El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 5)

Réplica y Contrarréplica
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“Por la facha y por el traje se conoce al personaje”

Juana Inés dialogaba con su Sombra cuando arribó a la celda la novicia sirvienta que servía de enlace entre la madre superiora y las monjas.

—Dice la hermana superiora que acudas al patio donde te espera el señor obispo de Puebla...

Sor Juana enmudeció. Sin rechistar se dirigió a la cita. Caminaba como si estuviese acompañada de su sombra que en ese momento convirtió en versos y éstos en una oración silente:

 

Detente, sombra de mi bien esquivo.

imagen del hechizo que más quiero,

bella ilusión por quien alegre muero,

dulce ficción por quien penosa vivo…

 

Las mujeres que se cruzaron en el trayecto creyeron que rezaba. Incluso, al verla acercarse como si caminara levitándose, el obispo Fernández de Santa Cruz supuso que Juana oraba con la devoción de los seres elegidos por Dios.

—Hija, he leído tus décimas con arrobo y satisfacción —dijo el obispo con la perplejidad invadiéndole el rostro—. Posees un gran talento, don concedido por el Señor. Algo me dice que tu misión en este mundo es enriquecer la espiritualidad de nuestros semejantes y orientar a quienes, debido al pecado de soberbia, rechazan su temporalidad...

Las palabras de Fernández hicieron que Sor Juana recordara las conversaciones con su Sombra. Entonces la voz del prelado se convirtió en murmullo; adquirió el tono barroco de los coros sacros; se perdió entre los pensamientos de la monja: “¿Cuándo vestirá su alma de mujer? —preguntó ella mirando al prelado con curiosidad. Él siguió hablando sin ser escuchado—. ¿Conocerá acaso las confidencias de mi conciencia? Podría, sin duda, porque él es uno de los interlocutores de Dios...”

— ¡Estás distraída hermana! —reclamó el obispo en cuanto percibió la ausencia mental de Juana Inés.

—Claro que no, Señoría —mintió ella sonriente valiéndose de la invención piadosa definida por San Agustín—. Lo escuchaba con atención —dijo—; si acaso divagué fue porque se me ocurrió pensar en el sermón del padre Viera y su influencia sobre el arzobispo Seixas —se atrevió a jugar.

— ¡Pero cómo es posible, Juana! —Espetó el obispo olvidándose de su acostumbrado gesto de bondad—. ¿Acaso también tienes la facultad de meterte en el pensamiento de las personas? Todavía no he dicho una sola palabra y tú ya percibes mi preocupación. Me sorprendes. ¡Me asustas, por Dios! —Exclamó desconcertado, pálido.

—Perdóneme padre —atemperó la monja—. Sólo he percibido su preocupación. Lo sabe usted porque leyó a Aristóteles —dijo con la intención de tranquilizarlo—: se trata del fenómeno que ocurre cuando la energía del cerebro conecta pensamientos armónicos. El sabio asevera que la exaltación creadora provoca muchos efectos, entre ellos la melancolía y la depresión… Monseñor —prosiguió Juana Inés sin hacer pausas para evitar la protesta del sacerdote—, ni usted ni yo padecemos de locura y menos aun encajamos en el universo literario de Erasmo de Rotterdam. Si nos leemos el pensamiento es gracias a la bondad de Dios; Él nos concedió la facultad de estar vinculados por nuestra energía, lo cual confirma la tesis del pensador griego, un hombre iluminado por nuestro Creador.

Fernández guardó silencio. Estaba confundido. Fijó su vista en el nogal cuyas ramas acariciaban las paredes de la habitación de la monja. Prolongó su mudez. Parecía meditar. Al fin cauta, Juana decidió callar para que el obispo retomara el control de la conversación. Su intuición le indujo a esperar la respuesta del obispo. “Lo hará sin los tropiezos semánticos comunes en la naturaleza humana atrapada en la santa ignorancia”, pensó.

La mujer había sido enterada por Fernández que, con excepción de los jesuitas y algunos clérigos preocupados por dilucidar los misterios de la ciencia, era ajeno a la “santa ignorancia” común en los hombres dedicados al sacerdocio. El obispo no quería exponerse a enfrentar la superioridad intelectual de Juana Inés. Así que hizo acopio de cultura y reinició la conversación con su metáfora preferida:

—Perdón, me distrajo ese nogal —dijo bondadoso—. Como habrás observado hija, el poder de Dios suele manifestarse hasta en los frutos de la naturaleza; pensé en la divina proporción que descubrió Vitrubio y visualizó Leonardo da Vinci. Cada nuez muestra la actitud de nuestros hermanos, unos duros y enredados por fuera pero blandos por dentro. Bien podría ser una réplica del cerebro humano donde, lo observó Platón, se encuentra el alma racional. Pero por favor continúa hermana —indicó complacido con su apostilla.

Juana asimiló la vanidad del sacerdote y decidió celebrar la referencia cuidándose de no alterar el papel de subordinada autoimpuesto por ella misma.

—En usted escucho a Galeno, Eminencia…

El obispo sonrió complacido por el comentario de la monja.

—Pero dígame padre —prosiguió Juana Inés— ¿cómo puedo cumplir la misión de mi modesto oficio de escribiente?

— ¿Modesto? —reviró el obispo—. ¡No que va! Exageras hermana. Al escucharte disfruto tu habilidad mayéutica, precisamente porque tienes el alma racional, porque cuentas con un enorme talento y porque tus conocimientos son amplios y variados… Por eso te elegí: eres el ser mejor calificado para analizar el ingenio y la doctrina del Padre Viera —soltó.

— ¿Usted me eligió? Perdóneme padre, pero ante su exageración tengo que preguntarle: ¿Acaso tendré algún parecido con la nuez de su metáfora?

—No. No hija. Aunque seas blanca, suave y tierna como esos frutos, tú no eres enredada. Te elegí por tu despierta y sensible inteligencia. Por esa tu indiscutible cualidad no tengo empacho en sincerarme y hablarte sin tapujos. Ya lo percibiste y yo enfatizo: Francisco Aguiar y Seixas, nuestro querido y respetado arzobispo (que Dios ilumine sus decisiones) —acotó santiguándose—, tiene especial admiración por el discurso del Padre Viera. Sabe y conoce cada uno de sus famosos sermones. Pero el poder de su vista, que por cierto no llega más allá de su aparatosa y solemne nariz, refleja los alcances de su santo cerebro. Es lo que creo.

—Padre, ¿puedo preguntar algo abusando de mi modesta condición de ser su fiel seguidora y además esposa de Cristo? —interrumpió Sor Juana con angelical retozo.

—Dilo pues. Vuelve a sorprenderme. Muéstrame tu capacidad para hurgar en mi cabeza y descubrir mis pensamientos...

—Usted conoce las repercusiones de las disputas intelectuales entre una oveja y su pastor. En esta sorda y empecinada batalla seré sin duda la que pierda. Cuando yo ponga en entredicho el criterio de Aguiar, recipiendario por cierto de los dictados del Señor, no faltarán quienes me vean como si fuese enemiga de Dios.

El obispo dejó salir un suspiro acompañado del aliento que reflejaba su deficiente digestión derivada de los excesos de su dieta: leche bronca, tocino, carne de puerco, manteca, frituras y postres. Hizo otro breve silencio antes de responder a Sor Juana:

—Tu ingenio, dialéctica y erudición sagrada dan contundencia a tus criterios y censuras teológicas. Ni tu confesor ni yo podremos rebatir tu lógica basada en el equilibrio entre el conocimiento científico y teológico. Eso, hermana, debería ayudar al Arzobispo a quitarse el velo que empaña su visión abrumada por las sombras de un frondoso árbol, el de la oratoria gongorina y la santa ignorancia. No, hermana, no habrá persecución en contra tuya. Aguiar es sensible y agradecerá tus escritos. Pero ¿quién soy yo, madre, para decirte lo que sabes? Sólo soy un libro abierto que tú has leído varias veces.

Sor Juana captó la intención del prelado. Entendió sus palabras, en esa ocasión bordadas en el lienzo pardo de la inseguridad. Fue comprensiva y simuló. Asumió resignada lo que habría de venir. Había decidido seguir con el juego consciente de encontrar en él la parte trágica de la vida, la preparada por los curas envidiosos, ignorantes y perversos. Quiso guardar silencio; sin embargo, decidió sincerarse:

—Mi guía, padre. Usted es el faro de luz que ilumina el sendero de mis tribulaciones; el sacerdote capaz de soportar la corrupción de la retórica sagrada para protegerme de la calumnia de mis enemigos. El hilo, dice el refrán popular, su Eminencia, siempre se revienta por lo más delgado. Por eso Juana de Asbaje será objeto de diatribas ajenas a cualquier beneficio de duda. No les interesa mi condición de mujer, como tampoco les importa el mandato divino que nos ha sido legado, o sea el privilegio de crear la vida de los hombres. Ya lo decía Job: homo natus de muliere, nunquam in eodem statu permanent. A pesar de ello, padre, es decir, no obstante que hombre y mujer podemos ser los mismos, los hombres por hijos de tales madres y las mujeres por madres de tales hijos, las víctimas siempre seremos nosotras.

El obispo se quedó pensativo. Las palabras de Juana Inés lo dejaron sin habla. Su mudez coincidió con las primeras sombras de la tarde, crepúsculo que contrastaba con el brillo de la inteligencia de la monja. Fernández parecía rezar en silencio. La ventana abierta dejó entrar la brisa que anunciaba una noche fría y llena de estrellas. Sor Juana tuvo que reubicar su silla para evitar el golpe del viento en la espalda: mientras la monja se movía, después de inclinarse para mostrar su respeto, dio a la conversación un violento giro:

—Disculpe su Señoría, encenderé los quinqués antes de que nos sorprenda la oscuridad de la noche. Su manto está a punto de caer. Por cierto, pedí a Ignacia que le preparara unos ricos tamales de ayocote envueltos en hojas de aguacate cultivado en Tochimilco. No tarda en llegar con la vianda.

— ¿Ignacia, la criada india a tu servicio? —preguntó el obispo todavía sorprendido por el abrupto cambio de la plática. Además le sedujo la idea de cumplir con las demandas de su glotonería.

—Sí, padre. La misma que hace el ate de guayaba morelense, el que tanto le gusta —dijo Juana Inés sabedora de la debilidad que el prelado sentía por los postres.

Fernández volvió a quedarse callado. Sólo se escuchaba los trinos de los pájaros reunidos en la fuente del patio. Estaba ensimismado. Sacudió su cabeza cuando se dio cuenta de su distracción y alejamiento del mundo conventual.

—¡Perdón hermana! Pensaba en el Señor; en su bondad a veces manifiesta en los guisados que suelen ser tentaciones para cometer el pecado de la gula —dijo en tono de broma—. Trataré de evitarlo valiéndome de las probaditas que desarrollaron el gusto de san Pascual Bailón. Este santo no tuvo la fortuna de probar los coloridos y aromáticos guisos de Ignacia. Ojalá llegue antes de que caigan las tinieblas de la noche.

Fernández volvió a callar. Parecía meditar. Juana Inés decidió no interrumpirlo. Sabía que el sacerdote traía entre manos algo que ella desconocía. Diez segundos después el obispo retomó la conducción de la plática:

—En fin, hermana. Seré breve y directo: como bien lo dices, las mujeres son dadoras de la vida. Agrego a tu incontrovertible verdad, que también son la parte de la obra del Señor, la que más sufre. En la mayoría de los casos por culpa de los hombres, unos incomprensivos, otros malvados y los menos ajenos a todo tipo de afecto. Por ello la madre de Dios es el paradigma de la humanidad, la fuerza espiritual que nos permite ser benévolos. Y ustedes, sus hijas, las dadoras de la vida. Acudo pues a esta condición para pedirte un favor personal.

—Lo escucho, Señoría —condescendió la monja interesada en lo que vendría. Su expectación reflejaba algo del interés femenino por las reacciones comunes en los hombres, con o sin sotana.

—Necesito que atiendas y orientes a una de mis ahijadas. La pobre está esperando un hijo y ha decidido ocultar su nacimiento.

— ¡Padre…! —Exclamó traviesa la monja.

—Espera. No pienses mal. Ella es una mujer inteligente con ideas e inquietudes parecidas a las tuyas. Acudió a mí para confesar su pecado y pedir mi apoyo sabedora que nos une algún parentesco.

Sor Juana puso cara de duda. Iba a preguntar pero el obispo continuó.

—Como ves yo también puedo percibir el pensamiento de las personas. Por eso sé que Herminia, así se llama, busca lo mismo que tú: liberar a la mujer del asedio misógino, por cierto muy bien representado por Aguiar y Seixas. A propósito, ¿sabes lo que dice este hombre? —preguntó y respondió sin pausa—: que Dios lo hizo corto de vista para no ver a las mujeres porque para él representan el pecado original, ¡hazme favor! —Concluyó enfático. Tenía la intención de influir en el ánimo de la religiosa.

—Pero, ¿y yo que puedo hacer por su protegida? —preguntó Juana Inés con el tono de voz que parecía mostrarla indiferente al comentario sobre Aguiar.

—Escúchala, aconséjala, prepárala, ayúdala. Para ello cuentas con los meses que pasará aquí en el convento. Ya hablé con la superiora indicándole sus obligaciones. Una de ellas, asignártela como pupila. Así estará cerca de ti y podrás trasmitirle tu fe y conocimientos, además de animarla a compartir sus habilidades culinarias, seguramente con mejor sazón que el de Nacha. Tú y ella se unirán para compartir las bendiciones del Señor.

Iba a interceder Juana Inés pero el obispo agregó entusiasmado:

¡Ah! Antes de que digas algo quiero ponerte al tanto de una de las magias de Herminia: logró convertir al camotli, la batata de la tierra, en un extraordinario y suculento platillo dulce… Dios la inspiró para, a través del estómago, conquistar el corazón de tragones como yo.

Sorprendida y divertida por el inesperado giro de la conversación, Sor Juana inclinó la cabeza para ocultar la sonrisa que pudo haber sido interpretada como burla.

—Soy una sierva del Señor, padre —respondió humilde—. Usted es su representante en este mundo que a veces se nos muestra injusto y en ocasiones alegre a través del canto de las campanas. Esperaré con ansia a la hermana Herminia (“que Dios me ayude” —musitó). A propósito, su Eminencia: he recibido de ella dos misivas que la muestran inteligente y preparada. Pronto la conoceré en persona —dijo y de inmediato añadió con la intención de atemperar la sorpresa del obispo—. Esté seguro de que su ahijada será apoyada por su servidora. Igual lo harán muchos de los agradecidos paladares. Le dedicaré mi tiempo, que es el de nuestro Creador. Confío en la bondad del Espíritu Santo para salir airosa de la misión que, por ventura y gracia del Señor, usted me ha delegado.

El obispo se retiró. Una vez más comprobó cómo se combinaba la inteligencia con la espontaneidad de Sor Juana. Recordó las palabras que había musitado la monja. El inicio de su trayecto fue acompañado por el aletear de las aves que se bañaban en el agua de la fuente del patio. Detrás de él quedaba el ambiente propicio para que la religiosa disipara sus dudas valiéndose del ejercicio socrático entre ella y su Sombra.

El brillo de las estrellas resaltaba la oscuridad del cielo.

El murmullo de los rezos reverberaba en los muros del convento.

Los viajeros

Sor Juana tuvo varios encuentros más con su Sombra. Le complacía y tranquilizaba el ejercicio de hablar consigo misma valiéndose de reflexiones profundas e inspiradoras. Se desdoblaba y su imaginación le permitía viajar al futuro para tener diálogos que solían dejarla exhausta, confundida. “Si esto es un sueño —le confió alguna vez a Herminia—, mi pobre vida y los malos recuerdos quedarán recluidos en la celda del tiempo. Si son visiones futuristas, entonces estoy obligada a pedir perdón a quienes hoy me ofenden porque mañana mi obra será el arma que castigue su ceguera. Me abstendré de revelar mis disquisiciones. Guardaré silencio para evitar ser catalogada como la loca del convento, definición que ofendería a Dios porque Él es quien me inspira y su fuerza espiritual la que conduce mi pluma.”

Las imágenes de personas desconocidas llenaban el espacio vital de Juana Inés. Aparecían en una secuencia sin ritmo, a veces agolpándose y fundiéndose en una sola. En ocasiones se presentaban de manera organizada como si se tratase de un desfile que en décimas de segundo irrumpía en las dimensiones de su tiempo y del futuro. Era como una estela interminable de espíritus a punto de materializarse.

Cuando abandonaba esas dimensiones, cual destellos formados con frases, corrían por su mente las ideas que había escuchado durante sus lecturas: “Un libro es el diálogo con los otros y con uno mismo”. “El interlocutor es un ausente-presente que nos habla sin lengua y nos escucha sin oídos”. “Tu comunicación no es sólo con los fantasmas que están en los libros o en la imaginación, sino con mucha gente de carne y hueso, los que escribieron lo que has leído y aquellos que en los próximos siglos te van a estudiar para hacer de tu obra un legado intemporal”. “Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas”. Veía las caras de quienes pronunciaron estas frases. Le sorprendía la cascada de expresiones surgidas de los rostros que ella miraba y de las inflexiones de voz que escuchaba. La sensación le producía un extraño sentimiento fraternal. “Son mis hermanos, mis cómplices, mis fantasmas, mis guías —se decía—; son los ojos que me oyen y los oídos sordos que me escucharán aunque me queje muda”.

Hasta aquí esta parte de una vida que fue determinante para lo que vino después, vicisitudes plasmadas en las siguientes páginas. Mientras llegamos al punto pido tu comprensión y perdón por divagar entre las historias orales y documentadas así como por el siguiente violento vuelco narrativo. Doy por hecho tu tolerancia.

Sigo pues con mi encuentro exótico, venturoso y cachondo acompañado de una de las mujeres más audaces que he conocido, antítesis desde luego de lo que representa la Séptima Musa, cuyas palabras, acciones y gestos he supuesto, redundo, a partir de algunas referencias bibliográficas ligadas con relatos de familia donde la imaginación ha sido el catalizador. 

Alejandro C. Manjarrez