Primera experiencia
Capítulo 1
Todavía reverberándole en la cabeza las estridentes amenazas de muerte, Simón siguió con la vista la carrera que el asaltante emprendió entre la maraña del intenso tráfico vehicular. Lo veía sin poder ocultar la sonrisa que mostraba su satisfacción ya que el plan estaba saliendo como lo había planeado. Esperó impaciente a que el ladrón estuviera a unos cincuenta metros. Y antes de que se confundiera con la gente o que los vehículos lo ocultaran se dijo: “Es el momento”. E hizo lo que semanas antes había preparado: pulsar el botón del control que sacó de la parte baja del asiento del coche.
Escuchó la explosión instantes después de haber visto caer a quien a punta de pistola acababa de quitarle reloj, cartera y celular. Sin dudar del éxito de lo que él denominó “la primera fase” de un plan concebido meses antes, precisamente al otro día de que su hijo pasó a formar parte de los cientos de víctimas mortales que dan el toque siniestro a las estadísticas delincuenciales de la ciudad de México, se sintió más que satisfecho por las posibilidades y el impacto social que prometía su “Brigada terminal”. Era la organización concebida por él como la alternativa civil para castigar y combatir los crímenes callejeros, así como los asaltos y los robos, delitos perpetrados en su mayoría por jóvenes deseosos de ocupar posiciones importantes en la estructura de la delincuencia organizada.
A pesar de que había previsto lo que pasaría en la primera fase de su plan, por la violencia de éste sintió remordimiento y una confusión existencial; sin embargo, pudo resolver sus dudas al acudir a su conciencia religiosa: “El Señor sabrá perdonarme –se dijo– por lo que parece ser un pecado. Pero lo que busco, y él lo sabe bien, es que haya muchos hombres y mujeres que logren cumplir su misión de padres de familia. Calvino, el defensor de los actos de nuestra fe, encontró el argumento al entender que en cada acción en pro del bien, la de Dios es la voz que se escucha”.
Simón abandonó su automóvil para caminar hacia el ladrón que mutilado agonizaba sobre el pavimento: vio con asco la parte del intestino que aun permanecía ligada al cuerpo. Entonces volvió a sentir la extraña y recurrente sensación que solía confundirlo cuando el sufrimiento de los demás le era indiferente. Miró con morbo los estertores de aquel ratero cuyo vaho despedía el olor de alguna pócima embrutecedora. Sintió escalofrío al observar que la sangre del tipo caía en la alcantarilla. “Cosas del destino: es el lugar a donde pertenece la escoria social. Ojalá sea el mismo individuo que mató a mi Pedrito; sería justicia divina”, se dijo para atemperar el remordimiento que sintió después de matar al delincuente. Y aunque su plan incluía salir del lugar de inmediato, se quedó pasmado sin poder quitar su mirada del rostro del moribundo: esperaba que fuera el mismo que un año antes había asesinado a su primogénito sólo porque éste se negó a entregar el Bvlgari, regalo de su novia y testimonio de compromiso matrimonial.
Se le hizo familiar el murmullo provocado por los comentarios de los mirones. Era el mismo susurro que se escuchó la tarde trágica en que Pedro fue asesinado. “Qué curioso –pensó– ni el color de la sangre sensibiliza a esta gente que parece naufragar en el mar de la indiferencia”. Recorrió los rostros en busca de alguna mirada cómplice, justiciera o solidaria con la muerte del joven ladrón. Pero lo único que encontró fueron las mismas expresiones frías, apáticas o mudas de la impresión; rostros parecidos a los que presenció la tarde en que mataron a su hijo. “Tendré que sacarlos del marasmo en que viven”, se prometió antes de alejarse de los curiosos atraídos por la muerte.