El poder de la sotana (Apariciones)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 10

Apariciones

Dios existe, pero a veces duerme:

sus pesadillas son nuestra existencia.

Ernesto Sábato

 

José Mora y del Río oficiaba la misa de gallo cuando desmayó frente al altar de la Virgen de los Remedios: se desplomó después de haber vociferado contra un ser invisible acusándolo de irrumpir en la vida de la Iglesia Romana. “¡No tienes derecho! —Gritó fuera de sí—. ¡Tú perteneces al mundo de las tinieblas!” En el momento de desvanecerse, cuando su cabeza iba a golpear contra el piso, uno de los acólitos del obispo coadjutor logró detenerlo; sin embargo, no pudo evitar que su testa tocara las losas del veteado mármol de Santo Tomás. Minutos después el arzobispo logró recuperarse de aquel desmayo y volvió a decir incoherencias. Los feligreses que se le habían acercado para ayudarlo se asustaron porque no entendieron nada excepto la palabra Dios. Impresionado por las frases que pronunció en una revoltura de latín, arameo, portugués y español, alguno de testigos supuso (y así lo dijo en voz queda) que “el diablo había poseído a Monseñor”. Tres horas después el médico de la curia diocesana decidió que Mora y del Río necesitaba guardar reposo: “Habrá que observarlo durante su proceso de recuperación —dijo—. El convento es el mejor lugar porque está lejos de las miradas e insidias de los agentes del gobierno”.

La confusión mental y las alucinaciones sufridas por el arzobispo, habían alterado la parsimonia conventual: las monjas olvidaron sus envidias, intrigas y mezquindades; todas dedicaron su tiempo a cuidarlo y rezar por él. Alguna administrándole el medicamento ordenado por el médico, otra poniéndole en la frente toallas húmedas para refrescarlo y una más dándole masaje en las piernas. No lo abandonaron ni un minuto; las veinticuatro horas del día atendieron su salud. El entusiasmo de “cuidar a Su Eminencia” cambió el ánimo de las religiosas que, en muchos casos, rompieron su voto de silencio.

—Le va a molestar que lo hayamos traído al convento —dijo preocupado el obispo coadjutor—. No puedo olvidar sus expresiones de gratitud a Dios por haberlo hecho corto de vista —como lo fue Francisco de Aguiar y Seixas— para no ver a las mujeres cuyo cuerpo representa al pecado.

            —Pero está enfermo, Padre —intercedió Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje—. Parta usted de que nuestras hermanas ocultan todo debajo de su hábito; es decir, de la túnica blanca y las amplísimas mangas colgantes. A esa indumentaria agregue el velo, la cofia, el escapulario y el escudo de metal en el pecho, además del gran rosario que empieza en el cuello y llega a las rodillas donde, cual péndulo, oscila para formar la barrera invisible que rechaza las miradas pecaminosas. No son mujeres, hermano, son las esposas del Señor. Y aún más: la vestimenta de la orden desaparece u oculta el cuerpo que despierta el deseo sexual en los hombres y que a veces enloquece a los hermanos que bordean el hoyo negro del fanatismo.

—Miguel: con o sin barreras invisibles a Monseñor le molestará estar cerca de ellas ya que aunque no las vea va a oler sus humores —dijo el coadjutor enfatizando su estilo parroquial—. A menos de que ya haya perdido el olfato…

Torres de la Santa Cruz calló para ocultar sus pensamientos porque supuso que Dios había castigado al pastor espiritual de México. “Debe ser la respuesta del Señor para quien sin justificación alguna repele u ofende a las mujeres —se dijo apesadumbrado—. Ni siquiera su rígida formación disculpa que soslaye un hecho incontrovertible: si Dios hizo a las mujeres racionales es porque no las quiere ignorantes, aisladas, menospreciadas y agredidas por los misóginos. Sería tanto como ofender a nuestra Santa Madre, la Virgen María.”

— ¿En qué piensa Miguel? —Preguntó el obispo—. Se ha quedado usted en silencio. ¿Acaso ora por nuestro hermano?

—Pensaba en que la discreción de las hermanas forma parte de la herencia de sor Juana Inés de la Cruz. Olvidarán lo que escucharon de Monseñor... Y sí, también le pido a Dios por su recuperación y salud mental.

—Deliraba, Padre, sólo deliraba. Lo que haya dicho no tiene ningún valor —justificó el coadjutor—. Fue una de tantas reacciones de la irracionalidad que ocasiona la fiebre...

Espero que sólo sea eso, un estado febril —dijo Miguel—. Y que no esté perdiendo la chaveta…

—No entiendo lo que acaba de decir —reclamó el obispo.

—Es simple Su Eminencia —se defendió Miguel—: las fiebres altas combinadas con la edad producen estragos en la mente. Debemos rezar para que nuestro guía se libre de esas terribles consecuencias…

— ¿Lo duda usted?

—Nunca he dudado del poder y la bondad del Señor. Tampoco he rebatido sus designios cuando éstos no corresponden a nuestros deseos. Lo que me preocupa, señor Obispo, es que Dios haya tomado una decisión adversa a nuestros ruegos…

—Miguel, confiemos en su bondad y sabiduría, es lo único que nos queda. Lo que Él decida será lo mejor. Y algo me dice que nuestro querido Arzobispo se recuperará del mal físico que le aqueja.

Alejandro C. Manjarrez