Capítulo 30
Canto del cielo
Si los diplomáticos cantaran, no habría guerras
Chavela Vargas
Era domingo cuando en la voz de Imelda, el Ave María de Schubert recorrió el bosque. Las parvadas de pájaros se quedaron paralizadas, en silencio. La abulia del campesino fue alterada. Hombres, mujeres y niños de la región nunca habían oído la armonía de esa música que para ellos podría ser celestial. La voz de la soprano y los acordes musicales de la orquesta de cámara salieron de la capilla sorprendiendo a los habitantes y vecinos de la hacienda La Gavia, una de las pocas propiedades que se salvó del embate de las huestes zapatistas que operaron desde las faldas del Popocatépetl hasta el Nevado de Toluca.
La soprano había llegado al lugar contratada por Sheffield para participar en la boda de James Smith y Olga de Ávila, el primero uno de sus hombres de confianza y la segunda descendiente de Alonso de Ávila, capitán que fue de Hernán Cortés, “beneficiario por cierto —presumió festivo el embajador a sus invitados— de las mercedes que otorgó el rey de España a los conquistadores, como este hermoso lugar medido entonces con el alcance de la vista del hacendado, que por aquellos tiempos tenía el poder para ver más allá de lo imaginable”.
Mientras que la voz de la mujer embrujaba a los amigos de Sheffield, alrededor de la propiedad se movían con sigilo dos centenares de hombres armados. Su misión: asaltar la Gavia donde, según algunos lugareños, había acampado una partida militar “entrenada para matar curas y religiosas”. Su cautela y la distracción de los guardias norteamericanos que vigilaban la boda de su jefe, permitió a los cristeros acercarse hasta donde por el alcance de sus armas propiciarían el daño esperado. Ya en la posición planeada, el jefe de la gavilla ordenó esperar a que concluyera el Ave María. “Sería un sacrilegio que atacáramos cuando se rinde pleitesía a la virgencita —dijo a sus hombres el cura jefe—. Aguardemos hasta la bendición del padre. Recuerden que nuestro objetivo son los enemigos de la religión católica. Y por lo visto aquí están revueltitos. Así que apunten a los uniformes, nada más. Si alguno de ellos es católico que lo proteja la cruz o el escapulario que traiga puesto”.
Al concluir el canto se produjo el aplauso espontáneo. La algarabía indujo al jefe de los rebeldes a ordenar que abrieran fuego. Fue entonces que el ruido de la metralla sorprendió a todos. Sin embargo, los guardias del embajador respondieron como si estuvieran preparados para el ataque que sufrían. Las balas de ambos grupos cruzaron el espacio. Los asaltantes que habían llegado al lugar seguros de que Dios estaría de su lado, comprobaron que Él no toma partido. Vieron asustados cómo caían muertos sus compañeros. Primero tres. A los dos segundos otros cinco. La muerte parecía aliada de los soldados güeros que custodiaban la propiedad ocultándose en las almenas de la hacienda. Los rebeldes nunca imaginaron que enfrentarían una reacción tan eficaz como la que exhibieron aquellos militares custodios de James Rockwell Sheffield e invitados: armas automáticas y fuego graneado. Al final de la refriega se hizo el recuento de bajas: todos los muertos pertenecían al grupo atacante cuyo cabecilla veía admirado la respuesta del centenar de militares bien entrenados: “¡Son máquinas del demonio!”, gritó poco antes de que su cabeza fuera perforada por un proyectil.
Los cristeros que habían quedado en la retaguardia pudieron sobrevivir al contraataque que duró treinta minutos. Para los custodios del embajador, la defensa resultó tan cómoda como los combates simulados que formaban parte de su entrenamiento militar.
Después de la intensa lluvia de balas siguió el extraño sosiego que sucede a la muerte. Ello hizo suponer a los militares gringos que habían despachado al otro mundo a todos sus enemigos, cálculo que duró poco porque de entre los matorrales salió un quejido de algún herido agonizante. El jefe del pelotón ordenó con los ojos a tres soldados que fueran a terminar el trabajo. Dos tiros de gracia y enseguida, como si se tratase de una obra de teatro griego, sin dioses pero trágica, el capitán encargado de la partida militar-escolta aplaudió para festejar su triunfo. Los invitados lo imitaron y se produjo el estruendoso aplauso de la victoria estadunidense. La algarabía cesó cuando el pianista de la orquesta empezó a tocar el Mephisto de Franz Liszt. Al concluir la música y en medio de las aclamaciones el capitán se dirigió al embajador para y con la voz engolada informarle:
—El parte es el siguiente, señor Embajador: fuimos atacados por algunos rebeldes que por bandera portaban imágenes religiosas. En la refriega murieron sesenta y cinco asaltantes. En nuestras líneas no hubo bajas que lamentar. Sólo dos heridos de bala sin consecuencias graves.
—Gracias Junior —respondió Sheffield—. Me doy por enterado y proceda usted de inmediato con la redacción del informe para que se lo presentemos a las autoridades mexicanas. Además dé cristiana sepultura a los cuerpos y, si se puede, haga la relación de identidades.
El militar saludó a su jefe golpeando los tacones de sus botas; dio la media vuelta y se retiró para cumplir las órdenes de su jefe.
—Perdonen la interrupción, señores y señoras —dijo a los invitados el novio consorte —. Como ya está controlada la situación, les ruego que sigan con esta fiesta que seguramente será inolvidable para todos, en especial para mi esposa y su servidor. La música se confundió con las carcajadas que festejaron el sentido del humor del recién casado que trataba de animar a la novia cuya tez estaba del mismo color de su albo vestido.
La fiesta siguió como si nada hubiese ocurrido.
Asco
Igual que el de la novia, el rostro pálido de Imelda contrastaba con el colorido escarlata de los cortinajes de las ventanas del salón-comedor. El pánico la había invadido. Quería salir de la hacienda pero no lo hizo porque consideró que sería una imprudencia poner en riesgo su vida e incluso la de los dos guardias que le asignó Pedro del Campo.
—Señor Embajador —se animó a decir a Sheffield— discúlpeme con sus invitados; me tengo que retirar porque me siento mal, incómoda: debe haber sido el susto y la impresión.
Sin esperar la respuesta del anfitrión, Imelda encaminó sus pasos hacia la recámara que la ayudantía de la legación le había asignado. Los militares que cuidaban de su seguridad aprovecharon el momento para solicitar al jefe de la guardia del diplomático que les fuera permitido participar en la elaboración del informe:
—Necesitamos poner al tanto a nuestro superior, decirle lo que acaba de ocurrir —argumentó uno de ellos.
—Adelante, Teniente —respondió el embajador adelantándose a la respuesta de su subordinado—: haga usted el reporte y nosotros lo avalamos. Es lo que procede puesto que somos una fuerza extranjera en un país amigo.
Imelda se recostó sobre la cama victoriana hecha con madera tallada y aplicaciones de personajes esculpidos en nácar y rodeados de tiaras de flores. Supuso que para superar su malestar tenía que pensar en su trabajo: “El pianista es bueno —dijo esforzándose—. La transparencia y pureza de su técnica podrían llevarlo a mejores escenarios que éste. Pero escogió el peor momento para mostrar sus facultades pianísticas. Bueno, lo mismo dirán de mí… espero”. Como seguía la molestia cambió el rumbo de su disquisición; pensó en sus encuentros con Pedro del Campo lamentándose de sus titubeos para destruir la barrera que les había puesto el recuerdo de Leonora: “Lo que acaba de pasar —reflexionó— podría ser… mejor dicho es el aviso que me indica no perder el tiempo en posturas románticas propias, por cierto, de la época y estilo de esta hermosa cama inglesa”. Logró tranquilizarse pero las imágenes y los gritos del combate seguían en su mente. Así que colocó los dedos sobre la talla de la cabecera. Se concentró en ella y dedujo que un artista había moldeado las columnas salomónicas y los capullos dorados que las remataban. “Este hermoso trabajo requirió meses de dedicación, o quizá años… En fin, basta ya de barroquismo y garigoleos defensivos. Debo afrontar la realidad y actuar con inteligencia. Esto no es un acto trágico de una ópera con un desenlace feliz”, dijo levantando la voz cuando se dirigía hacia el secretaire que también era estilo victoriano.
Desde que entró a la recámara le había llamado la atención la generosa dotación de hojas de papel acompañadas por un manguillo y el tintero correspondiente depositados sobre la tapa volcada. Aquel conjunto propio de un escribano decimonónico, representaba la oportunidad para escribir la carta que desde hacía tiempo tenía en mente. Así que acomodó una de las dos sillas italianas de madera dorada con balaustradas talladas a mano. Se sentó en ella dispuesta a plasmar lo que pensaba. Hizo un ligero movimiento de su mano sacudiendo el manguillo después de haberlo metido al tintero. Cuando iba a empezar la misiva se escucharon varios disparos alternados con macabra sincronía. Corrió asustada hacia la ventana. Abajo del balcón, cerca de unos árboles, vio a los soldados enfundando sus pistolas junto a lo que supuso ya eran cinco cadáveres más. “¡Les dieron el tiro de gracia!”, soltó indignada. La escena le repitió la náusea que parecía superada. Buscó la bacinica puesta al lado de la cama para las emergencias del cuerpo. Iba a vomitar pero se contuvo al ver el reflejo de su rostro distorsionado en las paredes del dorado receptáculo. Meditó: “Pudo haber servido de retrete a muchas personas, incluidos los visitantes y moradores del casco de la hacienda”. Hizo una cuenta rápida y concluyó que en doscientos años había sido usada por, cuando menos, cinco generaciones de habitantes de la hacienda. Su imaginación parecía haber suplido al milenario jengibre ya que en un tris desapareció el asco evitándole formar parte de esa añeja e insalubre tradición. Pero aún seguía mareada y con la sensación de tener un gato en el estómago. Recordó dos de los baños que estaban en el camino a su habitación y otros más cerca de la huerta. Hizo el intento de ir, sin embargo, se contuvo y pensó en sus gratos encuentros con Pedro. Ello sirvió para que aminorara el peso negro de la muerte y la congoja, fardo que le oprimía el pecho. Cerró los ojos y vio el rostro del capitán Del Campo mirándola con el corazón, como alguna vez él se lo dijo. “Ojalá que me espere”, deseó. Cuando Imelda iba a reposar sobre la cama se escuchó en la puerta un toque discreto. “Soy yo, el embajador”. La mujer sonrió y se quedó en silencio. “Es mejor que suponga que estoy dormida”. Volvió a sonar el leve toque y la quietud fue la respuesta.