Justicia Social, anhelo de México (Prólogo)

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Prólogo

El libro que hoy entrego a los mexicanos, lleva por nombre Justicia social, Anhelo de México. En la actualidad, todos los grupos políticos, aun los de tendencias antagónicas, dicen tener como programa la siempre invocada Justicia Social, dándole a cada una de estas palabras la interpretación que les conviene. Por lo tanto mi primera obligación ineludible será definir lo que, según mi criterio, entendemos por ella los revolucionarios mexicanos.

Con gran cariño para México, mi querida Patria, vengo ahora sin pretensiones, a escribir este libro con la esperanza de que pueda servir de ayuda para que se haga honor y justicia a nuestro movimiento social; que oriente a las nuevas generaciones que tendrán, quizá, la necesidad de tomar parte en la cuarta revolución, que vendrá, gústenos o no, ya que a pesar de los tropiezos la humanidad marcha con energía hacia la liberación total de yugos y opresiones.

No existe en mí la necedad de creerme un elemento valioso en esta que es una lucha todavía viva. Aporto mis experiencias lleno de entusiasmo, tanto en mi cooperación militar como en el Congreso Constituyente. Los hechos que viví los transmito clara y sinceramente a mis lectores, quienes tienen derecho a exigir las pruebas de esa sinceridad y de ese entusiasmo. Y así lo haré en el transcurso de este trabajo, a fin de que pueda quedar establecido que si muchos fueron mis errores y defectos, ellos no lo son de las ideas que profeso, y por lo mismo no se oponen a la decisión con la que me he entregado al servicio de esos ideales.

Al acercarme ahora al final del camino de la vida, sigo empeñado en continuar la lucha a la que he dedicado mi vida durante muchos años; es decir, todo el tiempo que he tenido libre lo dediqué a estudiar este movimiento de justicia social que tan inexorablemente me atrajo a su servicio.

He visto tanta mistificación en lo que al Congreso Constituyente de 1917 se refiere, tantas imputaciones falsas a sus autores y tanto desconocimiento de la filosofía política de quienes formamos la Ley Suprema de nuestro país, que siento el deber de exponer mis opiniones y publicar documentos que no son míos sino de las ideas que con orgullo profeso.

Creo que, aun cuando es imposible escribir nuestras impresiones recogidas en el largo y escabroso camino de la vida sin demostrar nuestras tendencias y nuestras relativas simpatías, hemos al fin llegado a una mayoría de edad política, en la cual podemos tener la serenidad indispensable para reconocer en nuestros hombres aciertos y grandes méritos, al mismo tiempo que errores y defectos. Por mi parte, al relatar lo que conozco por experiencia o por el estudio empeñosamente sostenido, daré mi opinión respecto a hombres y acontecimientos, sin adoptar la postura –por cierto muy mexicana– de asegurar que nuestros amigos son un dechado de virtudes, hombres sin defectos. Y que sólo nuestros oponentes han cometido errores.

Fui un joven provinciano, revolucionario de ideas hechas patentes en manifestaciones, artículos de prensa, conferencias y polémicas. Ingresé al movimiento armado y a la política dejando mis actividades económicamente productivas, lo cual produjo el saqueo de mi casa de comercio , así como de mi domicilio particular. El pretexto fue que yo formaba parte de las fuerzas carrancistas.

La noche húmeda y oscura del 21 de marzo de 1906, desfilaron por las calles de Zamora, mi ciudad natal, un grupo de doscientos jinetes enarbolando teas encendidas. Los presidía Conrado Magaña, amigo dilecto, y celebraban el natalicio de Benito Juárez, símbolo, estandarte y representativo de una lucha terrible y tozuda entre los adeptos al partido conservador, al imperio, al Clero, al capital, a la “gente de orden”, a las “personas decentes” como se han llamado siempre a sí mismos los explotadores del pueblo, y los que fueron llamados de distinta forma: liberales, masones, jacobinos, grupo éste cuyo objetivo era liberar a la sociedad de la opresión y explotación clericales.

La diferencia sustancial es que nosotros sentíamos repugnancia y vergüenza por las intervenciones extranjeras, de los imperios y de las altezas, del entonces sistema de gobierno. Ello no obstante haber sido educados en un ambiente completamente reaccionario. Pero nos dimos cuenta de la miseria y del hambre de un pueblo expoliado y explotado materialmente para beneficio de capitalistas y buscones.

Entre aquellos doscientos jinetes iluminados con el fuego de las antorchas, estaba el que esto escribe. Queríamos liberar a los pueblos desafiando primero al poder de la reacción, por cierto el único organizado para controlar e influir en las autoridades subordinadas a ellos, no por vocación sino por temor a su fuerza económica y también al averno que les servía de amenaza.

Entonces era yo un muchacho de veintiún años, hijo del señor doctor José María Álvarez y Verduzco y de la señora Manuela Álvarez de la Cadena y Ugarte, originarios ambos de la ciudad santa y pontificia de Zamora. Mi padre se había ganado el respeto y veneración debido a su honorabilidad, su caridad, su rectitud y a la firmeza de sus convicciones de católico a la antigua, hijo a la vez del señor licenciado don Vicente Álvarez y Méndez, criollo con arraigado sentido imperialista, tanto que cuando cayó Maximiliano no sólo dejó su cargo de juez sino que jamás volvió a ejercer su profesión de abogado.

A estos antecedentes había que agregar que por línea materna yo descendía del señor general don José de Ugarte y Quevedo, gobernador imperialista de Michoacán y guerrero infatigable en las campañas de Texas, además conservador a ultranza y empeñoso defensor de sus ideales.

Mi presencia en aquella manifestación organizada en honor del gran Juárez se basó en mi entusiasmo por su ideario y para desafiar a la sociedad, a la clerecía e incluso a mi propia familia inmersa en el ambiente inquisitorial de la Zamora de 1906.

Este libro lo he dividido en dos partes: la primera trata del esfuerzo militar desarrollado por la Revolución, para destruir al ejército federal, que fue sostén armado de la reacción, respaldo de cuartelazos clericales con la bandera de religión y fueros en el pasado, y servidor constante de dictadores en favor de latifundistas y patronos.

No será por cierto la historia militar de la Revolución –ya escrita con amplitud de datos por competentes autores–, sino una síntesis del esfuerzo armado que comenzó con la organización de grupos maderistas en 1910, para más tarde, en 1913, continuar con la cruenta y dura lucha del ejército constitucionalista que logró al fin la disolución definitiva del viejo ejército federal, después de muchas batallas en las que el suelo patrio se regó con torrentes de sangre.

Mi objetivo es demostrar a las generaciones nuevas y recordar a quienes parecen haberlo olvidado, que el movimiento militar revolucionario no se efectuó, como por desgracia lo hacen aparecer algunos escritores ignorantes y otros más ignorantes directores de películas y de telenovelas que desorientan a la opinión pública, con grupos desordenados de mugrientos y desarrapados borrachos y pizpiretas del tipo Juana Gallo. No. Hubo unidades militares que llegaron a tener buena organización para su época, las que en batallas muy reñidas hicieron brillar el genio militar de los jefes que las dirigieron. Fue por ello y por la inquebrantable energía del señor Carranza, que lograron diezmar al ejército federal, hacer huir al dictador Huerta y doblegar a los políticos que formaban el gobierno espurio del chacal.

Indudablemente que hubo también pequeños grupos, capitaneados por ese tipo de individuos que en todos los países del mundo aprovechan el pretexto de una revolución para irse a la bola, sin entender ni tratar de averiguar cosa alguna respecto al programa de justicia social, procurando estar siempre lo más lejos posible de las acciones militares desarrolladas por las verdaderas unidades revolucionarias de combate.

Estos grupos sueltos actuaban cerca de los pequeños poblados, en las haciendas o en pleno camino real, la revolución no la hicieron ellos y sólo cooperaron a su desprestigio. Sin embargo sí fueron los que han dado oportunidad a que, quienes gustan de explotar estos aspectos pintorescos. Los aprovechan en novelas, televisión o películas, obteniendo con ello un personal beneficio.

Después de la disolución del ejército federal, tuvieron que librarse muchas y muy encarnizadas acciones de guerra; pero éstas ya no fueron contra elementos de la vieja reacción clerical, sino producto de la infidencia del general Francisco Villa con las corporaciones de la División del Norte que el Primer Jefe había puesto a sus órdenes.

Villa y sus secuaces llamaron a sus filas a los militares del viejo ejército al que habían ayudado a destruir y además hicieron declaraciones públicas a través de la prensa halagando al clericalismo. De los militares sólo acudieron algunos generales, jefes y oficiales, toda vez que la tropa había sido totalmente licenciada. En cuanto al grupo clerical, éste se limitó a sonreírles como buen marrullero reaccionario, pero no se dejó atraer a la lucha ni a desembolsar sus dineros en semejante empresa, limitándose algunos curas ingenuos a repartir retratos de Villa en los templos de la parroquia, durante las misas dominicales. Los dirigentes del alto clero veían con gusto la matanza que se verificaba entre los elementos antes unidos por un mismo ideal.

Este movimiento de lucha entre facciones revolucionarias, no tiene por lo tanto interés para el fin que persigo en este estudio.

Haré referencia a la caída del porfiriato, aun cuando éste no se derrumbó en realidad por golpes sufridos en acciones de guerra importantes, sino por el golpe formidable de la opinión pública, cansada ya de tanto atropello.

Al referirme al movimiento maderista considerado en su aspecto de lucha armada, haré notar que ésta no revistió características serias, toda vez que la dictadura tenía ya planeado ejecutar únicamente algunos encuentros de preparación para lograr los Tratados de Paz (Tratados de Ciudad Juárez), que eran el objetivo fundamental que se perseguía, a fin de que tanto el señor Madero como la Revolución, quedaran en manos del ejército federal.

La verdadera lucha armada que vino después, la sostuvieron los federales, contra el ejército Constitucionalista, organizado por el señor Carranza.

Insisto en hacer notar que el resultado verdaderamente satisfactorio de toda la campaña militar de la Revolución, fue la derrota, la rendición incondicional y por fin la disolución definitiva del viejo ejército federal.

Los reaccionarios de aquella, de ésta y de todas las épocas, sin el apoyo armado con el que siempre contaron, para poner obstáculos lo mismo a nuestra Independencia política que a la Reforma o a la Revolución social, quedaron convertidos en un espectro de oposición, útil a los gobiernos revolucionarios para que, con diputados de obsequio den al Congreso un aspecto pintoresco.

Tan feliz resultado fue logrado en realidad por las fuerzas organizadas y dirigidas por Venustiano Carranza, como general en jefe del nuevo Ejército Constitucionalista, actuando con gran valor personal, con astucia de político inteligente y con disposiciones oportunas y acertadas que lograron la unión de todos los grupos sublevados contra Victoriano Huerta.

Al relatar la forma en que inició este nuevo movimiento de rebelión y cómo fueron desarrollándose algunas de sus batallas principales, haré referencia a las corporaciones que las efectuaron y a los principales jefes que las mandaron.

Aún cuando las acciones de guerra dirigidas personalmente por el señor Carranza no pudieran revestir la importancia de grandes batallas, por haberse lanzado a la lucha con muy escasos elementos armados, sí la tienen especial, porque comprueban con hechos y con las fechas en que se efectuaron, la actitud de franca repulsa que desde el mismo día en que la conoció tuvo para él la traición asquerosa de Victoriano Huerta. Estas acciones militares del señor Carranza, ocuparán por lo tanto, uno de los capítulos de mi libro.

Sin espacio ni tiempo suficientes para examinar y comentar todas las batallas del nuevo ejército contra los federales, doy lugar preferente a la actuación del señor Carranza como general en jefe, ya que tanto los firmantes del Plan de Guadalupe, como los delegados del gobierno y de los grupos rebeldes de Sonora, así como la junta revolucionaria de Chihuahua en nombre de todos los grupos sublevados de aquel estado así lo reconocieron y él aceptó, informándolo a la opinión pública en su manifiesto dado en Piedras Negras el 18 de abril de 1913.

Con esa jerarquía organizó tres grandes unidades, fijando el itinerario que deberían seguir en su marcha desde la frontera estadounidense batiendo a los federales, hasta llegar a la capital de la República a liquidarlos; exigir su rendición incondicional y la disolución definitiva de aquel ejército.

Estas tres grandes unidades fueron: El Cuerpo del Ejército del Noreste, cuya jefatura concedió al general Álvaro Obregón, con un efectivo aproximado de vente mil hombres; la División del Norte formada por las diversas corporaciones de Chihuahua que el señor Carranza puso a las órdenes de Villa y cuyos efectivos sumaban también poco más o menos veinte mil hombres, y el Cuerpo del Ejército del Noreste, encomendado a la jefatura del general Pablo González, con efectivos que pueden calcularse en quince mil hombres aproximadamente.

El plan de campaña ideado y dirigido por el señor Carranza fue inteligente y notable en su precisión, y si acaso tuvo alguna falla, ésta se debió a la falta de un verdadero espíritu militar y subordinación del general Villa, el que desobedeciendo órdenes terminantes del general en jefe Carranza, a quien Villa mismo había así reconocido, originó una tirante situación que fuera más tarde, causa de la absurda y dolorosa escisión que costó tantas vidas de revolucionarios de ambos bandos.

A la marcha de estas tres grandes unidades dedico mi atención, elijo tres o cuatro batallas de las más importantes, sostenidas por cada una de ellas para dar a mis lectores una idea de la brillante dirección de los jefes y del valor sin reserva que demostraron sus soldados al enfrentarse a los pretenciosos viejos generales llamados de línea a quienes vergonzosamente derrotaron.

Medio siglo hace ya (1965) que Victoriano Huerta, general del ejército porfiriano, consumó la traición más asquerosa de nuestra historia, asesinando al señor Presidente de la República don Francisco I. Madero, y al Vicepresidente don José María Pino Suárez.

Es realmente incomprensible que Madero hubiera puesto en manos de tal hombre, a quien de sobra conocía, la defensa de las instituciones nacionales y su vida misma, al encargarlo del mando de las fuerzas leales que deberían reducir al orden a los sublevados que al mando de Félix Díaz y de Aureliano Blanquet, con Bernardo Reyes de comparsa y el embajador de los Estados Unidos Henry Lane Wilson como cómplice, pretendieron vengar así la afrenta de haber sido derrotados por el pueblo en armas que se burló de sus águilas y de sus laureles en la Revolución Maderista.

Victoriano Huerta, agazapado hipócritamente tras su misión de jefe de las fuerzas leales, mandaba a los cuerpos rurales maderistas dar cargas de caballería contra la Ciudadela, sabiendo que necesariamente serían acribillados al cumplir una orden malvada más que estúpida, para poder sin riesgo descarar su traición al señor presidente Madero.

En este libro trato de aclarar lo que por Justicia Social debe entenderse y analizo los pasos que para tratar de lograrla han venido dándose, desde la lucha por nuestra Independencia política, durante la cual el héroe michoacano don José María Morelos, en su brillante manifiesto a la Nación, deja vislumbrar los primeros anhelos de que llegue a lograrse esa Justicia Social.

Como un segundo impulso hacia ese logro, considero el esfuerzo de los Constituyentes radicales de 1857, anulado casi en su totalidad por los Clásicos moderados de aquel congreso; esfuerzo que fue continuado por el Benemérito don Benito Juárez y por los hombres de la Reforma, cuyas leyes incorporadas más tarde a la Constitución, principiaron a destruir la dictadura clerical obstáculo de la libertad de conciencia, y que constituyeron un nuevo paso importante en el camino escabroso por lograr la Justicia Social.

La traición abyecta del soldadón dipsómano (Victoriano Huerta), dio margen a que un hombre completo, un patriota y un valiente mexicano, encendiera el espíritu patrio contra el usurpador. Don Venustiano Carranza, gobernador entonces del estado de Coahuila, con entereza y decisión por muy pocos igualada, desconoce con su gobierno al de Huerta, y se lanza a derrocarlo por medio de las armas, expidiendo en la Hacienda de Guadalupe, de la que su plan tomaría el nombre, un llamado al pueblo entero de la República para tomar parte en el movimiento que habría de derrocar al traidor.

Terminará así la primera parte, y en la segunda, entraré al análisis de la “implantación de las reformas sociales”, esencia verdadera de la revolución, que creo fue lograda sólo en parte con la promulgación de la ley suprema de México, el 5 de febrero de 1917.

Esta segunda parte será un compendio de todos los esfuerzos hechos por el pueblo, para tratar de establecer en México un régimen, en constante lucha ideológica que pueda realizar el anhelo de los trabajadores del campo y de la ciudad, para que los derechos a la satisfacción de sus carencias de alimento, de salud, de instrucción, de libertad de pensamiento y en resumen de vida decorosa, se conviertan en ley que realmente pueda protegerlos.

Haré un estudio somero de la Constitución de 1917; lo juzgo indispensable, porque respecto a ella existe gran desorientación e ignorancia sobre la verdadera filosofía política que formó parte de la actuación de sus autores.

Tras la lucha contra el ejército porfiriano, en cuyos restos Huerta encontró apoyo, vino la completa derrota del traidor y con ella la posibilidad de emprender la legalización de las conquistas de protección a los trabajadores con una constitución política moderna y luchando todavía contra elementos disidentes de la misma Revolución, el hombre patriota y valiente, héroe de nuestra tercera Reforma, convoca a un Congreso Constituyente, que reunido en Querétaro en el año de 1917, elaboraría en sólo dos meses de trabajo intenso, La nueva ley fundamental de México.

No faltaron dentro del Congreso Constituyente, los clásicos, los moderados y los pusilánimes, que pretendieron entorpecer la consecución del objeto que se perseguía, como lo hicieron también los clásicos en el año de 1857, pero el grupo radical se impuso y como un timbre de gloria inaccesible para nuestro gran jefe don Venustiano Carranza, recibió del Congreso la nueva ley que reformó su proyecto y dijo al recibirla estas históricas palabras:

...Señores diputados: Al recibir de este Honorable Congreso el sagrado tesoro que acabáis de entregarme, Sumiso y respetuoso les presento mi completa aquiescencia, y al efecto, de la manera más solemne y a la faz entera de la Nación, protesto solemnemente cumplirla y hacerla cumplir, dando así la muestra más grande de respeto a la voluntad soberana del Pueblo Mexicano a quien tan dignamente representáis en este momento...

Supo hablar este hombre mexicano, ciento por ciento hombre y ciento por ciento mexicano, con las anteriores palabras que le conquistaron una personalidad de dieciocho quilates, que hace innecesarios los esfuerzos de algunos de sus admiradores para atribuirle hechos en los que no tuvo parte.

Así, un grupo de compañeros míos en aquel Congreso, creyendo halagar al jefe mostrándose más carrancistas que don Venustiano, sufría verdaderas penalidades al darse cuenta de que los diputados socialistas, llamados por ellos con maliciosa intención Jacobinos obregonistas, pretendían osadamente introducir reformas en el proyecto original del señor Carranza, y se ufanaban designándose ellos como liberales clásicos carrancistas.

Prendió bien la intriguilla política y hasta la fecha se discute aún si existió esa pugna, que de ideológica se tornara en personalista, entre carrancistas y obregonistas. Es por tanto mi deseo, al desmentir hoy tal infundio, tributar un cálido homenaje de respetuosa adhesión, de admiración y de gran cariño al jefe inolvidable, a cuyo valor, inteligencia y patriotismo se debe indudablemente el que haya sido posible dar ese gran paso en el escabroso camino que vengo señalando, al proclamar la Nueva Constitución Política de México.

Esa Constitución es, sin duda alguna, un corolario obligado del plan revolucionario de Venustiano Carranza contra el asesino Victoriano Huerta. El señor Carranza, con sabiduría, con prudencia y con íntimo conocimiento del caso, formuló primero el plan de lucha armada para eliminar al enemigo jurado del pueblo trabajador: el porfirismo militarizado y después, convocar a los representantes de ese pueblo para que con base en un proyecto original, sereno y meditado, dijéramos nuestra verdad con respecto al alcance que deberían tener las reformas de garantías sociales que pudiera contener nuestra Ley Suprema.

Pocos pueden percibir la falsedad impresa en periódicos de aquella y de esta época, y las mañosas omisiones en el Diario de los Debates, controlado por la facción derechista de aquel Congreso.

Es el caso del periodista Martín Batalla que comentó en su columna política, aparecida en El Universal, el día 7 de febrero de 1965: “El mexicano, el político, el joven, encuentran cada día mayor dificultad para conocer la verdad imparcial de lo que sucedió en el Teatro de la República, en la ciudad de Querétaro, hace casi cinco décadas”.

Ese es mi deseo, poder contribuir con mi esfuerzo para que las nuevas generaciones conozcan en un relato documentado e imparcial, lo que sucedió realmente en Querétaro durante aquellas discusiones.

Claro está que no pretendo hacer una historia del Congreso Constituyente, ni referirme a todos los artículos de ella. Trataré únicamente los temas más discutidos y mal interpretados hoy por el individuo derechista y clerical; de aquellos asuntos que muchos de los nuestros parecen desear que permanezcan como un intocable tabú y que los Constituyentes por callar demos la impresión de que estamos arrepentidos de haberlos aprobado.

Si me atrevo a hablar de la Constitución de 1917 –a cuya elaboración me di sin reservas– es porque con los autógrafos de mis compañeros, escritos y firmados en la propia sala de sesiones, demuestro que puedo hacerlo con amplio conocimiento de causa, y que en la elaboración de todos y cada uno de los artículos que examinaré, no nos guió ni pasión partidista demagógica, ni odio contra alguien, sino el empeño de hacer el bien a las mayorías de nuestra patria y con absoluta sinceridad, de acuerdo siempre con nuestra definida IDEOLOGÍA REVOLUCIONARIA, SOCIALISTA MEXICANA.

Trataré de contestar las dudas y aclarar las malas interpretaciones que existen sobre la filosofía del Congreso Constituyente de 1917. Estas respuestas deben darse con toda claridad para explicar cuál fue nuestra verdadera intención, pues juzgo que es urgente que se sepan, ya que quedamos muy pocos de los que podemos dar a conocer a las generaciones futuras la génesis de la Carta Magna (1965).

Hay opiniones equivocadas sobre los artículos de la Ley Suprema que significaron el cambio hacia la justicia social, surgen de quienes pretenden ser historiadores de sucesos que no vieron y que menos han estudiado. Otros conceptos erróneos son comentados con toda malicia por escritores y periodistas clericales de los diarios más importantes, que no pierden la oportunidad de hacernos aparecer como inconscientes o demagogos.

Muchos se creen con derecho a opinar de nuestras ideas sin tomarse el trabajo de investigarlas. Y si nosotros no aclaramos dudas, corremos el riesgo de que se suponga que no tuvimos filosofía propia, que nos da miedo o que nos apena manifestarla. Lo que deseo que quede perfectamente definido, es el punto de vista filosófico–político de las mayorías que logramos la aprobación de los artículos más controvertidos de nuestra Constitución.

¿Qué pretendimos al establecer que la Constitución no reconoce personalidad a las instituciones denominadas iglesias?

¿Fue nuestra intención impedir que el pueblo profesase la religión que sea de su agrado?

¿Pensábamos acaso formar nosotros una religión a nuestro gusto?

¿Por qué a los diputados de izquierda se nos llamó jacobinos, usando el calificativo en su acepción peyorativa?

¿En qué consistió nuestro jacobinismo en los artículos 3o. 27 y 130?

¿Cómo estuvo dividido el Constituyente por la verdadera ideología de sus grupos?

¿Existió acaso influencia extraña de altos personajes revolucionarios para la orientación de nuestras opiniones?

Hablaré claro y sin prejuicios. Sin la pretensión de creer perfecta nuestra obra, pues sus deficiencias son muy explicables si tomamos en cuenta el limitadísimo tiempo de dos meses improrrogable que se nos fijó para terminarla. Sin olvidar el hecho de que entre nosotros hubiera ideologías opuestas (como las hubo en 1857), lo que demuestra que representábamos diversas corrientes. Asimismo, que como humanos fuimos todos susceptibles de cometer errores.           

La pregunta que sin duda se harán los lectores, respecto a mi persona: Álvarez, nacido y educado en Zamora en escuelas clericales; hijo de padres eminentemente católicos ¿de dónde salió revolucionario? La respuesta: mi liberación del yugo clerical y los estudios y observaciones que justifican mi ideología revolucionaria, importarían muy poco al público, si no fuera por la circunstancia de que, con mis ochenta años a cuestas, venga hoy a dar mis opiniones sobre esa doctrina revolucionaria y sobre algunos de los hombres que se han esforzado por implementarla en nuestro México.

Al hojear el libro de un autor que por primera vez expone sus pensamientos sobre un tema de interés, todos nos hacemos la misma pregunta, porque la respuesta es básica para dar credibilidad a sus opiniones: ¿Qué sabe este señor de la materia que pretende analizar? ¿En dónde adquirió el conocimiento que lo autorice a opinar sobre tal cuestión?

Justo es contestar a tales dudas y por lo que a mí toca, aclararé ante todo a cuál de las muchas justicias sociales, ahora de moda, pretendo referirme y cómo y por qué medios he llegado a mi firme convicción revolucionaria de izquierda.

Este libro es una contribución personal al homenaje que se tributa a nuestra Carta Magna cada 5 de febrero. Lo dedico con cariño sincero a las nuevas generaciones de mi patria, y a mis hijos, con la ilusión de que pueda servirles de guía para el conocimiento de lo que ha significado la reforma social propugnada por nuestra revolución y para que con sus postulados, puedan fundar el cimiento de sus convicciones morales.

Esas nuevas generaciones han sido víctimas de una de las más grandes injusticias sociales: la de los padres de familia, quienes bajo la influencia de los propagandistas clericales, alegando un derecho natural inexistente, les imponen sin réplica posible, su voluntad en todo lo que debería de ser resuelto por la autodeterminación de los hijos.

Creo de interés general analizar esta tesis de autodeterminación, tanto de las naciones como de todo ser humano, contraria a la idea reaccionaria que considera un derecho de los padres imponer a sus hijos lo mismo una religión que no conocen, que una carrera profesional o un matrimonio por conveniencia.

Me he sentido alentado a emprender esta obra, por la cariñosa devoción con la que han compartido mis ideales quienes se encuentran a mi lado y tienen un lugar preferente en mi corazón; quienes en horas de cansancio y decepción se han empeñado en repetirme las palabras del general Douglas Mac Arthur: Somos viejos únicamente cuando hemos abandonado nuestros ideales...

Ninfa Sepúlveda Bermúdez. Me refiero a mi esposa, la dulce compañera de la vida y a los retoños de mi corazón, mis hijos Max, Manola y Ana Rosa Álvarez Sepúlveda , José Álvarez del Villar y Carlos Álvarez Bacha ya que al vibrar con el calor de su cariño, repito emocionado con Mac Arthur ....Todavía mi corazón es capaz de recibir mensajes de belleza, de alegría y de entusiasmo, siento el anhelo de luchar hasta el fin de la vida por la realización de mis ideales... y por lo tanto, a pesar de la carga pesada de los años, sigo siendo capaz de continuar mi obra.

Cuernavaca, Morelos, 1965.

General José Álvarez y Álvarez de la Cadena