(Segunda parte)
Carlos Salinas de Gortari debe haberse sorprendida por las respuestas a su política modernizadora, en especial por aquellas que se dieron después de las modificaciones a los artículos Tercero, 27 y 130 de la Constitución, cuando entró en vigor el TLC, y por la democratización del PRI que, según sus propios miembros, es causa de heridas tan profundas como permanentes.
Como usted sabe, las modificaciones de los preceptos constitucionales permitieron que los enemigos del régimen tuvieran excelentes pretextos de crítica. Ocurrió exactamente lo mismo al ponerse en marcha el TLC. Y la reacción volvió a repetirse, cuando lesionando los intereses priistas, se concedieron diversas posiciones al PAN.
Sin embargo, a pesar de tanto resentimiento, el presidente avanzó en su proyecto personal casi sin complicaciones. Y lo hizo aún contra algunos grupos que le endilgaban el deseo y/o la intención de crear condiciones propicias para continuar en el poder, lo cual, entre otras cosas, le obligó con las corrientes de opinión más importantes –como el clero–, a dar aliento a grupos financieros nacionales, a brindar todo género de facilidades a los inversionistas internacionales y a responder a las expectativas expansionistas y comerciales del gobierno de los Estados Unidos.
Pero cuando Carlos Salinas parecía marcado por el éxito contundente, ocurrió la muerte del cardenal Posadas, preámbulo de lo que más tarde serían tres de los acontecimientos que han convulsionado al país.
Curiosamente, cada uno de estos eventos apareció con extraña y cronométrica precisión.
El primero, es decir, la muerte del príncipe de la Iglesia, ocurrió poco después de que la Constitución de México se modificara para dar personalidad jurídica a las instituciones denominadas iglesias. El segundo, o sea la insurrección chiapaneca, apareció justo el día en que comenzaba a operar el TLC. El artero crimen contra Luis Donaldo Colosio Murrieta, fue el tercero, y más aparatoso de los acontecimientos históricos. Y finalmente, los sicarios de algunos de los grupos resentidos con la política salinista, decidieron matar a José Francisco Ruiz Massieu, su ex cuñado, compadre y entrañable compañero de ideales.
En cada caso el presidente tuvo los arrestos suficientes para superar los escollos que el destino le atravesó. Pudo remontar el trágico suceso del 24 de mayo de 1993, cuando en Guadalajara cayó asesinado el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo. Empezando 1994, apagó en diez días el brote revolucionario surgido en los altos de Chiapas. En el mes de marzo siguiente, el destino le dio oportunidad de demostrar su consistencia política para reponerse de la tragedia de Tijuana e incluso designar como candidato a Ernesto Zedillo Ponce de León, otros de sus leales colaboradores. Una vez conocido el resultado de las elecciones del 21 de agosto, su gobierno impuso una nueva marca internacional en lo que a eficacia, concurrencia y limpieza electoral se refiere, empero, horas más tarde, ocurrió el homicidio de Ruiz Massieu, golpe que sin duda debió ocasionarle un terrible daño emocional.
Como usted podrá observar, los eventos sucedieron en un orden por demás sospechoso. Cada uno ocurrió poco después de que el gobierno tomara decisiones que afectaron a los grupos de poder: el del narcotráfico que había convertido el territorio nacional en una cabeza de playa, el de los liberales que jamás imaginó lo que ahora se cataloga como el peor recule ideológico del sistema, el de los llamados dinosaurios cuya decepción había sido atemperada por la posibilidad del cambio sexenal, el de los corruptos que estaba acostumbrado a negociar posiciones mediante tratos económicos importantes, el de los soñadores lesionados por la tónica salinista que acabó con sus ilusiones, el de los intereses fraguados al calor del ilícito, bajo el cobijo de favoritismos y entre complicidades políticas, y el de los caciques que se enredó en las nuevas redes que pretenden controlar la vida burocrática de la nación.
De existir un complot, creo que habría que buscar entre algunos de esos grupos.
11/X/1994