Durante los regímenes de Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos e incluso de Gustavo Díaz Ordaz, la crisis económica siempre estuvo latente; era parte de los problemas a sortear...
Como ahora, entonces también estábamos en vías de desarrollo, circunstancia que aunada a la explosión demográfica, mantuvo casi sin variar el porcentaje de pobres. Literalmente, la esperanza era lo ultimo que moría.
Fueron décadas en que la mayoría de la gente confiaba en su gobierno, no obstante problemas políticos tan graves como el levantamiento armado del general Gasca, las broncas organizadas por los maestros y el movimiento del 68, éste último parteaguas de lo que más tarde sería el alejamiento entre pueblo y Estado.
Según refieren los políticos de la época, la que hoy conocemos como clase media crítica, entonces gustaba de redogearse con el éxito de sus autoridades o, como ocurrió con López Mateos, hasta le festejaban sus debilidades, su frivolidad.
En la actualidad existe una gran diferencia en relación con aquel estilo de gobernar. De acuerdo con los exégetas del quehacer público, esa diferencia se debe a que la tecnocracia llegó para apropiarse de las parcelas de poder, supliendo el oficio político por un pragmatismo económico que, para desgracia de la humanidad, se ha expandido por todo el mundo. Hemos perdido la oportunidad de confiar en el clásico apapacho que antes nos brindaban los viejos políticos. Y cada día está más lejos la esperanza que daba vigor al ánimo de los gobernados e inyectaba el optimismo que permitía soportar los malos ratos producidos por la pobreza, la desgracia, el desempleo, la marginación, el latrocinio burocrático y la corrupción gubernamental.
Sin embargo, a pesar de tantos mandobles económicos–financieros ( aumentos, inflación, devaluación, etc.), creo que el pueblo aún conserva su singular capacidad de respuesta. Y, precisamente, en esa capacidad de respuesta, el presidente Zedillo tendrá que fundamentar sus planteamientos politico–económico–sociales y –si puede– relegar las teorías economicistas que tan enmarañadas tienen a las finanzas públicas nacionales.
Creo, pues, que la solidaridad y la unidad de los mexicanos, son valores que deben aprovechar los gobernantes tal y como en su tiempo lo hiciera el presidente Lázaro Cárdenas, cuando México tuvo que pagar los activos de las compañías petroleras expropiadas. Y por si no se le ha ocurrido, habría que proponerle al señor presidente, que su gobierno ponga a funcionar un programa que fomente el ahorro de dólares en nuestro territorio. Permitame explicarle:
Como usted sabe, en Estados Unidos existen más de diez millones de nacionales que indocumentados o no trabajan y producen riqueza. Y que hay otro tanto (o más) que aunque naturalizado o nacido en las tierras del Tío Sam, vive orgulloso de su origen azteca y en tal virtud necesita vincularse con sus raíces, con su historia, con su cultura.
De ahí que este columnista pregunte ¿por qué no se ha diseñado un sistema que permita a esas personas ahorrar e invertir en México; y por qué el gobierno no hace algo para captar parte del producto de ese trabajo que, además de beneficiar a los ahorradores con mejores intereses, inyectaría los dólares que necesita nuestra deteriorada economía?
Y mire usted, que podríamos hablar de varios miles de millones de dólares, a partir de los siguientes números que, a lo peor (me arriesgo), resultan como las cuentas del gran capitán.
Si cada mexicano radicado temporal o definitivamente en el vecino país, guardara en bancos mexicanos un dólar al día (tres por ciento de su salario mínimo por jornada laboral de ocho horas), México llegaría a captar más de tres mil millones de dólares cada año; esto sin contar los depósitos extraordinarios motivados por el patriotismo, la solidaridad y la unidad que distingue a los mexicanos. Nunca más la estabilidad de la nación dependería de la inversión especulativa o del capricho e inspiración de los coyotes financieros.
Como ve usted, el pueblo podría ser la salvación de las finanzas nacionales.
5/I/1995