Capítulo 31
Socios del mal
La libertad sólo reside en los estados en
los que el pueblo tiene el poder supremo
Marco Tulio Cicerón
El trabajo de espionaje coordinado por José Álvarez, Emilio Portes Gil y Luis N. Morones, permitió al gobierno de México comprobar la existencia del llamado Plan Green. La documentación entregada al presidente Calles fue la prueba contundente de la existencia del complot. Ya no había duda: la maquinación estaba documentada. Pero no obstante los avances era necesario diseñar la estrategia de respuesta. Para ello Calles convocó a sus colaboradores, reunión que se llevó a cabo en el Palacio de Chapultepec “el espacio de la República y alcázar custodio de los testimonios de la lucha de México contra la intervención extranjera”, sentenció Calles.
—Agradezco a ustedes su eficiencia —dijo el Presidente al jefe de su Estado Mayor, al Gobernador de Tamaulipas y al Secretario de Industria, Comercio y Trabajo—. Ahora sólo falta enviar a Washington una comisión para que se entreviste con Calvin Coolidge y le presenten las pruebas sobre el complot contra de nuestra soberanía. Ya veremos qué opina el poderoso Presidente sobre el menosprecio y los atentados contra el gobierno mexicano. Confío que no sepa lo que han hecho sus paisanos para quedarse con nuestro petróleo.
—Señor Presidente —intervino Álvarez después de recibir la indicación visual de su jefe—, Sheffield y Kellogg son socios en las compañías petroleras que representan. La lógica indica que Coolidge sabe lo que ocurre en México aunque no esté involucrado con ellos...
—Y si lo está de cualquier manera se joden estos pinches gringos empeñados en desdeñar nuestra inteligencia —advirtió enfático Calles—. Se equivocan si suponen que nos vamos a quedar pasmados y temerosos ante su poderío bélico —recalcó acompañando sus palabras con vigorosos movimientos de manos—. Por ello tenemos que hacerles ver que en cuanto sus soldados pongan un pie en México, procederemos a incendiar lo que ellos tanto quieren: los pozos petroleros. —Tomó aire y se levantó de su sillón para caminar alrededor de la mesa de juntas. —Son tan burros —agregó señalando los documentos que le había entregado Álvarez— que todavía no se dan cuenta que el pueblo se les echaría encima. Creen que seguimos siendo el país que en 1847 invadieron sin encontrar obstáculos. Espero que entiendan que ahora sí tenemos con qué responderles.
—Señor Presidente: ¿utilizaremos la información sobre el asesinato de Thomas Reed? —preguntó José Álvarez.
— ¿Reed? ¿Quién es ese señor? Recuérdeme Pepe —ordenó Calles.
—Es el militar que apareció muerto en Tamaulipas; el que según nuestros informes fue asesinado por órdenes de alguien de la embajada de Estados Unidos. Podrían haber sido las del propio Embajador.
—Sí, sí, ahora recuerdo. ¡Guarde la información! ¡Adminístrela! —ordenó Plutarco con la cara enrojecida—. Nos será muy útil cuando negociemos con el presidente Calvin. La orden debió salir de los altos mandos del ejército norteamericano y desde luego del Departamento de Estado, no así de la Embajada. El tipo era un traidor y merecía castigo, aunque nos haya beneficiado —tamizó Calles y se quedó callado con la mano levantada como si fuera a decir algo que prefirió callar. Suspiró y cambió la conversación. —Y Téllez… ¿llamaron al embajador Téllez?
—Está citado, Señor Presidente —informó Álvarez—; debe llegar entre mañana y pasado. Eso nos informó por telégrafo.
—Entonces que la junta definitiva sea la próxima semana. Avísele que Portes Gil y Morones estarán presentes en la reunión —agregó Calles—. Habrá que escuchar al Embajador para conocer su opinión que, estoy seguro, coincidirá con la de ustedes. Como son previsibles las reacciones y respuestas del presidente Calvin, explíquele a Téllez que debe llegar a la junta con una propuesta sobre cómo tender el cerco diplomático para que el presidente de Estados Unidos no tenga más remedio que aceptar nuestro ofrecimiento. Ya veremos de qué cuero salen más correas…
Con esta última frase, el presidente dio por concluida la reunión retirándose hacia los jardines del Castillo, sede del gobierno. Ahí lo esperaba su esposa. Hizo como si no hubiese escuchado el comentario del jefe de su Estado Mayor: “Es la ventaja de tener los pelos de la burra en varias manos, Señor…”, le había dicho José Álvarez.