Capítulo 51
Siete vidas
El único error de Dios fue no haber dotado al hombre
de dos vidas: una para ensayar y otra para actuar.
Vittorio Gassman
Juana llegó a la iglesia de la Conchita tan entusiasmada que sus compañeros se sorprendieron: contra su costumbre y seriedad monjiles saludó a todos por su nombre regalándoles una frase de aliento. En el momento que terminó su ronda amistosa, la policía irrumpió en el templo acompañados del escándalo provocado por el choque violento de los estoperoles de las botas contra las losas de piedra.
— ¿¡Cuál de ustedes es el padre Pro?! —gritó el jefe con la cara desencajada.
Sin perder la compostura la monja se armó de valor y respondió enfrentándose a ellos:
— ¡Aquí no está el tal padre Pro! Así que hagan favor de retirarse antes o me quejaré con sus superiores.
El oficial a cargo del grupo policiaco se acicaló su grueso bigote estilo húngaro; miró al resto del grupo e insistió con voz estridente:
— ¿¡Dónde está el pinche cura!?
— ¡Aquí no hay ningún sacerdote Señor! ¡Respete usted este sagrado recinto de Dios! —Reviró con más energía la madre Juana—. Y ya que nos ofende con sus groserías —agregó—, cuando menos dígame qué está pasando.
Extrañado por la valiente actitud de la religiosa y después de haber comprobado que en ese lugar no se encontraba Pro, el jefe de los gendarmes aspiró una bocanada de oxígeno para con talante de arrepentido explicar el motivo de su presencia:
— ¿Sabe lo que ocurrió, Señora? Nada más atentaron contra mi general Obregón. Y si ninguno de este grupo religioso sabe lo que pasó entonces debe conocer al criminal: igual que ustedes él también apesta a incienso.
El comentario del genízaro obligó a Juana a cambiar la conversación. Puso su cara mustia y preguntó por la salud de Obregón:
—Dígame por favor señor Oficial: ¿y cómo está mi general Obregón?
Descontrolado, el policía respondió y sus palabras desalentaron a los miembros del grupo en cuyo silencio se ocultaron el miedo y frustración que les produjo la noticia. “El tipo tiene siete vidas”, murmuró Juana con la boca medio torcida.
— No la escuché, ¿qué dijo Usted madre? —cuestionó el policía.
—Que gracias a Dios el General tiene siete vidas… —respondió la monja poniendo la cara de inocencia que bien iba con su vestimenta monjil.
El jefe de los gendarmes ordenó retirada molesto por haber fracasado en sus pesquisas. Juana esperó sin inmutarse a que salieran de la Conchita, el pequeño templo prácticamente vacío y sin imágenes religiosas, excepto el crucifijo colgado de la pared donde estuvo el altar hasta antes del conflicto religioso. Cuando quedaron solos miró a sus compañeros dispuesta a decirles algo que le quitara el susto:
—Si es cierto que Obregón tiene siete vidas —soltó—, les aseguro que acaba de usar la última.
La risa burlona y maliciosa que se dibujó en el rostro de Juana, hizo las veces del refrescante rocío que se forma con la brusca disminución de la temperatura.
LA BÚSQUEDA DEL CRIMINAL
El gobierno callista inició una cacería de brujas. Roberto Cruz, jefe de la policía, repartió por toda la ciudad a sus investigadores: le urgía encontrar al “fanático que había atentado contra el general Obregón”. Cada uno de los vecinos del Bosque de Chapultepec fue interrogado sobre los detalles que pudieron haber visto el día del atentado. Igual hicieron con los pordioseros que vivían bajo la sombra de los árboles o en cualquier rincón que les brindara protección. Las pesquisas produjeron dichos y aseveraciones que a pesar de fantasiosas ayudaron a los investigadores a localizar el padre Agustín Pro. Uno de los niños amenazados tuvo que revelar el domicilio dónde el sacerdote pernoctaba; además inventó otras cosas para evitar que mataran su madre, como fue la amenaza. Todos los informes le permitieron a Cruz operar con celeridad e iniciar la búsqueda de quien parecía ser aparente el propietario del automóvil Esses, vehículo desde el cual se lanzó la dinamita. Sin más pistas que la suposición o el retrato que dibujó el perito apoyándose en las palabras de los entrevistados, el jefe de la policía decidió que el sacerdote jesuita había sido el autor material del atentado dinamitero contra Álvaro Obregón. Y con semejante cargo lo detuvo.
La extraña eficacia de Roberto Cruz también quedó manifiesta en el juicio donde sentenciaron al padre Agustín Pro a morir fusilado. El sacerdote resultaba ser la única línea de investigación, quizá la más cómoda y apropiada para el momento político. También la menos sólida debido a que Luis Segura Vilchis probó que él había comprado el auto Esses a uno de los hermanos de Agustín, operación que se llevó a cabo tres días antes del atentado contra Obregón.