El poder de la sotana (El filipino)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 11

El filipino

La amistad lo es todo. La amistad vale más que el talento.

Vale más que el gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia.

Mario Puzo

 

Imelda vocalizaba en su estudio cuando alcanzó a oír la inconfundible voz castrati de Justiniano. “¿Está aquí nuestra maravillosa soprano?”, preguntó a la madre de Imelda y sin esperar respuesta dijo que la aguardaría en la sala hasta que terminara sus ejercicios.

— ¡En seguida voy madre —gritó Imelda—, dale a Jus un café y por favor acompáñalo!

Quince minutos más tarde Imelda se integró a la conversación.

            —Qué cuentas mi Justiniano querido —inquirió la cantante después de besarle la mejilla imberbe.

            —He venido a saludarte para sentirme parte de tu familia y así nutrir mi optimismo —respondió Justiniano con la sonrisa pegada en el rostro, expresión que, dijo alguna vez Imelda, había adoptado desde el día en que por primera vez abrió los ojos para ver a su madre.

—Ya lo eres Jus. Sabes que te siento como hermano. Pero aparte de nuestra fraternidad, ¿cuál es el otro motivo de tu visita? Lo pregunto porque percibo que traes algo entre manos. Tu ojitos te delatan…

—Ay amiga, eres muy perceptiva. Además de saludarlas, también vine porque quiero informarte que me buscó el sacerdote Miguel Torres, ¿lo conoces?

            —No, no sé quién es. ¿Y para que te buscó?, si se puede saber —tamizó la soprano con la mueca de la curiosidad femenina.

            —Claro que se puede saber, amiga: fue de parte de un capitán de nombre Pedro del Campo. Éste dijo que su jefe le había pedido que indagara; que preguntara si me gustaría trabajar en la cocina del castillo de Chapultepec, o sea al servicio del presidente de este país. Le respondí que no porque mi amiga Imelda me había propuesto para el cargo de jefe de la cocina de la embajada de Estados Unidos. Creo que exageré mi interés por el trabajo con los americanos. No sé por qué pero la actitud del cura me puso nervioso.

            — ¿Supones que Dios te quiere poner alguna trampa? —ironizó la mamá de Imelda sin despegar la vista de su tejido.

—No Doña, ¿qué pasó? Sabe Usted que yo soy un ferviente católico. Lo que pasa es que más que cura el tal Miguel parecía un reclutador laboral. Bueno, para no blasfemar diré que se me hizo como el serafín aquel que está empeñado en llevar al confesionario a quien ha cometido muchos pecados o va a morir. O como uno de los ángeles que llegaron a Sodoma con la intención de salvar a sus habitantes — dijo Rizal mientras se santiguaba.

—Ahora sí que exageras mi querido Jus —lo paró Imelda para quitar la connotación sexual al comentario de su amigo—. Casualmente hace poco mi madre y yo conocimos al militar que te lo envió. Me parece normal que quieran saber cómo eres, en qué trabajas, si te gustaría cocinar para el presidente Calles, lo cual equivale o implica estar en un paraíso laboral.

—Según me han dicho también en un infierno amiga. La verdad yo prefiero trabajar para el Embajador. Creo que falta poco para que pase la prueba. Su secretaria me dijo que estaba muy contento con mi sazón y además agradecido contigo porque tú me recomendaste. También me enteré de que Sheffield te aprecia y admira desde que te escuchó cantar en Nueva York.

Imelda y Justiniano siguieron parloteando sobre otros temas. La madre de la soprano fue testigo de piedra hasta que Justiniano Rizal se dirigió a ella para platicar las aventuras que su hija había tenido en Italia. La señora entendió la intención y sin proponérselo provocó a Imelda para que hablara sobre la tendencia sexual del amigo de Imelda. — ¿Y tú qué sabes de Jus? —le preguntó con la vista fija en su tejido.

—Ay madre. Me quitó varios novios —respondió la cantante a sabiendas de que Justiniano festejaría la confidencia.

La conversación adquirió el color de los lances amorosos entre parejas del mismo sexo. Imelda madre se sorprendió al conocer los nombres de los personajes europeos que habían roto el tabú de la homosexualidad: los escuchó con el azoro invadiéndole el rostro.

—El origen y la mezcla asiática de Jus —agregó la anfitriona sin reparar en la reacción de su madre— fue uno de los atractivos de su éxito entre intelectuales y artistas. Y además aderezado con el arte culinario que le ganó muchos prosélitos.

Las palabras de su amiga animaron a Rizal. Parecía un niño juguetón al cual le festejaban sus travesuras. Con ese talante decidió intervenir para hacer algunos comentarios sobre su género, empero, doña Imelda se negó a escucharlo: no dijo nada pero botó su tejido sobre una silla vacía con la intención de dar por terminada la plática. Fue evidente que su conservadurismo la había dominado y que por ello rechazaba revelaciones como las de Rizal

—Ya es hora de despedirnos —dijo doña Imelda cortante pero con el tono de la amabilidad forzada—. Te espero la próxima semana Jus. Y si estás de acuerdo me mostrarás tus habilidades culinarias, esto siempre y cuando mi hija me apoye.

—Claro que sí Madre —respondió la cantante—. Será un viaje de sabores, aromas y colores; una aventura cultural con Jus de guía. Ya verás lo que ha descubierto y mezclado. Percibirás los gustos que, a través del paladar, llegan al corazón para iniciar un recorrido cuyo destino es el cerebro. —Imelda volteó a ver al amigo y agregó—: Pero no sé si quiera Justiniano.

—Dalo por hecho —respondió Rizal a bote pronto—. Les prometo revelar el secreto de mi aderezo embrujado —jugó—. Tal vez logre que ese sabor, que yo llamo del cielo, convenza a tu madre para que sea mí aliada en la lucha que incluye ganar la comprensión hacia quienes portamos el cuerpo equivocado.

Imelda sintió el golpe. Como respuesta abrazo a su amigo y a su madre. Con ese gesto trasmitió a los dos sus sentimientos de afecto, comprensión, cariño y gratitud. Y dijo:

—El cuerpo no vale nada si en él están ausentes los sentimientos nobles que hacen del ser humano un ser intemporal. Jus: mi madre y yo te queremos como si fueses parte de nuestra sangre.

Imelda Madre asintió asombrada.

Alejandro C. Manjarrez