El éxito, tónico milagroso
Capítulo 3
–Hoy pude concretar la primera etapa de lo que desde hace meses iniciamos –dijo Simón Rocafuerte III a su equipo de trabajo. El diseño de Iñaki y las estrategias de Lauro, nos han puesto en el camino hacia la meta que anhelamos. Gracias, pues, a la participación de todos ustedes y a su deseo de trascender podremos acabar con muchos de los delincuentes que podrían vivir más que nosotros sí, pero como emisarios del mal. Empezamos así con el pie derecho. Y habremos de derrotar al destino que se puso en nuestra contra, y no precisamente con la idea de superar el mal físico o la enfermedad que nos aqueja, sino con la meta y la aspiración de corregir aquello que lastima a la sociedad. Hoy somos ustedes y yo. Y mañana vendrán nuestros relevos a quienes tendremos que entrenar o instruir para que sobreviva y se fortalezca la “Brigada terminal”.
Con este mensaje quedó formalmente constituido el grupo formado por 20 personas, trece hombres y siete mujeres. Su destino había sido decretado por diversas enfermedades consideradas incurables o terminales. Simón Rocafuerte III fue el fundador y su capital el combustible que impulsó el ingenio y la ciencia de cada uno de ellos. A quien le faltaba dinero, el líder del grupo le prometía para su familia una vida decorosa siempre y cuando hubiera entrega total a la causa. Y si la enfermedad lo mantenía alejado de sus seres queridos, ofrecía al afectado la oportunidad de dar a los suyos una lección de amor que lo trascendiera.
Una vez concluido el discurso de Simón, el grupo hizo el inventario de la Brigada y se asignaron funciones: los técnicos quedaron a cargo del sofisticado equipo electrónico diseñado ex profeso para eliminar delincuentes calificados como pie de cría, y los científicos adquirieron el compromiso de mejorar los sistemas que permitieran “ejecuciones limpias”.
Iñaki Beltrán, experto en explosivos, encontró en su enfermedad (cáncer en la médula) la oportunidad de desarrollar su ingenio y a la vez beneficiar a la parte de la sociedad que sufría los embates de la delincuencia organizada. Un cambio drástico en el último trayecto de su vida, ya que su pasión –que por cierto lo hizo famoso– era coleccionar piedras milenarias, gusto que le acercó a los científicos que compartían esa afición con Carl Sagan, el inquieto sabio que abrió la puerta a los misterios del universo.
Sobre Ángela Colombini recayó la responsabilidad de buscar a los miembros que habrían de suplir a sus compañeros derrotados por la enfermedad. Su seguridad y experiencia reflejaban la fuerza interna que había adquirido en su lucha personal, característica que le ayudó a resolver las crisis de las operaciones que sufrió por los diferentes tipos de cáncer que le detectaron. Sin senos ni matriz y con decenas de sesiones de quimioterapia, Ángela logró reintegrarse a las actividades cotidianas, debido, entre otras cosas, al deseo intenso de buscar justicia para uno de sus hijos, un universitario herido por la bala de alguno de los asaltantes callejeros, agresión que le causó muerte cerebral. Vivía en los hospitales especializados, cantera de candidatos a la Brigada terminal. Y su entusiasmo que resaltaba su belleza física y espiritual, le hizo la persona idónea para este tipo de reclutamiento, trabajo en el que estaba siendo apoyada por Lauro O’Gorman, un hombre joven experto en cibernética que, como muchos de las víctimas de la violencia, perdió el movimiento de las piernas debido a la bala que le disparó el ladrón que a punta de pistola lo despojó de su automóvil. En alguno de los nosocomios conoció a Simón, el extravagante millonario de refinados gustos y ostentosa alegría, actitudes que ocultaban el verdadero objetivo de su vida: crear escuela para exterminar a quienes causen daño a la sociedad y hacerlo antes de que la enfermedad acabara con él.
–Ángela, ¿ya preparaste al señor Ibarbuengoitia? –preguntó Rocafuerte–, necesitamos su genio e ingenio y…
–Está más que listo, Simón. Y además entusiasmado con la idea de participar contigo; pero es necesario que tú le amplíes la información –respondió Ángela.
–Adelante. Haz la cita para que nos veamos en Huatulco. Allá le mostramos el laboratorio. Encárgate de llevarlo. Utiliza mi avión. A propósito, ¿cuánto tiempo le queda?
–Según mis informes, dos años sin problemas físicos visibles.
–Pues hay que apurarse para aprovechar al máximo ese talento.
Rafael Ibarbuengoitia era un egresado del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde adquirió, compartió e incrementó sus conocimientos en nanotecnología e ingeniería genética. Estaba dedicado a estudiar para combatir la posible técnica del bioterrorismo, amenaza constante de los Estados Unidos. Pero la enfermedad lo retiró del laboratorio, digamos que oficial, para ubicarlo en el propio y así dedicar sus últimos alientos en usar su experiencia y tratar de descubrir su propia cura mediante un cromosoma artificial capaz de modificar el comportamiento de las células enfermas. Sus investigaciones y participación en esta nueva ciencia, le hizo una persona difícil de sorprender debido a que el mundo científico le enseñó a vivir en medio de la sorpresa que produce la vida artificial y el uso militar de los virus letales o las bacterias preparadas para resistir el efecto de cualquier antibiótico.
Ibarbuengoitia hizo el viaje con Ángela, tal y como estaba planeado. Durante el breve vuelo la bella acompañante le entregó varias tarjetas con la recomendación de que esperara la noche para leerlas y meditar sobre su contenido. En ellas se explicaba la filosofía del grupo al cual habría de integrarse. En cada frase que leía encontraba lo que Rocafuerte concibió como “justificación moral”.
–Este es el laboratorio que te hemos preparado –dijo Simón a Ibarbuengoitia. Si aceptas integrarte al grupo aquí mismo podrás desarrollar lo que te venga en gana…
–¿Y tú lo costeaste? –preguntó el científico, más que por la duda que le despertó la tecnología que estaba frente a él, para escuchar los argumentos financieros de su anfitrión. De ello dependía que siguieran el plan que Ángela le expuso a partir de lo que ella llamó: cobertura jurídica y moral.
Rocafuerte se le quedó mirando mientras escudriñaba su rostro tratando de encontrar la respuesta inteligente a la absurda pero intencionada pregunta. Aceptó el reto y respondió:
–Tú mejor que nadie sabes, mi querido Rafael, que el dinero compra casi todo, menos la vida. Si acaso, podremos retardar lo irremediable valiéndonos de la riqueza monetaria. Y al hacerlo adquirimos una importante obligación: mejorar el futuro de quienes habrán de sucedernos, ya sea como familia o bien como herederos de nuestros conocimientos. Lo que ves aquí fue adquirido con la intención de hacer del medio ambiente un mundo habitable tanto por la moral pública como por el comportamiento de sus habitantes –en ese momento Simón decidió ir al grano porque, suponía, así lo demandaba la inteligencia y preparación de su interlocutor. Rafael: te necesitamos para que funcione mejor nuestro proyecto que, como verás, coincide en parte con tus propósitos relativos a mejorar el sistema de vida separando aquello que pueda dañar o alterar el desarrollo armónico, creativo y pacífico de la sociedad…
–¿Me propones que colabore a lo que en la campaña contra la fiebre aftosa se conoció como rifle sanitario? –atajó Rafael con la intención de quitar el lastre que empezaba a hacer menos ágil la retórica de su anfitrión.
–Es exagerado tu ejemplo. Sin embargo, algo hay de eso –dijo el anfitrión que entendido de las intenciones de su invitado se obligó a concretar su propuesta–: Lo que hemos iniciado es una lucha contra los seres nocivos al organismo social. E igual que el tuyo, nuestro objetivo también incluye acabar con los seres vivos cuya función es destrozar a otros seres, los que tienen que vivir para bien de nuestros hijos y sus descendientes…
–Yo combato a los seres vivos no a los pensantes; a las bacterias y virus que causan grandes males al mundo…
–Es prácticamente lo mismo, Rafael. Quien mata por robar o roba para matar no se diferencia de las bacterias que tú combates para mejorar la salud de los humanos. Imagínate que alguien hubiese detectado a Hitler o a cualquiera de los grandes criminales de la humanidad y hubiera colaborado para impedir que estos personajes pusieran en práctica lo que a final de cuentas produjo millones de muertos…
–¿Te refieres a que debieron haberlos matado? –inquirió el invitado pasando las yemas de sus dedos por el filo de una de las armas medievales que pertenecían a la colección de Simón, una de las más importantes en el mundo de los fanáticos del mal llamado arte de la guerra. Los venecianos, el dux –acotó Rafael mostrando el arma– pensaban igual y por ello diseñaron estas espadas con doble filo y el gancho que servía para amputar los miembros del enemigo. Y recuerdas que contaban con el Consejo de los Diez cuyas sentencias eran irrevocables y tan crueles como su propia existencia. ¿Tú me propones algo parecido; es decir, armas y acciones avaladas por tu propio consejo…?
–Como eres inteligente no puedo ni debo tamizar la respuesta. A tu primer razonamiento respondo y afirmo que, en efecto, debieron haberlos matado para salvar a los millones de hombres y mujeres que murieron sentenciados por el poder y capacidad de los exterminadores del Tercer Reich, científicos convocados para diseñar sistemas de eliminación masiva. Recuerda que la medida criminal tuvo éxito entre la sociedad alemana que por un extraño fenómeno de poder se dejó contagiar de los desvaríos de su dirigente. Respecto a lo nuestro, Rafael, nada tiene qué ver con ese tipo de armas o actitudes y menos aún con los talantes medievales que apuntas. Se trata de usar la inteligencia que también sirve para vislumbrar y preparar el futuro. No queremos conspirar contra la humanidad, lo cual sería la peor de las estupideces que son producto del fracaso de la inteligencia. No. Hemos eliminado del proyecto al fanatismo, la insensibilidad, el desamor, la rapacidad y el afán de poder. Podríamos, si tú así lo percibes, conservar el coraje para identificar y no perder de vista a los seres dañinos. E incluso hacer uso de la violencia personalizada pero con el objetivo preciso de eliminar las células malignas para que éstas ya no se reproduzcan. Este trabajo funciona como el elíxir que hace más grata y vigorosa nuestra existencia.
–Según veo –interrumpió Ángela–, la conversación no tiene fin porque se metió en la milenaria disputa sobre el bien y el mal; el diablo y su contraparte pues. Les propongo que mejor tomemos un refrigerio para que ambos mediten sobre el papel que la vida les ha asignado, con el agravante de que el tiempo de vida se reduce conforme pasan las horas, o mejor dicho los minutos, condición que nos obliga a ser prácticos y de respuestas inmediatas…
–¿Y aquí quién es el diablo y quién…? –dijeron al mismo tiempo Rafael y Simón, como si se tratase de una frase musicalizada para el brindis de la Traviata, coincidencia que a los dos les impidió concluir la frase propiciando una carcajada cuya estridencia fue absorbida por el follaje selvático que los rodeaba.