Preámbulo
Allá en los lejanos días del año mil novecientos quince, caminábamos derrotados y perseguidos. Éramos un pequeño grupo de revolucionarios dispersos, compañeros míos, que tratando de esquivar al enemigo nos aventuramos al consejo de un pretendido guía que nos llevó por la vereda estrecha que penetrando en la espesa selva de la Sierra Madre del Sur, debía acercarnos a un lugar seguro. Aquella vereda humilde, sin nombre, va hasta los pueblos perdidos de la sierra, y abriéndose paso entre riscales y barrancos, sube fatigosamente como procesión de camellos pardos trepando por las lomas, como si cargaran la inmensa pesadumbre del planeta, hasta llegar a la boca barbuda del bosque que parece tragárselos golosamente.
Caía la tarde cuando entramos bajo la bóveda formada por el follaje de altísimos encinos; la criba invisible de los vientos cernía un tramo de color indefinible, que ahogando nuestras ansias, sepultaba los deseos de seguir adelante, mordiéndonos en las piernas como acicate. La obscuridad semejaba una nube de humo negro que iba envolviendo cuanto existía. Las siluetas de los árboles jugaban con los últimos destellos de la luz; daba la impresión de que en la lejanía un cortejo de gigantes, se ocultaban burlona y cautelosamente para que no los viéramos. Los pinos, perdidos en las tinieblas, parecían erizar su plumaje de cuervos. Floraciones viscosas y peludas cubrían los árboles decrépitos y sus ramas se volvían patas de araña. Rumores indefinibles poblaban el aire, semejando graznidos, baladros cascabeleos de víboras, palabras dichas en secreto a nuestro oído. La noche agitaba sus agudas orejas de lobo. Un cuadro del miedo y la incertidumbre que nos acongojaba semejante a la angustiosa amargura de ver a nuestro México, a millones de compatriotas llevando una vida infrahumana.
Nada hay en mi concepto tan impresionante al observar la naturaleza que nos rodea, como la soledad y majestad sublimes de las inmensas selvas de nuestra Sierra Madre Tropical. Sobrecoge el alma el paisaje de esos bosques cerrados a la luz del día, en cuya vegetación agreste lucen todos los tonos del verde; en su espeso follaje apenas pueden colarse algunos rayos de sol; atravesarlos en una oscura noche por veredas apenas holladas por el hombre, da la sensación de encontrarse en un planeta desconocido. En medio de ese silencio terrible la mente sede a la presencia de algo que parece hablar al oído humano con insistencia tenaz; el lenguaje silencioso de las más fuertes emociones.
Surgió la noche con toda su desnudez aterciopelada, libre al fin de las gasas de la tarde, poniendo ópalos en las retinas de las fieras y encendiendo las linternas azufrosas de los cocuyos. Es la hora en que cada rincón guarda un monstruo, cada nudo de la corteza de los árboles hace gestos terroríficos y en las axilas de las ramas se posan los búhos ensimismados.
Noche inmensamente negra, pegajosa, aquella de nuestra penosa marcha que en pocos minutos nos deja sumidos en las tinieblas más espesas, obligándonos a soltar las riendas de nuestras nobles bestias, para confiar a su instinto que sabe mejor que nuestra necia pretensión, la manera de buscar en el abismo negro el curso de la vereda salvadora.
Largas horas de lento caminar angustioso. Las lianas y las enredaderas espinosas azotaban nuestros cuerpos y rasguñaban cruelmente nuestra cara, arrancándonos jirones de ropa o tiras de piel. Pero lo peor de todo era la angustia de caminar tan profundamente sumergidos en aquella negrura, en medio del silencio majestuoso sólo interrumpido por el revuelo de las aves nocturnas que huían asustadas de nuestra presencia.
En las noches sin luna en medio de la selva, el silencio es como las campanas de bronce que responden al más leve contacto. Y cuando la obscuridad hace alianza con él, el horror puede llegar a la locura.
Tremendos instantes en los que todo ruido cesa y el silencio hace sentir su presencia al entrar por la boca de quienes no tienen valor para ahuyentarlo. Y se va cuerpo adentro remontando la red de los nervios hasta enloquecer el espíritu, que a veces encuentra alivio al escuchar el martilleo rítmico del corazón humano.
De pronto el camino se hace más pesado al ascender las empinadas cuestas. Jadean las bestias y el corazón se oprime ante lo desconocido. De repente, al llegar a la cima, como si cayera sobre el mundo entero una lluvia de estrellas o una cascada de luciérnagas, se filtraron por entre las altas copas de los árboles los rayos de una hermosa luna en su plenitud maravillosa. Y nuestros ojos se abrieron con asombro para hartarnos con fruición en aquel torrente de vida nueva que llegaba a nosotros con la luz.
Hoy que voy ya bajando la última pendiente de la existencia, la que ha de llevarme a devolver a la madre tierra la materia que me dio vida, recuerdo aquella escena de angustia y de encanto, de obscuridad y alegría; de desesperante incertidumbre al caminar como en un mar de lodo para surgir de pronto a la gloria de un río luminoso de diamantes. Y la encuentro tan semejante al viaje doloroso de la vida, en él que pretendemos que la justicia social llena de luz y de alegría substituya al triste espectáculo de una patria hambrienta, miserable y explotada, que he querido plasmarlos en el preámbulo de este libro.
Debo ante todo confesar que soy un convencido de la impotencia intelectual que caracteriza al hombre, y estoy por tanto muy lejos de pretender que mis observaciones tengan carácter de necias afirmaciones dogmáticas de quien se cree en posesión de la verdad absoluta.
Sé muy bien que a pesar de que a todos los hombres les ha sido dada la facultad de moldear su destino, en la trama incomprensible de la vida el papel que desempeñamos es insignificante. Todo lo que podemos hacer es templarnos hasta lograr un afinamiento sensitivo que responda a las delicadas vibraciones de la emoción. Las fases que ha de atravesar el género humano están señaladas por el esfuerzo que logremos efectuar para nuestra mejora. La verdad es el único sendero limpio hacia el conocimiento de la belleza, pero es también la más devastadora de las virtudes porque de un tajo acaba con la hipocresía de los siglos. Y si esta gran virtud de la verdad, aun cuando pueda probarse y establecerse como un hecho indiscutible, es susceptible también de perturbar las fuerzas existentes de quienes asumen el gobierno de las naciones para su propio beneficio, entonces se emplearán todos los recursos sutiles para lograr su supresión.
Hipótesis racionales, hipótesis lógicas, es a lo más que podemos aspirar los humanos. ¡Pobre humanidad enferma de impotencia intelectual y de raquitismo físico; enferma de odio hacia sus propios componentes y de miedosa hipocresía que le impide enfrentarse a la verdad! Es la vida una lucha desesperada del hombre por saber quién es, de dónde viene y a dónde se dirige. Y así camina a tientas descorazonado ante los obstáculos que se interponen en su camino, hasta que cansado suelta al fin la rienda de su cabalgadura y opta por olvidarse de estas trascendentales cuestiones, para seguir sin ánimo y sin interés a sus pretendidos guías, los que se aprovechan de su desaliento para explotarlo diciéndose poseedores de la verdad. Llegan muchos a la conclusión de que es más fácil creer, que verse precisado a investigar. Y esto los convierte en autómatas.
Mas si queremos acercarnos al conocimiento de las leyes naturales que gobiernan al mundo, será indispensable sacudir prejuicios enfrentándonos a la realidad; apartándonos del camino de los explotadores del temor y de la indecisión, pues si bien estamos condenados a lograr únicamente hipótesis racionales, no debemos cambiar éstas por dogmatismos irracionales, ya que las hipótesis de la verdad valen mil veces más. Y si profundizamos en su estudio, pueden llegar a ser fundamento de una convicción que sea como una luz en el camino, como Luna en la selva.
Yo quiero contribuir con la dolorosa experiencia de mis desilusiones, de mis tropiezos y mis dolores, al par que con la alegría de una paz y de una felicidad al fin lograda, para apartar de mis correligionarios y de mis compatriotas, al menos un dolor, una espina, una desilusión siquiera. Si lo logro, daré por bien pagados todos los dolores, los desvíos y las amarguras que llenaron mi vida, toda vez que ayudar en esta forma a la obra del adelanto de la humanidad, es la misión más noble a que pueda aspirar un ser humano.
Pretendo dejar en este libro las acotaciones al margen de mi vida, que me han dictado la experiencia y el continuo y empeñoso estudio, siquiera sea respecto a los asuntos de mayor trascendencia, para que el resto de mis días alcance posiblemente a ello. He seleccionado los temas sociales que juzgo más interesantes, aquellos que se prestan a más grandes tropiezos y mistificaciones, indicando con sencillez y con absoluta franqueza respecto a cada uno de ellos, cuál es la hipótesis racional que según mi criterio se ha encontrado.
No me arredran, ni mi insignificancia intelectual ni todos mis defectos, ya que no es mi persona la que está a discusión. La mayor parte de las ideas contenidas en este libro pertenecen por completo a los hombres de México que han venido luchando esforzadamente desde la primera revolución por nuestra Independencia, la segunda por la libertad de conciencia con la Reforma y la tercera por lograr la Justicia Social,.
Si este libro no logra llenar su objetivo, sírvame de suprema excusa el hecho de que, como dice uno de mis maestros, los libros que llegan al alma de los pueblos son los que se escriben con el corazón. Y el mío va puesto en este intento.
General José Álvarez y Álvarez de la Cadena