El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Agradecimiento del autor)

Réplica y Contrarréplica
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Nota de la redacción: presentamos a usted amable lector, el libro, El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante, de Alejandro C Manjarrez, fundador de la revista Réplica. Novela agotada en todas las librerías del país. Decidimos publicarla de manera gratuita en entregas semanales. Espérelas. Nos llamó mucho la atención que varias escenas de la vida política referidas en el texto, sucedieron después de la publicación de la obra casi de manera idéntica. 

Agradecimiento del autor

 

Debo una profunda gratitud a mi medio hermano Luis C. Manjarrez Contreras. Él ocupó el lugar de Pelagio C. Manjarrez Romano, mi padre, cuando éste partió a otra dimensión el día en que cumplí doce años de edad.

Además del afecto que suplió al cariño y orientación paternales, a Luis también le debo mi interés lúdico por la política, actividad en la que —parafraseo a George Orwell— las mentiras parecen verdades, el asesinato a veces suele ser una acción respetable y el viento algo con apariencia de solidez.

Luis decidió compartirme algunas de sus experiencias. Empezó por contarme el impacto que le produjo la muerte de nuestro padre, palabras que repito de memoria:

“Don Pelagio agonizaba —dijo con la humedad de la emoción en los ojos—. Estaba yo abatido. Un compañero del Senado notó mi desesperación y me habló de cierto médico cuyo método de curación se basaba en cambiar la sangre del enfermo. ‘Ha hecho curaciones milagrosas’ —aseguró el colega—. Su seguridad me hizo concebir la idea de que nuestro padre podría sanar. Así que me puse en contacto con el doctor y al otro día lo llevé a casa. Está en sus manos, le dije. Una hora más tarde, desde lo alto de la escalera que conducía a la habitación del enfermo, el galeno me gritó con el orgullo profesional manifiesto en su voz y actitud—. ‘¡Senador! ¡Su padre quiere hablar con usted!’. Quedé sorprendido porque mi papá había sido desahuciado y tenía varios días inconsciente, en estado de coma. Subí corriendo y al entrar a la recámara encontré a Don Pelagio sentado en la cama. Me miró sonriendo. Antes de que yo hablara me dijo con un tono de voz cariñoso, cansino: ‘Guicho te estaba buscando para pedirte un favor: quiero que te hagas cargo de tu hermano Alejandro. Él es la continuación de mi vida. Te lo pido desde lo más profundo de mi alma’. Tenía en su miraba el bondadoso mensaje que tantos afectos le había ganado. Yo estaba mudo, asustado, aturdido y a la vez feliz. Asentí. El silencio duró varios segundos hasta que él, sin decir nada más, con la tranquilidad espiritual reflejada en su rostro, la misma que le vi cuando tocaba su bella música en el piano, se recostó, suspiró y dejó de respirar”.

Este emotivo pasaje fue como el proemio a lo que vendría: Luis me convirtió en algo parecido a su asistente, alumno, confidente, compañero en sus viajes y espectador mudo en algunas reuniones con políticos de la época (desayunos, comidas, juntas y demás). Mi hermano vivía con intensidad su cargo de senador de la República, por cierto el único de los legisladores con derecho de picaporte para ingresar al despacho del, a la sazón, presidente Adolfo Ruiz Cortines. Varias veces fui testigo de cómo mi hermano ayudó e intervino por sus amigos y conocidos valiéndose de su cercanía con el Presidente. Un día de aquellos se me ocurrió preguntarle con el arrojo que acompaña a la juventud: “¿Por qué eres tan influyente Luis?” Él me respondió comprensivo: “Mira manito. lo que pasa es que heredé el afecto que el viejo zorro le tuvo a Froylán C. Manjarrez. El propio don Adolfo me comentó que el tío lo había recomendado con el presidente Lázaro Cárdenas, circunstancia que le permitió salir del ostracismo. Ruiz Cortines está agradecido con Froylán porque, gracias a su recomendación, obtuvo el cargo que años más tarde lo colocaría en la ruta hacia la Presidencia de México. Por eso el cariño a mi persona”.

Conviví con mi hermano hasta su muerte ocurrida poco antes de que cumpliera 95 años. Durante más de medio siglo lo escuché hablar de política y de políticos; anécdotas y hechos que me mostraron parte de lo que le endilgo al personaje principal de esta novela.

El general y diputado constituyente José Álvarez y Álvarez de la Cadena me abrió las puertas de su afecto y de su hogar. En esos años yo era novio de Manola, su hija, hoy mi esposa. Muchas veces conversé con él y ahí en su biblioteca le escuché las historias del México pos revolucionario donde la traición se convirtió en el arma de los políticos ambiciosos (él fue uno de los traicionados). Por su voz supe que la lealtad genera las compensaciones que dan a la vida la satisfacción del “Deber Cumplido”, frase ésta que cierra el epitafio que él mismo se redactó (“...murió en el seno de la Revolución Social Mexicana”). Me acercó a los antecedentes espléndidos de la política de nuestro país y también al conocimiento de los hechos lamentables protagonizados por algunos políticos mexicanos (Álvarez fue Jefe del Estado Mayor del Presidente Calles). Por ejemplo: la forma como se evitó la invasión estadounidense a nuestro territorio cuando aquel gobierno quiso derrocar al presidente Plutarco Elías Calles para evitar que se legislara la Ley que reglamentaría el articulo 27 constitucional (esta historia inspiró mi novela: El poder de la sotana). De igual manera supe cómo el Clero político de su época decidió traicionar al gobierno mexicano para favorecer a los inversionistas petroleros de Estados Unidos, principalmente, primero desconociendo la Constitución, enseguida cerrando los templos y finalmente convocando al pueblo para que formara parte de la guerra que se denominó cristera. Al revisar sus escritos y los documentos que Manola convirtió en libros, confirmé lo que antes le había escuchado. Además conocí sus históricas aportaciones al Constituyente de Querétaro donde —lo ventiló Félix Fulgencio Palavicini, diputado y a la vez director del recién creado periódico El Universal— las discusiones formaron parte de la nota periodística tergiversada con el ánimo de llevar agua al molino de la derecha.

Las palabras de José Álvarez y Álvarez de la Cadena parecían formar parte del cosmos de los libros, obras en cuyas líneas merodea la energía de quienes los escribieron seguros de que renacerían en cada uno de los mundos que forman la mente de sus lectores.

Gilberto Bosques Saldívar casó con María Luisa, hermana de mi padre. Apoyado en este parentesco adopté a Don Gilberto como mi guía en el ejercicio periodístico. Resultó un trato silencioso pero implícito en y enriquecido por nuestra relación familiar. Él fue un maestro y yo su modesto alumno. Vertió los consejos y orientaciones que me mostraron la importancia de servir de enlace entre el lector y los hechos. “Lee y escribe mucho. Vuelve a leer lo que leíste y revisa lo que escribiste. Cambia de libros y hurga en su contenido para que te surjan ideas: las escribes y te lees con sentido crítico. Analiza el código político del gobernante. Ya verás que con el tiempo saldrá tu estilo”. Esta fue su respuesta a mi petición sobre algún consejo para desarrollar el género de la columna. La conversación ocurrió entre sus remembranzas e historias que impactaron al mundo, pasajes donde él fue uno de los protagonistas.

Bosques militó en el lado opuesto a Calles, experiencia que me compartió para, tal vez sin habérselo propuesto, ayudarme a entender el actuar en los lados contrarios de la política nacional, cada cual con sus intereses y visión sobre la democracia y la ética pública. Igual como me ocurrió con José Álvarez y Álvarez, a través de los libros de Gilberto Bosques Saldívar, he seguido de cerca su pensamiento y obra. Lo recuerdo y crece mi admiración hacia él que, entre otras persecuciones, sufrió la de Maximino Ávila Camacho, entonces gobernador de Puebla. La amenaza de muerte obligó a Bosques a dejar su estado natal, circunstancia que le permitió descubrir su verdadera vocación. Gracias pues a esa amenaza criminal e inspirado en otras de las persecuciones que sufrió (Mucio P. Martínez y Álvaro Obregón, por ejemplo), Gilberto se convirtió en uno de los humanistas más laureados y reconocidos por sus intervenciones diplomáticas durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial: salvó de la muerte a más de cuarenta mil personas.

Bosques Saldívar representa el lado bueno de la política basada en la honestidad y ética pública. En lo que fue el último de sus actos oficiales (fungía como embajador de Cuba), renunció al cuerpo diplomático mexicano cuando Gustavo Díaz Ordaz fue declarado presidente de México. Su brillantez intelectual lo acompañó hasta el último día de su vida: murió poco después de cumplir 103 años de edad.

La suerte me colocó al lado de Ignacio Ramos Praslow, también diputado constituyente. Hice las veces de su asistente cuando él fungía como director de la Aseguradora Hidalgo. Con ese cargo adicional a mi trabajo dentro de la empresa, lo escuchaba disertar sobre la Revolución Mexicana, la honestidad política y la ética pública. Me convertí en su confidente cotidiano y a la vez en custodio de su prestigio. “No permita que me vean la cara de pendejo —me ordenaba afectivo—. Soy un viejo de 85 años que se apoya en la juventud de usted, edad y circunstancia que lo debe mantener alejado de las mañas de las ratas que me rodean”. ¡Extraordinaria comisión! Sus “colaboradores” cercanos, o sea los “ratas”, me vieron como enemigo de sus aviesos intereses. Él lo percibió y cuantas veces fue necesario me defendió de los infundios y las trampas que me ponían con la intención de que, al caer en ellas, pudieran deshacerse de mí. Fue una lucha de la que salí airoso, en tanto que los amigos del dinero mal habido (las ratas) terminaron fuera de la empresa, uno en la cárcel y el otro en la congeladora oficial. Aquella extraña simbiosis entre el viejo y el joven se caracterizó por la confianza hacía mi persona, actitud en la que influyó el recuerdo de Froylán C. Manjarrez, amigo y compañero de Ramos Praslow. Tuve el privilegio de fungir como su representante ante varios secretarios de Estado, relación y trabajo que me permitió conocer las entrañas de la bestia (el “ogro filantrópico”, como escribió Octavio Paz) y de paso las determinaciones de los funcionarios del poder Ejecutivo federal a favor de sus amigos y en contra de los intereses de la Aseguradora.

Cuando don Ignacio preparaba la publicación de su libro ¡Basta! recibió una misiva personal del presidente de México: Gustavo Díaz Ordaz le pedía no publicarlo antes de que concluyera su gobierno. “Dígale al Presidente —reviró Ramos Praslow a Luis Echeverría, en esa época secretario de Gobernación y portador de la petición—, que no sólo publicaré mi libro sino que además su carta servirá de prólogo”. Ése fue don Nacho, el mismo que respondiéndome al consejo que le pedí sobre alguna decisión importante, me dijo alegre y festivo: “Mire compañero: la vida es como las torrejas. Hay que echarle harina y muchos huevos”. Nuestra relación laboral incluyó las revelaciones sobre sus peripecias políticas como gobernante, legislador, operador electoral, consejero jurídico de Álvaro Obregón y abanderado de la Constitución de 1917, misma que defendió con pasión hasta su muerte que le llegó siendo presidente de la Asociación de Diputados Constituyentes de 1917. Su argumento de lucha política se basó en el respeto a la Carta Magna y sus ordenamientos. “De ello depende la estabilidad social de la República”, sentenciaba.

En mi cerebro está grabada una de sus frases, palabras que de alguna manera me hicieron un periodista cauto: “Al calor de la improvisación nacen con extraña fecundidad una sarta de pendejadas”. Lo dijo en el L aniversario de la Constitución de 1917 ante los sorprendidos integrantes del Congreso de la Unión. Fue el preámbulo a su lectura de las cuartillas del discurso que pronunció con una solemnidad salpicada de humor republicano, si se vale el término.

Los personajes que he referido son acreedores de mi gratitud. Su ejemplo, energía y consejos han sido el eje de mi vida periodística.

Basándome en la ética de estos mis maestros fortuitos unos y otros adoptados —los que he referido y algunos más— empecé a tratar con gobernadores y políticos ansiosos de ocupar cargos donde hubiera para que ellos se encargaran del resto.

Son historias que forman parte de otro de mis trabajos, el intitulado La Corrupción, herencia atroz, (Confidencias del poder).

Lector:

El libro que tienes en tus manos fue inspirado en los hechos que conocí, mismos que me animaron a novelar la vida del gobernante que he llamado Herminio, episodio literario que da pie para escribir una nueva “biografía”, la del mítico presidente que igual nos dirá qué hizo para llegar al cargo y sobrevivir en ese espacio lleno de las aristas que forman la corrupción y sus derivados.

Agradezco pues a los políticos que, sin habérselo propuesto, enriquecieron la biografía del mítico Herminio Benito Santa Cruz y Tlacuilo, entre ellos don Alfredo Toxqui Fernández de Lara, culto y ortodoxo; Guillermo Jiménez Morales, concertador y preocupado por el qué dirán; Mariano Piña Olaya, cuyo interés comercial le hizo un gobernante ajeno a las necesidades del pueblo; Manuel Bartlett Díaz, que demostró a los gobernados que existen políticos de altos vuelos capaces de cortarse las alas para poner los pies en la tierra; Mario Plutarco Marín Torres, que se empeñó en demostrar a sus paisanos que cualquier ciudadano, letrado o no, puede aspirar a ocupar la gubernatura asociado con quienes, como él, soñaron con la época de las vacas gordas, tiempo que exige algo de maña, mucha cachaza, capacidad mimética y una buena visión corruptora.

Asimismo agradezco a Rafael Moreno Valle Rosas. Gracias a sus excesos —unos buenos, otros malos y el resto peores— Rafael despertó la rebeldía de los poblanos amodorrados en la poltrona de la pasividad comodina. El fenómeno ocurrió a pesar del efecto de las leyes legisladas por él (los diputados fueron sus comparsas) para mediatizar, amenazar y asustar a la sociedad, incluidos los periodistas que no se acogieron a sus dictados.

Por todo ello y algunos hechos más que sería prolijo mencionar, consigno en el epígrafe inicial que en esta novela podrás encontrar semejanzas con políticos en pleno ejercicio del poder, en la banca, retirados, congelados, o muertos. Pero, insisto, con algunas coincidencias, digamos que casuales, y otras derivadas de la falta de imaginación.

Gracias por tu paciencia.

Agosto de 2015

Alejandro C. Manjarrez