Hubo unidades militares que llegaron a tener buena organización para su época, las que en batallas muy reñidas hicieron brillar el genio militar de los jefes que las dirigieron...
En este 20 de noviembre, un aniversario más del inicio de la Revolución Mexicana, les comparto un análisis del movimiento armado, incluyendo narraciones y opiniones tomadas del libro de mi padre, titulado “Justicia Social Anhelo de México” José Álvarez y Álvarez de la Cadena quien fue diputado constituyente, primer presidente municipal de Morelia, general revolucionario, y Jefe de Estado Mayor del presidente Plutarco Elías Calles.
En su libro manifiesta que esta Revolución nuestra ha tenido antecedentes desde la época Colonial, tanto para lograr la independencia política que nos diera el carácter de nación soberana, como para conseguir los ideales reformistas y por fin, para la que aún se encuentra en marcha y va logrando cada día mayores conquistas, lo que pide con energía la Justicia Social integral como régimen de gobierno (1965).
“Mi objetivo es demostrar a las generaciones nuevas, y recordar a quienes parecen haberlo olvidado, que el movimiento militar revolucionario no se efectuó, como por desgracia lo hacen aparecer algunos escritores ignorantes y otros más ignorantes directores de películas y de telenovelas que desorientan a la opinión pública, con grupos desordenados de mugrientos y desarrapados, borrachos y pispiretas del tipo ‘Juana Gallo’.
No. Hubo unidades militares que llegaron a tener buena organización para su época, las que en batallas muy reñidas hicieron brillar el genio militar de los jefes que las dirigieron.
Fue por ello y por la inquebrantable energía del señor Carranza, que lograron derrocar al ejército federal, hacer huir al traidor Huerta y doblegar a los políticos que formaban el gobierno del chacal.
Villa y sus secuaces llamaron a sus filas a los militares del viejo ejército al que habían ayudado a destruir y además hicieron declaraciones públicas a través de la prensa halagando al clericalismo. De los militares sólo acudieron algunos generales, jefes y oficiales, toda vez que la tropa había sido totalmente licenciada.
En cuanto al grupo clerical, este se dedicó a sonreírles como buen marrullero reaccionario, pero no se dejó atraer a la lucha ni a desembolsar sus dineros en semejante empresa, limitándose algunos curas ingenuos a repartir retratos de Villa en los templos de la parroquia durante las misas dominicales. Los dirigentes del alto clero veían con gusto la matanza que se verificaba entre los elementos antes unidos por el mismo ideal.”
En el libro Justicia social anhelo de México, mi padre manifiesta:
“Hasta 1910 la oposición al dictador Porfirio Díaz, se había limitado a la publicación de enérgicas y comprobadas denuncias, tanto por los fraudes electorales como por las explotaciones contra el pueblo.
Apareció entonces el hombre de acción, de carácter firme y decidido aunque sin experiencia política y de una gran ingenuidad, un hombre culto de elevados ideales, de conducta limpia y fina educación que hubiera podido disfrutar de su fortuna personal administrando sus propiedades adquiridas a fuerza de trabajo. Y que sin embargo; con gran fe e ilusión de que el pueblo y el ejército se unieran para sostener un gobierno de auténtica democracia; puso toda su fortuna y la de su hermano Gustavo a la disposición de quienes quisieran seguirlo en una rebelión armada. Invirtió ese dinero en la compra de armas, parque, caballos, medicinas y demás pertrechos y se lanzó a la lucha.
Este hombre fue Francisco I Madero quien dio principio y vida a lo que habría de llegar a ser la Gran Revolución Social de México.
Cuando una reforma social se convierte en necesidad apremiante, es porque el régimen político que impera se encuentra imposibilitado de atender las demandas del pueblo por ineptitud o corrupción.
La conspiración maderista se vio obligada a estallar en Puebla dos días antes de lo planeado, el 18 de noviembre de 1910, cuando el jefe de la policía local entró a casa de Aquiles Serdán en busca de armas y él y su familia se atrincheraron en la casa y se defendieron a balazos. Todos los hombres murieron.
Madero se dispuso a atacar Ciudad Juárez con tres mil hombres, acción que llevó a cabo el 10 de mayo de 1911.
La revolución maderista tenía en su poder una ciudad. Diez días después la revolución del sur tenía también su capital, las fuerzas de Emiliano Zapata tomaron Cuautla el 20 de mayo y el 21 ocuparon Cuernavaca.
Estos acontecimientos apresuraron el acuerdo que las cumbres dirigentes buscaban para impedir que la revolución campesina desbordara a todos.
Ese acuerdo se firmó el 21 de Mayo de 1911 entre Madero y los representantes del gobierno.
En el primer considerando se establecía que Porfirio Díaz había manifestado su resolución de renunciar a la Presidencia de la República antes de que terminara el mes en curso y que se tenían noticias fidedignas de que Ramón Corral renunciaría igualmente a la vicepresidencia. De igual manera, en este considerando se señalaba que por ministerio de la ley el secretario de Relaciones Exteriores Francisco León de la Barra sería el presidente interino y convocaría a elecciones. También se añadía que las fuerzas de la Revolución serían licenciadas.
Este convenio, llamado impropiamente ‘Tratado de Ciudad Juárez’, parece una orden enviada para su firma a Madero y no la rendición del Porfiriato ante la revolución maderista.
La firma de este convenio cuando se estaba ganando la batalla y se cedía en reconocer al gobierno de Diaz y aceptar un presidente interino y peor aún el licenciamiento de las tropas revolucionarias en contradicción con lo establecido en el Plan de Iguala, fue el gran error de Madero que lo llevó a regar con su sangre el suelo de México.
El 25 de mayo de 1911 el general Porfirio Díaz presentó ante el Congreso de la Unión su renuncia junto con la del vicepresidente Ramón Corral.
Los diputados se apresuraron a dar su aprobación a la resolución que proponía la aceptación de las renuncias.
La renuncia de Porfirio Díaz decía entre otras consideraciones:
‘El pueblo mexicano se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del supremo poder ejecutivo es la causa de la insurrección... respetando como siempre he respetado la voluntad del pueblo y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución federal, vengo ante la suprema representación de la nación a dimitir sin reserva al cargo de presidente Constitucional de la República...’
Cuando el 27 de mayo de 1911, el barco de vapor Alemán Ipiranga salía del Puerto de Veracruz llevando a bordo al dictador derrotado, el pueblo de la capital de la República, en manifestación tumultuosa y entusiasta, vitoreaba el triunfo de su (¿triunfo?) Revolución, por haber logrado la renuncia y huida del dictador, sin darse cuenta de que ésta se había suicidado al nacer y Madero había firmado su sentencia de muerte.
¡Vano espejismo de triunfo que en muy breve tiempo vendría a desvanecerse como una nube de humo! Imposible sueño suponer que quienes habían sido sostén de clericales, de latifundistas y de favorecidos del dictador pudieran convertirse en guardianes de los anhelos del pueblo y defensores de la vida de los caudillos revolucionarios.
No cabe duda que los hombres que caminan por la vida con el corazón en la mano, renuentes a cultivar espinas y abrojos; confiando en los miserables que se les acercan, pecan con frecuencia de bondadosa ingenuidad creyendo sinceros a los malvados hipócritas que se aprovechan de ellos abusando de su buena fe.
Atravesando a pie firme ese pantano de traiciones, cloaca de hipocresías, hervidero de ambiciones personales y mentidas adhesiones, que fue el interinato fatídico, llegó al fin con vida Madero, hasta el momento de las elecciones presidenciales en las que triunfó abrumadoramente tras los comicios más limpios que hasta esa fecha México había visto efectuar.
El seis de noviembre de 1911, después de rendir la protesta de ley, llegó a ocupar la silla presidencial.
Unidos porfiristas, clero y patrones se dieron cuenta de que, si el presidente Madero no se decidía a actuar, imponiendo reformas de justicia social, otros vendrían inmediatamente tras él para implantarlas. Así que decidieron que la única forma de evitarlo era anticiparse derrotando al apóstol ingenuo, a fin de substituir su administración con la del grupo militar porfiriano herido en su orgullo con la derrota de 1911.
Para lograrlo entraron en contubernio Victoriano Huerta y el embajador norteamericano, quienes planearon el asesinato de los gobernantes mexicanos, Francisco I Madero y José María Pino Suárez.
El plan se puso en práctica el nueve de febrero de 1913. Sus principales ejecutantes fueron los generales del viejo ejército Bernardo Reyes, Félix Díaz, Gregorio Ruiz y Manuel Mondragón, con la complicidad de varios jefes y oficiales que aceptaron cooperar con ellos, haciendo activa propaganda entre la tropa.
El general Reyes, como jefe del cuartelazo, se dirigió a tomar Palacio Nacional con sus tropas y fue abatido a las primeras descargas. En el ataque a Palacio también resultó herido Lauro Villar, jefe de las fuerzas leales a Madero. Éste lo substituyó por el general Victoriano Huerta con el encargo de comandante militar de la plaza, a pesar de las innumerables muestras de deslealtad que le había dado.
El singular sitio terminó a los diez días conocido como la ‘Decena Trágica’, con un acuerdo entre el jefe de los sitiados Félix Díaz y el jefe de los sitiadores Victoriano Huerta por el cual se destituía a Madero y se designaba a Huerta como Presidente provisional.
Durante los días trágicos de aquella decena de constantes ataques a los emboscados tras de los muros de la ciudadela, recibíamos siempre con la esperanza del triunfo, las noticias en las que el jefe de las tropas leales a Madero, aseguraba que estaba próxima la derrota de los rebeldes. Algunos de los hombres más experimentados hacían notar con desaliento que el jefe de esas fuerzas leales era Victoriano Huerta, el mismo que había engañado en 1911 al señor Madero y que temían que repitiera su pérfida acción.
Efectivamente Victoriano Huerta no podía ser sincero. En medio de mi desconcierto telegrafiaba al señor Presidente Madero mi adhesión inquebrantable.
La noche del 18 de febrero de 1913 horas antes de consumarse la traición y tal vez horas antes de los asesinatos de Gustavo Madero y Adolfo Bassó, según señala Jesús Silva Herzog en su “Breve Historia de la Revolución Mexicana”, se reunieron en la Embajada Norteamericana algunos ministros extranjeros que deseaban saber la realidad de los acontecimientos. En uno de los salones de la Embajada conversaban los generales Victoriano Huerta y Félix Díaz en presencia del Embajador. Así se discutieron los términos en que quedaba pactado el reparto del poder.
El acuerdo se firmó el 18 de febrero de 1913 en la sede de la Embajada de los Estados Unidos y con la intervención directa de Henry Lane Wilson, embajador norteamericano, quien brindaba por el éxito del nuevo gobierno, por su Presidente que, aseguró el diplomático yanqui, devolvería la paz al pueblo mexicano. Ese mismo día apresaron al Presidente y al Vicepresidente de México.
Al conocerse la noticia de los asesinatos de Gustavo Madero y Adolfo Bassó, se temió por la suerte de Francisco I Madero y de don José María Pino Suárez. Las personas más cercanas a ellos empezaron a desconfiar de lo prometido por Huerta de que respetaría la vida de los prisioneros. La desconfianza se volvió alarma cuando se comprobó que Huerta no permitía la salida a Veracruz de Madero y Pino Suárez para embarcarse en el crucero a Cuba, como lo había prometido al tratar las renuncias de los dos mandatarios.
Ya cerca de media noche de ese día 22 de febrero fueron sacados de Palacio Nacional los señores Madero y Pino Suárez; se les separó y se les obligó a subir en distintos automóviles, asegurándoles que se dirigían a la penitenciaría para su mayor comodidad. Ya cerca del edificio penal uno y otro fueron cobardemente asesinados al bajar de los vehículos, por los agentes que los custodiaban.
Un tal Francisco Cárdenas, mayor de las fuerzas rurales fue quien mató a Madero. Un grupo de gendarmes al mando del felícista Cecilio Ocón simuló un ataque a los automovilistas. En ese momento se consumó el terrible crimen. La versión oficial apareció al día siguiente en los periódicos.
‘Al ser conducidos los señores Madero y Pino Suárez, a la penitenciaría, un grupo de amigos quizo libertarlos, entablándose una lucha a tiros entre ellos y los policías que conducían a los prisioneros. En la refriega resultaron muertos ambos personajes.’
Nadie lo creyó. Desde luego con indignación contenida o abierta fue señalado el responsable: Victoriano Huerta. Crimen consumado con la complicidad del Embajador de los Estados Unidos.
¡Que amarga decepción debe haber inundado el alma bondadosa del señor Madero, cuando se dio de que uno de aquellos militares a quien él había prodigado tantos elogios, el traidor general Aureliano Blanquet, con la pistola amartillada, lo tomaba prisionero en Palacio Nacional el 18 de febrero de 1913.
Francisco I Madero, apóstol lleno de ingenua bondad, tenía que regar con su sangre el suelo de México, a mano de los federales, a fin de que con tan dolorosa experiencia pudiera llegar un año más tarde el aniquilamiento definitivo de ese ejército sostén armado de los enemigos del pueblo.
Se hizo la luz para nuestro México al escuchar una voz varonil y enérgica que protestaba entre tanto desconcierto, cuando muchos vacilaban y no sabían qué hacer, señaló el camino del honor con índice de fuego. Esa luz fue la del gobernador de Coahuila don Venustiano Carranza. Él pidió a todos los hombres de honor que se le unieran para derrocar por la fuerza de las armas a Victoriano Huerta, para volver a México al orden constitucional interrumpido por el cuartelazo del traidor e instrumento de la intriga internacional americana.
El 19 de febrero de 1913, apenas un día después de la prisión del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez, el gobernador Carranza se dirigió al Congreso de Coahuila en los siguientes términos:
‘He querido dirigirme a esa honorable Cámara, para que resuelva sobre la actitud que debe asumir el gobierno del estado en el presente trance, con respecto al general que por error o deslealtad pretende usurpar la primera magistratura de la República’.
La Cámara de Diputados de Coahuila, en contestación a esta petición emite el decreto número 1421 desconociendo a Victoriano Huerta como presidente de la República y concediendo facultades al Ejecutivo del estado para que proceda a armar fuerzas que sostengan el orden constitucional en la República agobiada por la ignominiosa traición.
Como se esperaba, la lucha fue sangrienta , aunque menos extensa de lo que se pensaba. Multitud de encuentros parciales, combates en toda la extensión nacional y algunas grandes batallas, desbarataron al ejército federal después de diecisiete meses de ocurrido el cuartelazo.
Entre el 26 de marzo de 1913 en que se inició la lucha y el 14 de agosto de 1914 cuando ocurrió la disolución del Ejército Federal, tanto el Cuerpo del Ejército del Noroeste a las órdenes del general Álvaro Obregón, como la división del Norte a las órdenes del general Francisco Villa y el Cuerpo del Ejército del Noreste a las del divisionario Pablo González, ejecutaron un plan dirigido por el Primer Jefe Venustiano Carranza que fue limpiando el territorio nacional de fuerzas huertistas hasta llegar a las puertas de la capital de la República a exigir la rendición incondicional del gobierno y la disolución total de su ejército.
Para conocer en su esencia el nuevo ejército de México, es preciso buscar sus raíces profundas excavando en la tierra de la patria. Los anhelos nacionales a este respecto dieron vida como por generación espontánea al ciudadano armado, ya no solo con el ánimo de destruir al ejército federal herencia del iturbidismo traidor, sino con la determinación de hacer de sus fusiles instrumentos de trabajo, en la formación de una patria nueva en la que fuera condición esencial el esfuerzo de todos para el beneficio de todos. Ejército que se formara por la necesidad de la defensa contra extraños como los que han pretendido y han logrado arrancarnos jirones de nuestra patria; como los nuevos pretendidos dominadores aferrados a quedarse como dueños perpetuos de una nación que contribuye a forjar, pero solo para su provecho. Nuevo ejército de revolucionarios consientes que deseamos según la expresión brillante de Octavio Paz:
‘Transformar a nuestro país en una sociedad realmente moderna y no en una fachada para demagogos y turistas’. Tratamos de dar forma al Nuevo México, no sobre una noción general del hombre, sino sobre la situación real, sobre la resolución siquiera parcial de las necesidades de los habitantes de nuestro territorio.
La misión de los nuevos soldados es así y quien no la entienda de esta manera no puede cooperar como soldado del pueblo a la búsqueda que hace el país para encontrarse así mismo en la lucha.
El triunfo del gobierno constitucionalista se logró el 15 de julio de 1914 cuando el Congreso de la Unión aceptó la renuncia de Victoriano Huerta a la presidencia de la República. En su lugar quedó Francisco Carbajal, secretario de Relaciones Exteriores, quien negoció la rendición y disolución del Ejército Federal así como la entrada de los constitucionalistas a la capital.
Huerta se embarcó en Veracruz rumbo a Europa y el 13 de agosto se firmaron en Saltillo los tratados de Teoloyucan, que marcaron el triunfo oficial del movimiento constitucionalista. Manifestaré lo que considero que fueron las definiciones concretas de la Revolución mexicana, al ver con frecuencia sustentada, aún por personas cultas, la idea de que fue una rebelión armada qué buscó el derrocamiento del dictador eternizado en el poder y que una vez logrado tal objeto debe considerarse terminada.
Nuestra Revolución es un movimiento de carácter político social, que tiene por objeto lograr el establecimiento de un régimen de gobierno capacitado para actuar enérgicamente, en pro de los remedios indispensables a efecto de librar a las mayorías mexicanas de las terribles carencias que por siglos han venido padeciendo.
Lo ideal hubiera sido lograr ese cambio político social anhelado por México, sin necesidad de recurrir a la acción armada que costó tantas vidas, ocasionó innumerables daños materiales y, por error o ambiciones personales, originó la división entre los mismos revolucionarios, regando con sus torrentes de sangre el suelo de la patria.”
Foto: José Álvarez y Álvarez de la Cadena