazón que tú bautices y apadrines a nuestro nuevo hijo. Se llamará Rodrigo del Campo Santiesteban. En casa de mi madre podrás encontrarnos el 4 de octubre, fecha en que ya estaremos ubicados en la ciudad de México. Si no te es posible aceptar nuestro ruego debido a tus compromisos, envíanos una nota a ese mismo domicilio (adjunto la dirección). Gracias anticipadas. Con cariño. Imelda y Miguel. París, Francia, 10 de abril de 1936.
Imelda.
PD: Por acá ya se escuchan las arengas del fanatismo ario y el ruido de las fábricas que se preparan para la guerra. España está convulsionada. Ante este panorama lleno de nubarrones negros, Pedro y yo decidimos que debemos vivir en nuestra tierra hasta que se consolide la paz en Europa. Es lo mejor para nuestros hijos.
Vale.
Miguel tomó pluma y papel para en dos líneas contestar la carta de Imelda:
“Estaré esperándolos entusiasmado. Anhelo estrecharlos entre mis brazos.
Con la emoción de ser el padrino del fruto de un amor bendecido por Dios:
Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje
Obispo de la Diócesis de Puebla”.
— ¿Ya le escribiste a Miguel? —preguntó Pedro a Imelda.
—Desde hace tres semanas, mi amor.
—Espero que siga siendo mi amigo a pesar de la distancia que entre ambos puso su jerarquía eclesiástica.
—Y tu anticlericalismo…
—Bueno, él tendrá que perdonarme porque sabe que estoy protegido con la apuesta Pascal.
—“¿El hombre está dispuesto siempre a negar aquello que no comprende?”, frase de Pascal, Pedro.
—Imelda: además de bella eres inteligente, de vez en cuando un poquito cruel y bastante culta. Te aprovechas de mí porque te amo demasiado aunque no lo suficiente. ¡También lo dijo Pascal, eh!
—Bueno no tanto porque la felicidad es un artículo maravilloso: cuanto más se da, más le queda a uno.
— ¿Eres feliz Imelda? —interrumpió Del Campo sin hacer alusión a la última cita de Pascal en boca de su esposa.
—Lo soy porque tú lo eres.
—La nuestra es la felicidad que produce el amor. Y este sentimiento se conserva e incluso aumenta gracias a que la conciencia —nuestro mejor libro moral— elimina las barreras que suelen imponer las religiones. ¿Ya te diste cuenta que Pascal se metió en esta conversación?
—Yo creo que nosotros nos metimos en su filosofía.
—Me pasó con Miguel y ahora contigo.
— ¿¡Con Miguel!? —espetó Imelda en tono de reconvención.
—No seas mal pensada, mujer. Me refiero al debate dialéctico que sólo se da entre iguales.
—Pero yo soy mujer…
—Igual o más inteligente que tu esposo…
— ¿Ya ves por qué te amo?
—Sí, porque soy el padre de Rodrigo y Leonora, nuestros hermosos hijos.
—Así se llamará el niño hasta que el obispo lo bautice... —reclamó ella.
—Para los efectos legales ya se llama Rodrigo del Campo Santiesteban, nombre al cual sólo le falta el rito que inició con el agua del Jordán.
—La purificación del agua que ablanda hasta la piedra más dura. Oye, a propósito, ¿y tú estás bautizado?
—Mi madre no me preguntó si quería estarlo y decidió que tenía que bautizarme o, como lo acabas de sugerir, ablandarme. Igual que hiciste con nuestra pequeña Leonora.
—Pues toma nota que ese es el principio de la formación espiritual…
— ¿Sí? —dudó Pedro.
— ¡Claro! El agua que cayó sobre tu cabezota es como la lluvia que todo lo limpia, excepto lo del pecado original, que es un bonito simbolismo. Seguramente te acuerdas de la historia que leímos, la de Poinsett ¿verdad?
—Nunca la olvidaré porque gracias a ese señor ahora soy un hombre feliz…
—Bueno, eso es subjetivo. A lo que me refiero es a la torrencial lluvia que cayó sobre la Puebla de principios del siglo xix, la que llevó flotando a Joel hasta la casa de los Salmerón.
—Y según tu simbolismo, la que lo mantuvo flotando toda su vida… Ya te lo había dicho pero lo repito: la de tu antepasado es una historia que nunca olvidaré y una lectura que agradezco a José Álvarez.
—Llovía intensamente, ¿recuerdas? De entre el agua y los rayos apareció la mujer que, según ese escrito, produjo la descendencia de la que procedo. En ese momento ella y él fueron bautizados sin darse cuenta. Joel, un masón avanzado ajeno a las religiones. E Imelda, una mujer que había sido obligada a casarse con un anciano. Por ello huyó en medio del aguacero aquel que inundó la ciudad. Y sin imaginarlo coincidió con el hombre que Dios le puso en su camino.
—Bonita reflexión, Imelda.
— ¿Tú crees? Pues de esas abstracciones surgió nuestro hijo que no tiene nada de imaginario. Y vino a este mundo con una misión específica. Quizás la que con su misteriosa sonrisa dejó entrever José Álvarez. ¿Te acuerdas? Tú me lo constaste. O tal vez la que se desprende de la historia que le endilgan a Poinsett…
—Ya me perdí, Imelda.
—No, no te has perdido Pedro. Pero seré más clara: lo que vio el Poinsett, que supuestamente es mi antepasado, fue la miseria del pueblo de México de aquellos entonces, preámbulo de lo que hoy pasa en nuestro país, pobreza que contrasta con la opulencia de quienes explotan la ignorancia. Lo que padeció la primera Imelda de la familia, fue la vergüenza que produjo el hambre. Es obvio que para resolver sus problemas de dinero —investigué que los Salmerón tenían once hijos—, sus padres la vendieron a un hombre rico y viejo. Ahí tienes dos de las circunstancias que forman parte de la herencia genética. Nuestros hijos, mi adorado esposo, tendrán que ser ciudadanos cabales tanto por su educación familiar como por la preparación escolar… No me veas con ojos de reclamo —dijo ella adelantándose a las palabras de Pedro—. Si aún no te incluyo en este proceso hereditario, es porque voy por partes: igual que Leonora, nuestro Rodrigo heredará de ti el amor a la patria, la dignidad republicana, el respeto a la inteligencia social, la ética y la honestidad, valores todos a los que dará continuidad. Para ello pondremos a su alcance la cultura universal a partir de la mexicana y una buena educación formal, además de nuestra entrega a su causa, que es la nuestra.
— ¿Y si le gusta cantar? —bromeó Pedro para atemperar el tono que había adquirido la conversación.
—Pues cantará y será el mejor de los músicos y cantantes de México. ¿Acaso te opones? —jugó ella sintonizándose con el cambio de Pedro.
—Que sea lo que Dios quiera, mujer — jugó él.
—Eres incorregible Pedro. Pero aun así te quiero.
—Gracias a Dios… Lo digo en serio, eh. ¿Y nuestra hija?
—Ah, es otro cantar, tan bello como el de Rodrigo —sentenció Imelda.