“Sólo el que carga el morral sabe lo que lleva dentro”
El tiempo corrió como si las presiones políticas y las prisas burocráticas lo hubiesen empujado hacia el tobogán de las sorpresas. Llevé a cabo reuniones agotadoras con los grupos empresariales, juntas con mis colaboradores, giras y colocaciones de primeras piedras. Entre unas y otras atendí peticiones de protección como la de Miguel López Kanh, el médico amenazado de secuestro por los miembros de la banda que operaba en los límites de la Mixteca poblana, casi todos padres de los niños que Miguel trajo al mundo. El tráfago laboral incluyó asimismo decenas de audiencias privadas y públicas y muchos encuentros con la injusticia que a cada rato brota entre los matorrales que ocultan casuchas horadadas por grietas que dejan pasar todo, menos la equidad social: luz, viento, miseria, frío, agua, roedores, males endémicos, reptiles e insectos. Y lo más importante: reencontré lo que había ocultado con el velo de la riqueza. Todo ello ocurrió en un santiamén; es decir, en el tiempo relativo que se lleva el gobernar al pueblo.
Sobre advertencia no hay engaño
Regreso al soponcio llamado Balerín:
Al hacer el balance de los últimos acontecimientos caí en cuenta que estaba pendiente el asunto de Odilón. Me asusté porque nadie me informó sobre lo que había pasado con él. Supuse lo peor debido a que —me lo había advertido Cordero— esos escoltas estaban preparados para tomar iniciativas a veces tan violentas como eficaces y discretas: “Ten cuidado con lo que les ordenes —me dijo el Presidente—. Tienes que ser claro y preciso para que no te causen dolores de cabeza. Son cabrones que así como dan la vida por ti, se la quitan a otros si suponen que estorban por ser enemigos del jefe. Por eso no dejes nada a su interpretación”.
Bendita advertencia.
Llamé por el radio al coordinador de ayudantes. Respondió. Sin mostrar la preocupación que empezaba a causarme estragos gástricos, después de las tres o cuatro frases que me ayudaron a disfrazarla, le pregunté valiéndome de la indiferencia que obliga el manejo del poder:
— ¿Cómo está el señor Odilón Balerín? ¿Lo han tratado bien?
—Ya se puso feliz, señor Gobernador —me respondió con la voz monótona común en las personas que están pasando por una terrible resaca.
“Estos cabrones ya lo mataron”, supuse preocupado por el vocablo “felicidad” que forma parte del léxico policiaco, a veces sinónimo de las muertes que sobrevienen al castigo o tormento excesivo. Sudé frío. No quise hablar de ello por el radio así que ordené al agente que de inmediato acudiera a mi despacho.
Se me hicieron eternos los minutos que transcurrieron entre la llamada y el arribo de Gabriel Guaraguao. Pensé en él acordándome de su mote. Le decían Rasputín porque era el consentido de las secretarias, sobre todo las pasaditas de años. Mientras el tipo llegaba me dediqué a disfrutar el colorido del cuadro de Arrieta, una de las pinturas que me consiguió mi coleccionista particular: “La compré en una galería de la Ciudad de México. Su dueño la tuvo guardada tan bien que hasta se le olvidó que existía —me dijo aquel corredor de arte con voz cantarina y atiplada, tonos que distinguen a ciertos varones indefinidos—. Tuvimos suerte, señor Gobernador, porque gracias a Carlos Salinas y desde luego al presidente Cordero, los políticos conocieron y ahora buscan tener en su pinacoteca algún cuadro de Arrieta”. Contemplé la pintura más que por sus motivos y arte, por el dinero que pagamos: doscientos mil dólares, si mal no recuerdo. Pensaba en esa compra cuando entró el escolta. Lo vi e hice acopio de la paciencia que suele ausentarse en quienes ejercen el poder creyéndose dioses. Sonriente, amigable y sereno ordené:
—Explícame las razones de la felicidad de nuestro amigo…
— ¿Perdón…? Ah sí sí Patrón. Ya no alcancé a informarle porque se cortó la llamada: resulta que Balerín es un garañón. Desde que quedó bajo mi custodia ha mantenido secuestradas a las pirujas que le llevó el equipo de Ramos. Lo curioso es que no se cansa de pedir que le digamos a su amigo el gobernador que le mande otras más jóvenes… Las llama el analgésico que le ha permitido disfrutar sus vacaciones forzadas.
El comentario me confirmó que Odilón seguía vivo y vi la “película” en la cual Mary fue uno de los actores, en su caso casual. La corrí y cuando llegué a la escena del “hágame favor de incluir dos botellas de coñac, reserva especial de 25 años”, me pareció escuchar uno de los profundos repiques de la campana María de la Catedral Angelopolitana. Sonreí por la bendita ocurrencia y rememoré el gesto de pánico en él y la actitud de preocupación en el rostro de la doctora De la Hoz. Ninguno de los dos imaginó que el primero disfrutaría de los jardines y el temaxcal y las albercas de la finca que algún gobernador construyó en Atlixco para sus “memorables encerronas”, definición cuyos autores fueron las decenas de invitados a ese tipo de convivios adornados con la presencia de damas que emulaban a las hetairai de la Grecia antigua.
— ¿Qué más ha dicho? —Pregunté con la intención de confirmar si nuestro trato formaba parte de las manifestaciones de quien acababa de estrenar la modalidad poblana de arraigo anticonstitucional, en su caso detención en condiciones de privilegio.
—Sólo le interesa el dinero. Es su cantaleta. Dice que lo necesita para recuperar su furor sexual —respondió Guaraguao dejándome ver el bosquejo de sonrisa que le permitía su leve parálisis facial. No supe si sonreía por la travesura o porque sabía cosas que yo ignoraba.
—Me refiero a que si no menciona a cualquiera de sus mujeres, esposas o amantes —aclaré para evitar los detalles que Gabriel no tenía por qué saber y menos aun discutir.
—A nadie Jefe. Se le ve muy contento. Por ello me tomé la libertad de investigarlo y preguntar a su familia si sabían dónde estaba. Fui cuidadoso para que no sospecharan. Justifiqué mi indagatoria diciéndoles que su amigo el gobernador quería hablar con él. Y no, nadie supo y menos les importó. La misma reacción tuvieron sus viejas. Percibí que preferían mantenerlo lejos y sólo verlo cuando les tocara recibir su mesada, a cambio de abrir las piernas.
Evité hacer comentarios para que el tipo siguiera explayándose:
—La única preocupada fue La Tuerta, como le dicen sus vecinas. Es una tipa lista. Dijo que se le hacía raro que el emisario del dinero también estuviera desaparecido. “Él es el encargado de traerme el chivo que me manda Odilón”, soltó la señora con la intención de que yo entendiera el mensaje.
—Ahora cuéntame qué hacen los guardias de Odilón —pregunté cortante y a la vez preocupado por el otro dizque arraigo.
—Ambos suponen que fue por órdenes de su jefe Odilón. Algo han de haber hecho los cabrones porque actúan como si merecieran el castigo. O tal vez las suripantas los mantienen anonadados. ¿Así se dice, Jefe?
Ahí quedó la conversación con Guaraguao. Omito los detalles por intrascendentes. Lo que me satisfizo fue recuperar la tranquilidad y alejar al fantasma (uno de tantos), el que tenía y tiene la forma de denuncias criminales, las que pudieron haberme puesto en la lista negra. Me serené. Ya en la soledad creativa ordené a una de mis ayudantes para que llamara al Secretario General de Gobierno. Por la línea directa instruí a Juan Águila del Sol, titular de la Secretaría de Finanzas; le dije que negociara con Odilón las condiciones y los tiempos de entrega del resto del dinero pactado, mismo que se pagó en partes. Había que eludir los comprometedores registros contables. “Lo que en política cuesta, sale barato”, argüí con mi amigo Juan recordándome la máxima más socorrida durante los gobiernos de la pos revolución.
Hago un paréntesis y aclaro que la frase que entrecomillo carece, obvio, de cualquier elemento de poesía; empero, sus siete palabras expresan uno de los actos del pragmatismo que me ayudó a entender la política mexicana. Lo adopté y puse en práctica, lo cual me permitió alejarme del mundo romántico que, verbigracia, cautivó a don Andrés Henestrosa, uno de los oaxaqueños que se le escapó al terrible Arnáiz y Freg (o tal vez se topó con él allá en la Facultad de Derecho de la UNAM).
Aprovecho la mención de don Andrés para agregar que él, mejor dicho sus actitudes, me inspiraron pero sin convencerme del todo. Sin embargo, la admiración que le tengo sigue vigente y por ello todavía recuerdo sus conceptos que lo muestran valioso; a saber:
Yo vengo como todos los hombres, de muy lejos, de muy abajo; pertenezco a la despeinada, descalza y hambrienta multitud mexicana, y he peleado, desde que me acuerdo, por ser mañana distinto al de hoy y pasado al de antier; ser distinto cada día ha sido mi lucha, pero siempre con un horizonte y sin dejar de ser aquel que descalzo anduvo en su niñez.
Me queda claro que Henestrosa nunca olvidó al niño descalzo que fue. Yo tampoco me desconocí pero en lugar de producir letras logré obtener mucho dinero. Hoy que escribo estas líneas sigo siendo un hombre muy distinto al que era, fenómeno que ocurrió a muchos de mis pares en el poder. Esto porque aparte de las lecciones que da la pobreza —con todo y sus consecuencias para la salud— desde que empecé a trabajar en la finca de un rico ranchero, aprendí que en el camino hacia el éxito político y económico hay que olvidarse de los escrúpulos para no tener que pasar por los templos que conocemos como calvarios. También me di cuenta de que si los indígenas quieren seguir siéndolo deben asumir estas tres condiciones: 1. Servir como muestra o vestigio del extraordinario mundo prehispánico. 2. Formar parte del discurso social del gobernante en turno. Y 3. Convertirse en ciudadanos ricos y por ende tan poderosos como dispuestos a colaborar con los nuestros, incluso —como pudo haberlo hecho Kafka— celebrar cuando alguna de las etnias fuese declarada patrimonio cultural de la humanidad.
¿Qué respondería Ignacio Manuel Altamirano —otro espléndido indígena nacido en Guerrero— si le preguntásemos su opinión sobre nuestra política? Seguramente retomaría una de las lecciones del Nigromante, su maestro y biografiado, para parafrasearlo y decir a los políticos hipócritas y católicos: “Aunque Dios exista las cosas se sustentan por sí solas. Así que trabajen por el pueblo sin esperar que el Señor baje del cielo para reorientarlos y perdonar sus pendejadas”.
Dicho sea lo anterior con el respeto que me merece la enorme figura de Ignacio Ramírez. Su frase: “Dios no existe, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”, así como los razonamientos que expresó, le permitieron ingresar a la Academia de Letrán, entonces dirigida por la crema y nata del conservadurismo decimonónico, todos apergollados con el escapulario que debería salvar sus almas.
A eso se refirió Altamirano cuando hizo alusión al momento en que aquellos hombres olorosos a incienso se sorprendieron al escuchar a Ramírez. Se asustaron sí, pero su cerebro se iluminó con el talento del entonces joven taciturno de tez verduzca. De ahí que omitieran la tesis científica que Ignacio les lanzó con la intención de causarles desasosiego. Finalmente lo aceptaron como miembro de aquella pomposa y recoleta Academia, decisión que años después sirvió para que algunos historiadores persignados o superficiales —los que no leyeron la biografía escrita por Altamirano— dijeran que Ignacio Ramírez había regresado al redil del catolicismo.
Esto último me lleva a compartir otra reflexión:
Si a pesar de sus expresiones y forma de pensar, el Nigromante fue escuchado y respetado por los hombres que olían a santidad (olor parecido al de los muertos vírgenes o diabéticos), no es justificable que los políticos de esta época le tengan miedo a quienes representan y dirigen a la Iglesia Católica. Se trata de una reacción producto del arrepentimiento combinado con la ignorancia y el fanatismo, actuar que trastoca todos los principios del catolicismo que, supuestamente, es su religión. Pero como de ganar indulgencias se trata…
Hago otro paréntesis para referirme al escritor Ricardo Garibay cuyo pensamiento tuvo choques severos con la fe que le inculcaron sus padres. De ello dio cuenta el poeta Javier Sicilia en Signos vitales,libro de Iris Limón dedicado al hidalguense. Trascribo las palabras de Ricardo porque algo parecido sucedió al que esto escribe:
Yo iba a misa, y después salía y me iba con una mujer que no hubiera cambiado por nada, hasta que un día me llegué a confrontar y decidí que no podía comportarme como un fariseo, como un hipócrita. Entonces decidí cerrar la Iglesia y dedicarme a pecar.
Estas confidencias fueron compartidas con mi admirada Mary. Ella, fiel a su costumbre, con su inolvidable voz cachonda, me dijo que la clase política actual creció alejada del estudio y el análisis de nuestra historia. Y aclaró: “Ah, pero eso sí, muy apegados a los jerarcas de la Iglesia católica u ortodoxa, personajes que les ayudan a expiar los pecados de su alma contaminada por la corrupción”. La falta de interés en la historia de México es pues la razón del desconocimiento generalizado sobre lo ocurrido en los días de Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada (el nombre completo del Nigromante), el liberal de ideas avanzadas que logró romper los paradigmas del conservadurismo que entonces imperaba la vida pública del país. La doctora me regaló conceptos que por prudencia política nunca me atreví a repetir ante mis gobernados ni frente a los caballeros de la vela perpetua, los católicos que con una mano se dan golpes de pecho mientras que con a otra le agarran las nalgas a la comadre. La que sigue es una de las fichas que me proporcionó mi asesora:
Pocos políticos cuentan con la cultura y sensibilidad republicana para percibir la herencia que el Nigromante dejó en México. En Puebla, por ejemplo, trabajó el proyecto de desamortización de los bienes del Clero. Si abres tus sentidos alcanzarás a escuchar el lamento del ánima de los clérigos que perdieron rentas, casas, pensiones, herencias y hasta el modito de andar; también podrás oír los rezos de los hipócritas que pecan para después pedir perdón, clemencia que los hace diabólicamente reincidentes. Son cánticos acompañados con la Música de piedra que, hubiese dicho el cura poeta Manuel Ponce, surge de la Catedral angelopolitana.
Mi condición de gobernante me impidió ser tan franco y asertivo, incluso, a veces, tuve que imitar al Tartufo de Molière.