Cuauhtémoc Cárdenas acaba de demostrarnos que los perdedores siempre se valen de pretextos para justificar el triunfo de su opositor y sobrellevar el peso de la derrota. De ahí su criterio respecto a que el proceso electoral fue manipulado para cometer lo que él llama un fraude descomunal...
El hecho de haber perdido esta que era la elección de su vida, indica que el PRD se equivocó de camino: en lugar de manejar propuestas inteligentes, propositivas y pacíficas, prefirió enarbolar banderas ya superadas y manejar con un discurso incendiario. Tal vez supuso que vivimos un proceso electoral donde la violencia y el desacato eran condiciones para “emancipar a la sociedad del yugo de la dictadura”.
Queda claro, pues, que la oferta del perredista estuvo tan ceñida a la incertidumbre que acabó por asustar a los votantes en cuyas preferencias nunca ha figurado la guerra, vaya ni siquiera la resistencia civil. En consecuencia, además de no ganar la elección el michoacano revivió lo que podría llamarse voto de repudio a la violencia o, lo que es casi lo mismo, permitió el nacimiento del “sufragio de la seguridad”.
Curiosamente, en 1988, la candidatura de Cuauhtémoc alcanzó el 31.06 por ciento; la del PAN el 16.81 por ciento; y la del PRI el 50.74 por ciento (hoy se dan casi los mismos porcentajes, pero invirtiendo la posición de los partidos derrotados). Esa “pequeña diferencia” entre el triunfo de Carlos Salinas y la votación del entonces candidato del Frente Democrático Nacional, hizo que durante seis años la familia cardenista abrigara la esperanza de ascender al poder. Empezó diciendo que el triunfo les había sido hurtado. Y terminó con la cantaleta de que Salinas era un usurpador, un presidente ilegítimo.
Sin embargo, hemos visto que sucedió lo contrario. Con el rechazo contundente a la oferta perredista, el pueblo dejó constancia, no de su conformidad como pretenden hacernos creer algunos de los intelectuales revolucionarios, sino de su deseo de progreso bajo un clima de paz y concordia.
Dos fueron los magnos errores del hijo del “Tata”: uno de ellos consistió en afiliarse al Movimiento Zapatista encabezado por el misterioso “subcomandante Marcos”; y el otro lo cometió precisamente el día del cierre de su campaña, cuando tuvo la peregrina idea de conminar a sus seguidores a la resistencia civil, posición que sonó más a una invitación al desorden, a la revuelta, a la insurrección, a la guerra civil, que a la unidad nacional ansiada por los mexicanos.
Ante ese llamado, cundió el pánico: los indecisos prefirieron lo malo por conocido; los que habían ejercitado el voto de castigo regresaron al redil priista; y los abstencionistas sintieron, por primera vez, la responsabilidad de cumplir con el deber cívico de votar. Cuauhtémoc Cárdenas representaba la incapacidad para controlar la violencia y, por ende, para gobernar un país que necesita, además de cordura, unidad, mano firme y el consenso de su sociedad.
Recordemos que en un año ocurrieron tres eventos cargados de brutalidad. Primero fue el asesinato del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, después apareció la insurrección chiapaneca; y finalmente ocurrió el magnicidio de Luis Donaldo Colosio Murrieta. Además y como para meternos en un ambiente de delincuencia internacional, o si usted quiere de terrorismo, hicieron acto de presencia las “vendettas” entre narcotraficantes, los atentados dinamiteros y los secuestros al estilo etarra.
Dada la inseguridad, el estremecimiento y la zozobra, el pueblo tuvo que tomar una importante decisión: legitimar a su próximo presidente. Entendió que si un gobierno funciona y responde con éxito a las demandas que la sociedad necesita, además de la confianza de los gobernados, estar encabezado por una persona responsable y seria, sin delirios de grandeza o caudas de amargura. Y estos son, precisamente, los requisitos que no pudo cumplir Cuauhtémoc Cárdenas.
21/VIII/1994