Leonor Magenties, mi ángel de la guarda

Alejandro C Manjarrez
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Leonor fue víctima de la violencia que también azota a la Ciudad de México, espacio donde se ocultan los más torvos asesinos. Su muerte contuvo el deterioro social que tanto le inquietaba...

Una llamada de Italia salvó la vida de quien esto escribe.

En esa ocasión Alejandro, mi hijo, me pidió los resultados de la tomografía ordenada por el hallazgo del gastroenterólogo que me había auscultado suponiendo un problema estomacal. Los datos del estudio confirmaron que el pulmón izquierdo estaba lleno de “agua”. El neumólogo lo drenó hasta sacar poco más de tres litros de líquido.

Vía WhatsApp remití copia de la interpretación del radiólogo. El resultado de la tomografía preocupó a la doctora Leonor Beatriz Magenties. En esa ocasión ella, su hija Costanza Cavalli Etro y Alejandro cenaban en algún restaurante de Milán, Italia. La doctora sugirió obtener nuevas muestras del líquido para enviarlas al laboratorio de su confianza, recomendación que transmití al especialista del Hospital Ángeles ubicado en la ciudad de Puebla.

Días después Leonor recibió los datos que incluían la comprobación de las muestras realizada por un laboratorio estadounidense. Vía telefónica se lo informó a Alejandro y de manera tajante le dijo: “Es necesario que lleven a tu padre al hospital ABC para que de inmediato lo opere el cirujano Ángel Martínez Munive. No podemos perder tiempo. Ahora mismo lo llamo y le pido que lo atienda…” Imagino que Alex la escuchó asombrado imaginando el rostro amable de Leonor, la más aguda, ética, capaz e informada doctora que he conocido. Horas después mi hijo volaba rumbo a México.

La segunda punción había provocado el accidente médico que colapsó mi pulmón: el pasante del especialista introdujo mal la enorme aguja quirúrgica, error que ocurrió frente al neumólogo responsable. Éste vio el hecho con el desdén común en los médicos acostumbrados a ese tipo de eventos. Asustado pregunté qué estaba pasando. Vi cómo la sangre pintaba de rojo el líquido que circulaba por el ducto transparente mientras yo sufría un intenso ataque de tos. Después de haber recuperado la función pulmonar valiéndose de alguna droga (escuché el nombre pero no lo recuerdo) y observar la radiografía tomada in situ, el médico tratante me dijo que podía esperar hasta dos semanas para practicarme una tomografía más específica. Empero, por algún presentimiento difícil de explicar, decidí no aplazar el estudio. Me alarmó la expresión facial del doctor cuyas palabras incrementaron mi preocupación: “Si se siente mal llámeme para que le indique qué hacer. No estaré disponible porque formo parte de un curso”. El tipo me sorprendió por su desapego. Lo sucedido confirmaba que estaba más interesado en lucrar con la salud que en curar a los enfermos.

Llegué al hospital ABC horas después del intercambio de ideas verificado en Milán, Italia. Me interné para en primer término someterme a los estudios pre operatorios. Al otro día entré a la sala de operaciones donde sería intervenido por el doctor cuyas habilidades le han ganado la bien merecida fama de buen cirujano. Todo esto transcurrió en un santiamén. Lo recuerdo como si fuesen los flashazos que congelan las imágenes más impactantes: que el ultrasonido del corazón, que la radiografía, que la amabilidad de las enfermeras, que los rostros de Manola mi esposa y mi hijo Alejandro acompañándome hasta al umbral de la sala de operaciones, que la preparación para la anestesia, que las bromas entre médicos y asistentes, en fin...

Cuando desperté ya estaba en el cuarto rodeado de varios miembros de mi familia. En ese momento entendí que la intervención había sido exitosa tal y como tres semanas después me lo confirmaría la directora de Oncología del ABC, la doctora Raquel Gerson Cwilich: “Munive le hizo una excelente intervención quirúrgica —dijo con el temple que da el conocimiento y la experiencia—. Ya llegó el resultado de la biopsia. Tiene usted muchas posibilidades. En su caso funciona perfecto la terapia blanco”. El pronóstico de Raquel me hizo meditar sobre el significado de las decena de orquídeas que decoraban el entorno del consultorio: sabiduría y armonización del alma.

19 de octubre de 2015

Al siguiente día de la intervención quirúrgica me visitó el cirujano. Lo sentí muy satisfecho con su trabajo. Explicó cómo había extraído el tumor causante del mal. “Por su ubicación —comentó el galeno— tuve que dar muchas vueltas hasta que logramos lo que parecía imposible. Gracias a ello usted está sentado ahí, escuchándome. Aquí le dejo el video de su operación”. Así me enteré de que mi pulmón había servido a la llamémosle glotonería celular del malvado alien cuya malignidad estuvo a punto de matarme. ¡Vaya sorpresa! Según yo ingresé al hospital para recobrar la función de mi pulmón colapsado, lo cual ocurrió después de extirpar el tumor e inflar el órgano dañado con argón, gas usado para sellar las lesiones en las cirugías complicadas, como la que me hicieron.

Así fue como Leonor se hizo presente en mi vida. La buena ventura, producto de la circunstancia familiar comentada, me inspiró para designarla mi ángel de la guarda. Lo hice el 22 de octubre día en que ella acudió al hospital para visitarme: llegó acompañada del sonido de las campanitas que sobresalía al barullo provocado por las enfermeras sorprendidas ante la presencia de la admirada doctora reconocida por la autoridad moral que le precedía y su comprobada actitud profesional. Cuando Leonor se paró frente a mí percibí su energía equiparable a la que distingue a los seres elegidos. Me impresionó su elegancia. Portaba un collar y dos sonoras pulseras con dijes de oro amarillo y blanco, una en cada muñeca. Su vestido de fina tela negra entretejida con listones dorados parecía diseñado por el mejor de los modistas de Milán, la ciudad que recién acababa de dejar. Me alentaron sus palabras; las resumo en la siguiente frase: “Olvídate del pasado. Inicias una nueva vida. Tienes que disfrutarla como si hubieses vuelto a nacer”. La escuché con atención impresionado por la femineidad de sus siete décadas, talante que combinaba perfecto con su personalidad, sensibilidad y sabiduría.

Después de aquel encuentro seguí en contacto con ella. Hablamos de política, pasión que compartimos. Descubrí en ella a un ser perceptivo y extraordinariamente bien informado. Sus observaciones políticas me mostraron su capacidad e inteligencia singulares. Analizaba a los políticos y diagnosticaba lo que ocurriría. Sus pronósticos se concretaron con la precisión de quien hace una anatomía del organismo y encuentra la razón de sus males. Sabía lo que le esperaba al México agobiado por la corrupción y la incompetencia de sus autoridades. Estaba al tanto de los problemas producto de la improvisación y las contradicciones de quienes se encargan de la cosa pública. Además, de acuerdo con su profesión, tenía el diagnóstico preciso del sector Salud controlado —y en algunos casos dañado— por los gobernantes del país.

Solíamos comentar las notas de la prensa nacional e internacional, en especial las columnas políticas. Nunca dejó de sorprenderme. Contaba con una admirable capacidad para encontrar las fallas y los aciertos del gobierno, así como para descubrir la tendencia política de algunos comunicadores. En alguna de esas conversaciones dijo algo que coincidió con mi apreciación sobre la prensa y sus periodistas: hizo una diagrama verbal sobre las capacidades, intereses y tendencias de los columnistas de México. Raymundo Riva Palacio resultó el mejor calificado debido a la capacidad, información y actitud profesional que le distinguen.

Aquella nuestra relación telefónica duró varios meses. Conversamos durante horas. Ignoro la impresión que pude haberle causado. De lo que estoy cierto es que Leonor, además de haber sido mi Ángel de la Guarda (así con mayúsculas), fue un ser dotado de gran espiritualidad, de una extraordinaria inteligencia y además portadora de varias de las cualidades ausentes en muchos de los profesionistas de la medicina. Su diagnóstico sobre México resultó trágicamente acertado, sobre todo en el tema de la violencia, índices y consecuencias que a ella tanto le preocupaban.

Días antes de la fecha propuesta para la entrevista que habría de hacerle, comprobé que la estupidez criminal no respeta nada, ni siquiera a los seres excepcionales: Leonor fue víctima de la violencia que también azota a la Ciudad de México, espacio donde se ocultan los más torvos asesinos. Su muerte confirmó el deterioro social que tanto le inquietaba porque, igual que los mexicanos de bien, atestiguó apesadumbrada cómo se fue corrompiendo el ambiente social que décadas antes la sedujo al grado de incitarla a dejar Argentina para adoptar a México como su segunda patria.

Sé que nunca más la volveré a ver, sin embargo, también sé que conservaré en mi mente su imagen resguardada por los sonidos aquellos que antecedieron a su alentadora presencia en el hospital, entonces como ahora acompañada de inolvidables mensajes y actitudes humanistas enmarcadas con el valor privativo de los seres cuya inteligencia y conformación espiritual los hace únicos e inolvidables. Por todo ello, cuando pienso en Leonor, escucho el agradable sonido de las campanillas que anunciaron el que para mí fue un venturoso encuentro y el inicio de la recuperación de la salud que me dio nueva vida…

Alejandro C. Manjarrez