Capítulo 48
El eco del miedo
De lo que tengo miedo es de tu miedo.
William Shakespeare
El canto de algún gallo sacudió a Imelda. La alteró. Recordó a Pedro, el Pescador y su mentira sobre Jesús (“antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces”). Aún tenía el amargo sabor de boca que le produjo la noticia del asesinato de Justiniano. Creyó haber despertado en Italia: había vuelto a soñar con el filipino cuya efigie reposaba entre las flores blancas y rojas que invadían el escenario del teatro La Fenice. Segundos después cayó en cuenta de lo ocurrido en la tarde-noche del día anterior. Mientras hacía el recuento mental, Salieri, uno de los perros, respondió a otro lejano ladrido. Por el temor que horas antes le había ahuecado el estómago supuso que alguien intentaba entrar a su casa, razón por la cual el animal se había puesto nervioso. — ¡Calla Salieri! —Ordenó en voz baja pero enérgica—. El can obedeció e Imelda pudo captar los aullidos lejanos. Entendió que su perro sólo respondía al eco del llamado de otros animales, tal vez inquietos por el olor de alguna hembra en celo.
Talón de Aquiles
Los primeros rayos de sol cruzaron los orificios de la protección de madera que cubría la ventana. Pedro los sintió en el rostro y despertó alarmado. Había dormido nueve horas seguidas, tiempo que le permitió recuperarse del cansancio provocado por el ajetreo del viaje y el intenso recorrido turístico. Como no funcionó su reloj biológico había dormido más tiempo del que acostumbraba. Se levantó y fue directo al lavamanos para echarse agua en la cara. Después de asearse y vestirse hizo el recorrido por las habitaciones donde estaban Téllez y Miguel. — ¡Ya es hora! —Gritó a cada uno golpeándoles la puerta—. ¡No hagamos esperar al Presidente!
A las diez de la mañana los tres arribaron a la Casa Blanca conducidos por el soldado-edecán que los esperaba en el lobby del hotel. “Llegaremos puntuales —les había dicho como saludo. Ya en la Casa Blanca el militar advirtió—: En diez minutos el presidente Coolidge los recibirá. Venturosamente estamos en tiempo. A mi jefe no le gusta esperar”.
La comitiva siguió al ayudante cuya mirada parecía la llave automática que movía a los militares custodios para que abrieran las puertas del trayecto a la oficina del Presidente. Los tres aspiraron el tufo del poder, olor que flotaba en los pasillos de la Casa Blanca. Al llegar al umbral del despacho presidencial les salió a su encuentro uno de los secretarios de Calvin indicándoles que sólo podía pasar Téllez. Decepcionados, Pedro y Miguel observaron cómo el embajador mexicano ingresaba solo al despacho de Coolidge. Ya dentro, lo primero que vio Téllez fue la espalda del poderoso político que miraba hacia los jardines de la casona.
— ¡Siéntense! —espetó Calvin sin voltear a verlo—. Lo felicito por su puntualidad”, agregó con la vista fija en el reloj de bolsillo atado a una leontina de oro.
—Gracias, señor Presidente —respondió Téllez—. Pasé dos noches complicadas pensando en el asunto que le hemos planteado…
— ¿Acaso es mentira? —preguntó Collidge al tiempo que ocupaba el sillón para quedar sentado frente al diplomático.
—No, no señor. Se trata de una verdad que quita el sueño. Y para nosotros hay mucho en juego empezando por la soberanía de México.
Coolidge tomó una hoja de su escritorio y empezó a escribir en ella. El silencio fue cruzado por el rasgar del manguillo sobre el papel. Concluyó y dijo:
—Infórmele al presidente Calles que lo sucedido estuvo fuera de mi alcance; que he tomado las medidas pertinentes. El embajador Sheffield ya recibió —o está por hacerlo— el comunicado donde se le indica regresar a Washington. Y el Secretario de Estado ha preferido renunciar antes de que su labor entre a los terrenos de la duda. Morrow, que será quien lo supla, tiene instrucciones de hacer hasta lo imposible para que el gobierno mexicano recupere su autoridad y su solvencia financiera. Me refiero a cosas como negociar con el clero político y los asuntos económicos entre su país y el mío. En el primer caso podrá hacerlo, estoy seguro, a pesar de la locura emancipadora del sector de la jerarquía católica que recibió el legado de Mora y del Río. Es el otro lado de la oveja, el que no pude ver antes. Aunque lo entienda porque forma parte de un Estado, tengo que decirle que el Presidente Calles será el único que podrá conocer esta conversación. De usted, Embajador, depende que los dos gobiernos se conduzcan por el camino del entendimiento, la reserva y la razón. Tome nota por favor: nuestros países necesitan transitar por el camino de la concordia y la razón. Ello incluye la buena relación que ha sido alterada por nuestras diferencias en materia petrolera.
Sin agregar ningún otro comentario, Collidge se levantó después de entregar a Téllez el papel escrito con su puño y letra.
—Salúdeme a Plutarco —dijo impostando la voz—. Dele este recado personal. Sobra decir que por tratarse de la única misiva donde se habla del Plan Green, la carta no va firmada ni será reconocida como tal si por alguna razón se filtra y su contenido saliera del ámbito personal al cual la he dirigido. Sin embargo, a Usted, en quien debo confiar por ser emisario del Presidente de México, le puedo decir que se trata de una disculpa al estadista y que la indiscreción operaría como un búmeran, como el golpe al talón de Aquiles de los gobernantes y sus segundas manos. Lo contrario, o sea el mutismo, es el eje del mando que nos ha conferido el pueblo.
Téllez quiso intervenir pero no le dio tiempo por la violenta salida del Presidente de Estados Unidos. Se quedó con las palabras en la boca. Hizo un ademán de resignación. Salió del despacho e invitó a sus sorprendidos compañeros a retirarse. Se despidió de Sam con un entusiasta:
— ¡Gracias amigo! La próxima vez yo lo invitaré a comer unos exquisitos uchepos, que es uno de tantos platillos de la tierra de Dios, que es México…
El ujier no entendió pero a la sonrisa que traía pegada en el rostro agregó un escueto mucho grracias.