La ley del Talión
Capítulo 2
En el siglo XIX asaltantes y criminales se apropiaron de los caminos que conducían a la capital del país. Y fue en el de México-Puebla donde más registros de violencia hubo, sobre todo en la zona conocida como Río Frío, región que llegó a convertirse en un territorio muy peligroso tanto para los viajeros que tenían la necesidad de usar la ruta por obligación familiar o conveniencia comercial, como para los conductores y vigilantes cuyo trabajo era resguardar la vida de sus pasajeros. Se escucharon los mismos gritos altisonantes que hoy se pierden entre el ruido del tráfico de ciudades como el Distrito Federal. Ocurrieron crímenes parecidos a los que en la actualidad mantienen en vilo a las sociedades. Las víctimas en potencia siempre ocultándose de los ladrones. Y los bandoleros en proceso de formar la estirpe de la cual surgieron los asaltantes del siglo XXI. La genética y sus rastros pues.
–¡Allá vienen los señoritos. Cúbranse la cara y órale, apúrense, vamos por el oro de los caballeros y el honor de las damas! –ordenó burlón el jefe de la banda a sus secuaces al tiempo que se acicalaba el enorme bigote. La misma convocatoria de otras ocasiones. Y la misma algarabía de los salteadores, viva reencarnación de los jinetes del Apocalipsis, hombres cuyo éxito dependía del número de delitos que cometieran. Así, entre carcajadas y gritos emulando a las hordas de Atila, cada uno espueleó su caballo para bajar del monte como si fuesen centauros decididos a llegar al purgatorio.
–¡Párense jijos de la chingada –arengaban los asaltantes embozados–, sólo queremos su dinero y a sus viejas. No más!”.
La nube de polvo envolvió la carroza de la que salieron cuatro mujeres y cinco hombres. La palidez de todos se mimetizó con el color de su ropa cubierta ya con los millones de partículas de tierra seca. Los hombres trataban de proteger a sus damas mostrándose valerosos y decididos sin mediar el instinto de conservación, actitud entonces parte de la caballerosidad que distinguía a las personas bien educadas. Tres, cinco, ocho disparos encontraron su objetivo en el cuerpo de los defensores de la dignidad de sus mujeres. Uno era don Simón de Rocafuerte. Otro Pedro, su hijo, que olvidó la prudencia enfrentándose a los bandidos porque tenía que proteger a su dama. Con una reacción de valentía exagerada les gritó desgañitándose: “¡Mátenme, pero respeten a las mujeres!”. Divertidos y burlones los maleantes optaron por dar gusto al héroe improvisado: varios de ellos accionaron sus armas para cumplir el deseo de Pedro. Sin embargo, por lo arisco de sus caballos y los efectos del alcohol que tomaban como agua de uso, ninguno de los proyectiles que dispararon pudo herir de muerte a Pedro. Éste, sin embargo, cayó al suelo “noqueado” por una de las balas que le rozó la cabeza llevándose el cuero cabelludo que encontró en su trayectoria.
Media hora después el hijo de Rocafuerte volvió en sí. Y lo primero que percibió fue el ruido interno que provoca el dolor, sensación acompañada con el aroma de la muerte. A su lado estaban dispersos los cadáveres de tres de sus compañeros de viaje y él sobre el cuajarón de sangre que hacía las veces de lecho a los cuerpos inertes. El resto, los que sobrevivieron, lloraban su desdicha. Unas y el otro tratando de sobreponerse al dolor de sus heridas. Su padre consolaba a Ángela cuyo llanto daba cuenta de la humillación que estaba sintiendo por haber sido violada. La angustia le hizo desfallecer: creía que Pedro, su prometido, estaba muerto.
–Martha, ¿Qué te pasó? –dijo Pedro a la mujer y ésta al verlo ya no pudo pronunciar ninguna palabra. Sin saber lo que había pasado con su novia, el herido se dirigió a su padre para preguntarle: –¿Estás bien? ¿Hacia dónde se fueron los bandidos? ¿Te diste cuenta quiénes eran? ¿Alguien los reconoció?
Las frases inquisitivas del joven heredero cortaron de tajo los sollozos de las sorprendidas mujeres. El verlo vivo les hizo sonreír y tranquilizarse a pesar del coraje que sentían por haber sido violadas.
Recobradas del susto las féminas atendieron sus heridas físicas y, sacando energía de su dolor, unas a otras se intercambiaron palabras de aliento.
Hora y media más tarde apareció a lo lejos la diligencia que se dirigía a la ciudad de Puebla. El vehículo trasportaba a un médico y dos monjas enfermeras, coincidencia que permitió a los heridos recibir atención oportuna y a las mujeres compartir su ira con las religiosas que en ese momento olvidaron su condición espiritual. “Dios no estuvo aquí”, dijo indignada la madre superiora.
Simón y su hijo habían jurado vengar las ofensas de Río Frío, promesa que quince días después pudieron cumplir debido a su enjundia, perseverancia, valor y poder económico. “Para que la cuña apriete –argumentaban tratando de justificar sus métodos– tiene que ser del mismo palo”. Y bajo esta premisa popular contrataron a varios maleantes que recibieron una buena paga por encontrar a los bandidos para allí, en sus guaridas o en el camino, sorprenderlos y matarlos con la dedicatoria del mensaje final redactado por la familia Rocafuerte: “Las bestias no merecen el perdón de Dios y menos aun el de sus víctimas”.
Ahí quedó, pues, la herencia genética que hizo de ese grupo familiar un clan que generación tras generación dedicó su vida a buscar la justicia, ya sea por la vía legal o bien arrogándose el derecho de convertirse en emisarios de la ley del Talión. Fue el secreto o la parte oscura de la herencia cuya fuerza se basaba en el orgullo de los Rocafuerte, legado que se reprodujo en la medida en que los descendientes entendieron el compromiso genético de combatir sin tregua a la delincuencia organizada y a los criminales independientes.