Una gran parte de la intelectualidad mexicana se encuentra sorprendida por el triunfo del PRI...
Todavía no ha podido asimilar ni la derrota del PAN ni la estruendosa caída del PRD al tercer puesto de las preferencias electorales. Están confundidos porque esperaban, anhelaban, habían pronosticado, incluso prepararon las exequias del partido oficial.
Desde un punto de vista poco objetivo y mostrando poca investigación (cosa extraña en personas que dedican su tiempo a investigar, leer y escribir), cuando criticaron los resultados de la votación, varios intelectuales no tuvieron empacho en emitir epítetos y maldiciones gitanas para menospreciar u ofender a una buena parte del pueblo, es decir, a los diecisiete millones 336 mil 325 mexicanos que votaron por Zedillo.
Entre las opiniones que escuchamos y leímos, una establece que la mitad de los electores se manifestó contra el partido de Estado. Es obvio, pues, que los emisores de esa declaración no cayeron en cuenta que bajo tal óptica el PRD fue repudiado por el 82.9 por ciento de los electores, y que el PAN tuvo en contra nada menos que al 73.31 por ciento de la opinión de los mexicanos (que conste que por la afluencia de votantes, esta elección ha sido la más importante de la historia).
Pero además de su posición antigobiernista, la clase pensante parece no entender que las propuestas de uno y otro se alejaron del ánimo ciudadano. En el primer caso porque la amargura y el resentimiento envolvieron la oferta política; y en el segundo, debido a que la mayoría de los que sufragaron por Acción Nacional, lo hicieron más que por un partido político, por una persona cuyo estilo y carisma cautivó a los jóvenes clasemedieros.
A mi juicio, Diego Fernández de Ceballos pudo entusiasmar a ese estrato de la mocedad, debido a que por su estilo “echado pa delante” llegó a convertirse en una especie de adalid del odio hacia el padre que – según los psicólogos– durante la juventud prevalece en la muchachada para, en cualquier oportunidad, manifestarlo contra la autoridad, contra el gobierno en funciones, contra sus representantes y, en época electoral, contra el candidato surgido de sus entrañas. Sin embargo, por joven y propositivo, Zedillo tuvo oportunidad de remontar ese efecto y en consecuencia allegarse una buena cantidad de sufragios juveniles y rebeldes.
Como hemos visto el voto quedó equitativamente distribuido y estableció que Mexico ya maduró. Aquella, en apariencia, esperanza política popular que en 1988 impulsó a Cuauhtémoc Cárdenas, solo pudo conservar el número de sufragios pero no así el porcentaje. En la elección referida el expriista y exgobernador de Michoacán obtuvo cinco millones 929 mil 585 votos (31.06 por ciento de la votación general) y ahora, curiosamente, casi repite la cantidad con cinco millones 557 votos, aunque su porcentaje haya descendido al 17.08 por ciento.
Ni hablar, pues, que los resultados tomaron por sorpresa a muchos mexicanos, en especial a los que por convicción personal, obsesión política, frustración, imitación, esperanza familiar, proyecto de clan, desesperación económica, resentimiento u “odio jarocho” -casi irracionalmente– que perdiera el PRI y todo lo que representa.
Empero, creo que después de la última declaración de Cuauhtémoc (por cierto con un alto contenido de inteligencia y sentido común), para atemperarse o diluirse, la mayoría de las cargas viscerales que contra el priismos y su parafernalia existen.
Si ello llegará a ocurrir, siempre y cuando la nueva perspectiva de la transición adoptada por Cuauhtémoc Cárdenas influenciara a la intelectualidad cardenista, la República podría salir beneficiada. Esto es porque la sociedad se encontraría, más que ante una disyuntiva de “insurrección o democracia adjetivada”, ante la posibilidad de proseguir por la ruta de la civilidad política a la cual acabamos de ingresar.
Ojalá entiendan la contundencia del pueblo los llamados hombres y mujeres de razón; aquellos cuya cultura les ha convertido en factores de opinión y liderazgo cultural.
30/VIII/1994