Guanajuato
La profesión de fe en el hombre público debe ser tan venerad como para el soldado su bandera.
Enrique Colunga
Enero 31, 1917
La iglesia católica había quedado herida por la Constitución de 1917. Se sentía aislada de la riqueza y sin oportunidad de volver por sus fueros. Conforme a un criterio decimonónico que se sustentaba en los “privilegios” de la autoridad espiritual, estaba dispuesta a recuperar, a como diera lugar y “con la ayuda de Dios”, el viejo dominio inmobiliario y la enorme influencia sobre los actos del poder público.
Sus dignatarios no quisieron entender que el feudalismo estaba acabado; que por haber sido establecida la educación laica nunca más podrían “poner luces en el exterior, para conservar dentro el oscurantismo”; que al ser rebasada la vieja idea sobre la propiedad, la nación ejercía el pleno dominio de tierras y aguas; que la propiedad privada quedaba supeditada al interés público; y que a las asociaciones religiosas les estaba prohibido administrar o poseer bienes raíces y figurar como prestanombres de extranjeros. Menos aceptaron que el gobierno les exigiera nombrar un administrador de los templos y de su patrimonio.
Ese rechazo a la “ley del Hombre” fue exacerbado cuando en el gobierno de Álvaro Obregón empezaron a nacionalizarse los bienes que eran propiedad de la iglesia católica. Sin embargo por las deficiencias del sistema jurídico de entonces, el clero resultó beneficiado con algunas jurisprudencias que les permitieron adquirir el vigor suficiente para insistir en recuperar o conservar sus bienes y privilegios.
Pero de repente se encontraron con el gobierno del general Plutarco Elías Calles, cuyo interés fue poner en práctica los preceptos constitucionales, empezando por la reglamentación del artículo 130. Ya se imaginará usted el revuelo que se organizó con esta medida, sobre todo cuando los sacerdotes fueron conminados a registrarse como encargados de los templos y por ende, a realizar el inventario correspondiente.
Y aunque la ley no exigía ningún requisito para la función de administrar los bienes de la iglesia, considerados patrimonio de la nación, de inmediato el clero empezó a organizar su defensa contra lo que suponía una intromisión en los asuntos espirituales. Obviamente con el disgusto de los jerarcas de la iglesia católica pues de alguna manera estaban siendo desplazados de la riqueza terrenal para –sin querer porque no fue esa la intención– ubicarlos en el contexto del credo de Nicea, es decir como verdaderos pastores en pleno ejercicio de sus votos, incluidos, paradójicamente, los de la pobreza y de la castidad.
Ante esa circunstancia decidieron cerrar los templos, pero no para protegerlos de algo o de alguien, sino con el deliberado propósito de enardecer a los católicos y con engaños enfrentarlos al gobierno. Entre otras cosas dijeron que la Constitución de 1917 hería “los derechos sacratísimos de la iglesia católica, de la sociedad mexicana y los individuales de los cristianos” porque proclamaba “principios contrarios a la verdad enseñada por Jesucristo”, hasta el principio divino que es “anterior al Estado y en consecuencia no depende de él”
El 27 de enero de 1926, el “Universal” publicó una nota donde se informaba del regreso del Obispo de Durango y del Obispo de San Luis Potosí, quienes habían ido a Roma para recibir instrucciones del Papa sobre cómo defender a la iglesia.
Empezaron con la organización de una gran asamblea del Episcopado Nacional, en la cual quedó establecida la estrategia de la campaña destinada a derogar las disposiciones constitucionales consideradas como inadmisibles e injustas. Al mismo tiempo iniciaron la colecta de cinco centavos por miembro de asociaciones piadosas y católicosociales, misma que reuniría los fondos necesarios, para junto con los ahorros de otras colectas parecidas, “defender los intereses del pueblo católico” de México.
Así, el 4 de febrero del mismo año se publicaba una declaración del arsobispo de México que dejaba constancia de la tozudez magicorreligiosa que se antepone a las razones humanas.
“La doctrina de la iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos hicieron contra la Constitución de 1917, no ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la Doctrina de la Iglesia.
La información que publicó “El Universal” de fecha 27 de enero en el sentido de que se emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al Derecho natural, es perfectamente cierta. El Episcopado, Clero y católicos no reconocemos y combatiremos los artículos 3º, 5º, 27 y 130 de la Constitución vigente.
Este criterio no podemos por ningún motivo variarlo sin hacer traición a nuestra fe y a nuestra religión”.
Esta retadora actitud, que reiteraba el rechazo de la iglesia a la Constitución, obligó al presidente Calles a intervenir. Primero lo hizo con una declaración que buscaba alertar a la gente sobre las transgresiones legales en que, había incurrido el clero, y al mismo tiempo informar sobre la dimensión de ese reto a la autoridad de la república, una especie de atentado contra el Estado de derecho.
Para lograr su propósito, que sin duda era buscar la conciliación sin menoscabo de su autoridad, el general Calles también hizo uso de las páginas de “El Universal” y el 8 de febrero apareció publicado el siguiente texto:
“En 1926, el gobierno de la República se encontraba gravemente preocupado en la resolución de serios problemas de carácter tanto interior como extranjero, y estos últimos, especialmente en aquella época, presentaban aspectos de seriedad especialmente con el gobierno de los Estados Unidos por la cuestión del petróleo en México. La prensa de este país así como la del extranjero y la propia de los Estados Unidos incitaba a la opinión pública abultándo la gravedad de los acontecimientos, a tal grado que hubo órganos periodísticos que llegaron a asegurar que de un momento a otro vendría una declaración de guerra hecha por alguno de los dos gobiernos de estos pueblos, y que una poderosa escuadra americana había recibido órdenes de partir rumbo al sur debiendo recibir instrucciones en altamar sobre la misión que habría de cumplir y que no era otra que desembarcar tropas en territorio mexicano para dar principio a la guerra entre las dos naciones. Este era el momento angustioso de la vida nacional, cuando el clero católico, por boca de su máximo representante el Arzobispo Mora y del Río, lanzó por uno de los periódicos de mayor circulación en el país una declaración categórica y terminante que hacía el desconocimiento completo y absoluto de la Constitución General de la República e incitaba a todos los ciudadanos del país a su desobediencia”.
Al igual que los curas, los políticos también se unieron. Por ejemplo el general Álvaro Obregón decidió romper el silencio que años después llegaría a convertirse en tradición para los expresidentes (tradición por cierto rota por Carlos Salinas de Gortari debido a circunstancias que más adelante referiré).Y quizás pensando en ayudar a su sucesor, que además de su amigo era el único hombre capaz de conducir al país hacia la vida institucional, no quizo quedarse atrás y también acudió al “Universal” para declarar que:
“El conflicto religioso fue provocado por las declaraciones lanzadas por el arzobispo Mora y del Río. Estas declaraciones, sin que antes hubiera ocurrido ningún incidente que pudiera haberlas provocado, coincidieron con la crisis internacional que provocaron los grandes intereses extranjeros, que se creyeron lesionados con la promulgación de las leyes del petróleo y extranjería, y todos los que conocemos la actuación del Clero a través de los distintos conflictos internacionales, políticos y armados que México ha tenido que afrontar desde su independencia, nos dimos cuenta de que no era una mera casualidad aquella coincidencia, (sic) y que el acto entrañaba el deliberado propósito de acumular una dificultad más y demostrar a los descontentos extranjeros que en nuestras propias fronteras tenían aliados para combatir a nuestra propia Constitución, poniendo al servicio de los intereses políticos la fe de los creyentes”.
Saltan a la vista, pues, que las razones legales de la sociedad civil y la vocación espiritual que debe distinguir a los miembros de la clerecía católica, fueron rebasadas por ambiciones terrenales, que en el ámbito sacerdotal pueden entrar en las definiciones del pecado de simonía. Esto es porque a sabiendas de que su guerra estaba perdida los organizadores, (léase curas) no se tocaron el corazón para embarcar a muchos ilusos en una aventura en cuyo espectro destacaba el sacrificio. Convencieron a su feligresía aprovechándose de la autoridad espiritual que ejercían.
En cuanto el clero supuso que su guerra necesitaba apoyo, acudió a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, a fin de que le proporcionaran ayuda estratégica y asesoría política para organizar a sus huestes, a su vez esta organización solicitó la colaboración de los Caballeros de Colón de los Estados Unidos, con la ilusión de presionar desde ese país al gobierno mexicano mediante manifestaciones públicas. Los argumentos eran que el gobierno de Calles había clausurado los colegios católicos y prohibido el culto en las iglesias. Todo ello permitió que el juez católico Talley pidiera al gobierno de Washington retirar su reconocimiento al de México. Sin embargo, nuestro cónsul en Nueva York nos defendió de este embate al declarar (The New York Times 7 de julio de 1926) que era falsa la persecución religiosa, que todos los credos disfrutaban de garantías conforme a la Constitución y que el gobierno solo trataba de hacer respetar la ley.
El mismo día, el ex secretario de Estado Hughes se entrevistaba con el Papa. En la agenda aparecieron dos temas el Congreso Eucarístico de Chicago y la cuestión religiosa en México, éste último por cierto muy a tono con las noticias, pues acababan de llegar a Roma las monjas y los frailes expulsados por el gobierno de Calles.
Con esa ayuda y la del ex ministro italiano Luzzati –quien escribió un artículo lleno de interperancias para solicitar el apoyo de los Estados Unidos y la Liga de las Naciones en los asuntos internos de México–, los obispos de diversas regiones del mundo se integraron a la contienda publicando pastorales en contra de nuestro país. La prensa católica no se quedó callada y se dio vuelo al incluir en sus páginas todo tipo de injurias y calumnias en contra de las autoridades mexicanas.
Parecían dadas las condiciones para el triunfo de las intrigas. Y fue en la reunión del Congreso Eucarístico de Chicago donde los jerarcas de la iglesia de México echaron toda la carne al asador. Suponían que el clero del vecino país tenía la fuerza suficiente para obligar al gobierno estadounidense a intervenir en caso de que nuestro gobierno no se plegara a sus exigencias, como por ejemplo la adquisición de todo tipo de bienes.
Como no hubo la respuesta esperada, los jerarcas del clero optaron por unirse a la suerte de las compañías petroleras, cuya única y gran preocupación era el mandato del artículo 27 de la Constitución, es decir, la propiedad del suelo y subsuelo en el territorio nacional. Los Caballeros de Colón decidieron incluir en los temas a discutirse en la Convención en Filadelfia el asunto de sus cofrades mexicanos. Tomaron a su cargo la campaña para interesar a los Cardenales norteamericanos Mandelein de Chicago y Hayes de Nueva York. La respuesta fue positiva y los príncipes de la iglesia publicaron sendas pastorales donde hacían severos cargos al gobierno de México. Con ellas querían que la opinión pública de los Estados Unidos se manifestara contra la administración callista. Mandelein ordenó leer su pastoral en todas las ceremonias eclesiásticas del 25 de julio de aquel año, la cual incluía declaraciones del influyente James A Flaherty excaballero supremo de la organización de los Caballeros de Colón, y desde luego sus propias frases que sin la censura de su conciencia transgredían el decoro espiritual que deben llevar esos documentos casi celestiales.
Al no darse la respuesta esperada, los Caballeros de Colón decidieron elevar una protesta contra la conducta oficial del Departamento de Estado de los Estados Unidos, pues éste se había negado (porque no le convenía) a retirar el reconocimiento al gobierno callista, insistiendo en que el problema religioso era un asunto que por su carácter interno solo competía a México.
Por su parte Flaherty dijo:
“…el resultado de las deliberaciones de la Convención será un llamado al gobierno norteamericano para que proteste por la forma en que el presidente Calles está suprimiendo la libertad religiosa en el país, y aunque el gobierno de Estados Unidos ha declarado que es un asunto interno creo que la protesta contra el obispo Caruana puede ser el pretexto de nuestra protesta”.
Después volvió a la carga el juez Talley e insistió en que los Estados Unidos desconocieran al gobierno mexicano e intervinieran en su política interior.
Flaherty acompañado de D.J Callahan tesorero de la orden de los Caballeros de Colón el 12 de agosto viajó a Washington para entrevistarse con Kellogg y nuevamente solicitar la intervención del Departamento de Estado en el conflicto religioso para garantizar los intereses norteamericanos invertidos en México. Como no quedaron satisfechos con la respuesta diplomática (“las negociaciones con México serán por los conductos debidos” dijo el embajador Sheffield), se entrevistaron con el presidente Coolidge. El 16 de agosto el presidente y su Secretario de Estado les hicieron saber que “ni los derechos de un Tratado ni los precedentes diplomáticos ni el Derecho Internacional, justifican intervención alguna del gobierno norteamericano en un problema puramente interno de la República del sur”.
El día que Flaherty se entrevistaba con Kellogg, el embajador Manuel C. Téllez declaraba a un corresponsal de la United Press en Washington:
“No me sorprende la actitud de los Caballeros de Colón que constituyen la organización más retardataria del mundo. La rama mexicana de esa asociación está conformada por conservadores que han constituido siempre un partido antipatriótico. Ellos fueron quienes trajeron a México al emperador Maximiliano. Pero si hoy intentan algún movimiento contra el Gobierno, éste está listo para contestarles con energía”.
Carlos Violanante, reportero de “El Universal”, obtuvo de Genaro Estrada, subsecretario de Relaciones Exteriores del gobierno mexicano, la respuesta al porqué de la propaganda extranjera contra México.
“Desde luego la acción clerical se ha dirigido especialmente hacia los Estados Unidos, en donde hemos comprobado el triste caso del señor Edelmiro Traslosheros de México, quien fue a representar a su grupo a una Asamblea celebrada en Filadelfia, en la cual los Caballeros de Colón desidieron solicitar ayuda del gobierno norteamericano para resolver lo que ellos han dado en llamar ‘Conflicto religioso’. Además, se ha recibido una amplia información en el sentido de que pocos días antes de la abortada intervención de Enrique Estrada, propagandista religioso, se dedicaron a recabar fondos entre los fieles de California, para ayudar a México”.
El 21 de agosto siguiente, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores y el Obispo de Tabasco Pascual Díaz se entrevistaron con el presidente Plutarco Elías Calles y, según los informes de los prelados he aquí lo que ocurrió:
“Tomó la palabra el señor Díaz, dándole las gracias por la entrevista que había facilitado. Que éramos patriotas como el que más, y en prueba de ello refirió lo acontecido en la junta Episcopal de abril de 1925, cuando se pidió a los obispos que acudieran al embajador americano; como al oír tal proposición, a una voz, casi sin dejar acabar de leer dicho ocurso, se había desechado, y se le entregaron copias de dicho ocurso en inglés y en castellano.
Calles les contestó que ‘una cosa eran las palabras y otros los hechos, que el gobierno tenía información de las actividades de los católicos y aún del clero destinadas a provocar motines dentro del país y presionar a los extranjeros para que se declararan contra México’. Y se quejó de que el Papa estuviera ‘pidiendo a las naciones extranjeras que hicieran presión sobre su gobierno’’.
Según el informe de Ruiz y de Díaz, se le propuso al presidente reanudar el culto siempre y cuando el Episcopado y el Papa lo aprobaran y él declarara a la prensa internacional:
“que el aviso de los sacerdotes era una medida puramente administrativa y que no quería con eso el gobierno mezclarse en los asuntos de dogma y disciplina. Contestó que de ninguna manera podría hacer él eso, porque la intención de tal aviso era que se reconociera el derecho de propiedad que la nación, representada por el Ejecutivo, tenía de los templos y que lo menos que podía pedirse era saber quien los ocupaba. El señor Díaz le dijo que era buena diplomacia la de callar algunas veces la verdad y que ese reconocimiento de la propiedad de la Nación respecto a los templos era inadmisible.
Al terminar la conferencia ya de pie nos dijo:
‘Pues ya saben ustedes, no les queda más remedio que las Cámaras o las armas’ y se le contestó: ‘Nos alegramos, señor presidente, que nos diga usted eso, la iglesia no quiere defender sus derechos por la violencia, cuyos triunfos son efímeros, ella quiere algo más sólido y por ello prefiere los medios legales y pacíficos”.
Al salir de la entrevista el licenciado Mestre (quien había hecho los trámites para obtenerla) les pidió que se reservaran lo tratado en ella. Según el informe más tarde regresó a verlos para redactar unas declaraciones en las que decía en sustancia:
Que habiendo declarado como resultado de la Conferencia con el señor presidente que el aviso que tenían que dar los encargados de los templos era una medida puramente administrativa, sin querer con ello mezclarse en cuestiones de dogma y de religión, había esperanzas que pronto se reanudara el culto en los templos.
Sin embargo el informe referido relata que a las diez y media de la noche volvió Mestre para decirles que Calles mandaba publicar esas declaraciones en las primeras planas de “El Universal” y “Excélsior”. Pero que Díaz puso la condición de que se haría siempre y cuando se modificaran de forma que al leerlas se notara que los Obispos no se comprometían a nada mientras la Santa Sede no los autorizara, condición por cierto recomendada por el arzobispo Mora y del Río.
¿Qué fue lo que en realidad pasó? Veamos lo que al respecto dijo el general José Álvarez y Álvarez de la Cadena, Jefe de Estado Mayor presidencial:
“Me encontraba en el Castillo de Chapultepec, cuando vi al Obispo de Tabasco Pascual Díaz y al delegado apostólico Leopoldo Ruiz y Flores, que entraron al despacho del presidente. Yo estaba con varios amigos entre otros, Torreblanca. Cuando estos señores se fueron, el General me llamó y me dijo:
‘Mañana va a salir en la prensa este convenio firmado por la iglesia y por mí’, ordenándome que lo llevara a los periódicos. En el escrito la iglesia se comprometía a respetar la Constitución y el gobierno a no perseguirlos. Al día siguiente los prelados le comunicaron al general Calles, que los perdonará pero que no podían publicarlo…El convenio era el mismo que tiempo después firmaron con el licenciado Emilio Portes Gil.”
Según el boletín de prensa expedido al día siguiente por el Episcopado, la entrevista había sido satisfactoria y daba oportunidad a la reanudación del culto. Empero, la última parte del boletín que establecía la reanudación del culto hasta que “se llegue al fin último de la libertad que creemos perjudicada por varios preceptos legales”, obligó al presidente a declarar que, de reanudarse el culto, los sacerdotes tendrían que someterse a la ley. De inmediato el Comité Episcopal respondió que mientras no se derogara la ley del 2 de julio y se reformará la Constitución, el culto no sería reanudado.
En eso estaban los dimes y diretes cuando el Cardenal Gaspari, secretario del Estado papal, sé dirigió al arzobispo Mora y del Río para informarle que por los periódicos se había enterado de los ‘acuerdos’ entre el clero y el gobierno mexicano, y a la vez manifestarle la conformidad de la Santa Sede, porque se había respetado la determinación del Episcopado que mereció el elogio del mundo entero. Sorprendido, Mora y del Río reaccionó de inmediato para aclarar que;
“las noticias publicadas en la prensa son absolutamente falsas, pues de ninguna manera nos apartaremos, con la ayuda de Dios, de las instrucciones impartidas por la Santa Sede, debiéndose mantener con firmeza éstas por todos los obispos de la iglesia mexicana sin excepción y para lo cual imploran la bendición apostólica del Santo Padre”.
Junto con la bendición papal llegó un cablegrama de La Habana firmado por monseñor Caruana, en el cual notificaba a los obispos que no debían aceptar las indicaciones del general Calles, por lo que debería continuar el statu quo, es decir los templos cerrados y los sacerdotes en huelga. De alguna manera, pues, se declaraban rotas las pláticas y, por ende, las negociaciones entre iglesia y Estado.
Estos fueron algunos de los prolegómenos del movimiento armado que dio inicio en 1927. Después René Capistran Garza representante en Estados Unidos de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, se lanzó a comprar armas y financiar la guerra, contando con el aval y bendición del arzobispo Mora y del Río. Portaba una carta dirigida a James A Flaherty cuyo contenido explica la importancia de su misión:
“Apreciable Mr. Flaherty:
Con fecha 8 de octubre expedimos en favor de nuestro amado hijo, René Capistrán Garza, una credencial dirigida a la jerarquía católica de esa nación y cuyo texto servirá usted ver en la copia adjunta.
Dados los nobilísimos esfuerzos que usted y la benemérita Orden de los Caballeros de Colón han realizado en pro de la libertad religiosa, creemos convenientísimo suplicar a usted y a sus hermanos se sirvan tener esa credencial como extendida especialmente para la citada: En el concepto de que el señor Capistran Garza es entre los seglares el único representante nuestro y de los intereses católicos mexicanos en esa nación. De usted afectísimo amigo y capellán que lo bendice José arzobispo de México.
Y el 30 de junio de 1927 la liga formuló un memorial dirigido a la jerarquía de la iglesia para solicitar ayuda material destinada al movimiento armado.
“Juzgóse a principios de enero, llegado el momento de iniciar ‘la lucha armada’ tanto porque el pueblo mexicano ya no soportaba una demora, cuanto porque pensaba contar con el apoyo de los católicos de los Estados Unidos, americanos y mexicanos para coadyubar a la empresa (…) El único elemento esencial que nos hace falta por ahora es el dinero. Sin él es imposible emprender seriamente una campaña (…) No se puede obtener dinero suficiente en México, por las razones de escasez de monetario por el egoísmo de los ricos y por el temor de los donantes, bien fundado por cierto, de ser perseguidos(…) En los Estados Unidos el dinero podrá obtenerse de los particulares o de agrupaciones banqueras o petroleras. Las agrupaciones han manifestado que no darán dinero mientras no vean o siquiera entrevean la benevolencia del Departamento de Estado. Sabemos que esta existe pero no se manifestará mientras no se haga algo serio en México (no nos queda más que una esperanza, y esta es la colaboración del Episcopado Mexicano, colectivamente considerado (…) y puede porque hay vasos sagrados y otras joyas y valores realizables que ya tenemos arreglados sean recibidos por banqueros americanos. Finalmente podría el Episcopado, colectivamente considerado, suscribir en la forma que pareciera oportuna, un empréstito, que indudablemente será cubierto”.
Pero si hubiesen ganado esa guerra contra el derecho, contra la razón del Hombre, sin duda la riqueza terrenal hubiera sido el premio a sus ambiciones humanas, ya que, como lo vimos, atrás del clero católico estaban los intereses del petróleo, del oro negro, de “la sangre del diablo”. Y como Puerto Rico, México sería otro Estado Libre Asociado.
Para desvirtuar las argumentaciones que entonces esgrimían los rebeldes, la historia nos ha demostrado que con la vigencia y ejercicio de la Constitución ni cambió la fe del pueblo, ni dejó de prevalecer la hegemonía de la religión católica y podemos decir que el beneficio celestial de esa “guerra Santa” organizada desde los púlpitos, quedó concentrado en veintiocho personas que, según el Vaticano, merecen la beatificación o, lo que para la Santa Sede es lo mismo, la gracia eterna.
Así para el famoso padre Miguel Agustín Pro Juárez veintidós sacerdotes, una monja y tres laicos muertos durante la rebelión religiosa, además del recientemente beatificado, monseñor Guízar y Valencia, fueron los únicos ganones de aquella absurda y entupida rebelión, donde perecieron poco menos de cien mil mexicanos, cuyo fanatismo religioso fue exacerbado por la estulticia de sus patrones espirituales. Curiosamente, ocurrió la beatificación masiva después de haberse reformado el artículo 130 de la Constitución, y a escasos dos meses de la inauguración de las relaciones diplomáticas entre México y El Vaticano, cosa que merece un comentario posterior.
Pero ¿porqué fracasó el movimiento cristero? A mi juicio dos fueron las razones.
En primer lugar porque sus detractores espirituales –o cabecillas guerreros– decidieron apoyarse en la mentira, tratando de vender la idea de que el gobierno callista, era enemigo de los católicos, o lo que es lo mismo, que el Estado deseaba estirpar el sentimiento mágico que mantiene al pueblo proclive a lo místico, a lo sobrenatural. Basaron sus proyecciones en el supuesto de que sobre los mexicanos pesa más el catolicismo que el sentido común. Se negaron a diferenciar lo religioso de lo espiritual y, en consecuencia, que los mexicanos adoptaron el catolicismo porque era la única alternativa para librarse de las torturas, persecuciones y crímenes que durante medio siglo infligió el conquistador español. Como dice Jean Meyer, a sangre y fuego se logró la conversión.
Y por otra parte a pesar de la simoniaca inteligencia de aquellos entonces, tampoco quisieron ver que, por su espiritualidad el pueblo estaba (y está) dispuesto a una especie de inmersión experimental hacia el propio ser y la sociedad, sin que esto signifique la comunión con una doctrina o la aceptación para formar parte de una estructura religiosa vimos, pues, que ninguno de los directores intelectuales de la rebelión quiso entender el sincretismo católico mexicano, una religión “sui generis”; y menos aceptar que el laicismo constitucional permitió la aparición de la luz necesaria para que el intelecto pudiera librarse de la oscuridad medieval.
Bibliografía.
Álvarez Sepúlveda, Manola. Las relaciones de México y los Estados Unidos durante el período de Calles, UNAM, México 1966.
Balderrama Luis C., El Clero y el gobierno de México. Documentos para la crisis de1926, vol I, Editorial Cuauhtémoc, México 1927.