El poder de la sotana (“¡Viva Cristo Rey!”)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Capítulo 52

“¡Viva Cristo Rey!”

 

Sin la música la vida sería un error.

Nietzsche

Manuel M. Ponce puso música de fondo a la lectura de alguno de los sonetos de Federico García Lorca, el que leyó el parroquiano que decidió ofrecer matrimonio a su novia ahí presente.

 

En una noche azul y en el jardín silente

Que tú estés ensoñando con regiones brumosas

Y el piano marchite la canción del olvido.

La estrella de mi beso se posará en tu frente,

La fuente de mi alma te inundará de rosas

Y cantará el piano vibrante de sonido.

 

Después de apoyar al campechano declamador, Ponce tocó la sonata N. 14, op. 27, primer movimiento, de Beethoven. Al concluir se levantó del piano y dijo al emocionado hombre que había sorprendido a la mujer que sería su esposa:

—Fue para Usted y su prometida. Beethoven y su “Claro de luna”, música llena de poesía para una pareja tan poética como la que forman los dos.

Los testigos aplaudieron con entusiasmo al músico y a los novios. Entre el grito de “beso, beso” se acercó Imelda a Ponce:

—Maestro, no me canso de admirar su arte y sensibilidad. Que bello recuerdo para la pareja que acaba de comprometerse. Como siempre lo hace, le dio al piano los sonidos, las frases y las imágenes musicales que nunca olvidaremos. Gracias Manuel, gracias por su arte.

            —Imelda querida, qué bueno que hayas venido. Yo soy el que debe agradecer tus comentarios; exagerados diría mi madre que siempre cuidó que su hijo no despegara los pies del suelo. ¿Y Pedro? —preguntó el pianista dirigiendo la vista hacia todos lados. — ¿Por qué estás sola?

            —No. Pedro me espera en aquella mesa —respondió Imelda señalando al militar con un ligero movimiento de mano—. Los resplandores que se ven entre la oscuridad, son las barras de su uniforme.

            —Invítalo, dile que venga…

            —Ya lo hice y se disculpó con usted porque está uniformado; considera que no se vería bien aquí, en este escenario, departiendo con nosotros. Es un militar ortodoxo.

            —Bueno, entonces ve y anticípale que tocaré tu canción y que tú la cantarás.

— ¿Mi canción? ¿Cuál?

—La que te prometí.

            — ¡Pero no me la sé, maestro…!

            Sin mediar palabras, Ponce hurgó entre sus partituras y extrajo la que correspondía a Alma herida:

—Tienes diez minutos para aprendértela ­—amenazó sonriente—. ¿Podrás?

            —Hago el intento —dijo Imelda y se retiró a su mesa como una obediente y preocupada alumna.

            —De nuevo, gracias por tus palabras. Me hacen sentir importante —dijo Ponce. Pero la cantante no lo escuchó porque se había concentrado en la música y letra de la partitura.

            Dentro de las hojas del vals compuesto para la voz de Imelda, Ponce había colocado la fotografía donde aparecían los tres: él, Imelda y Pedro del Campo, así como una leyenda manuscrita al reverso: “La amistad es la energía del corazón, el bálsamo que restaña las heridas más profundas. Con el cariño de su amigo eterno, Manuel M. Ponce.”

 

Diálogo en el Alcázar

Lejos de aquella velada literario-musical, en el salón del Castillo de Chapultepec que sirvió a Maximiliano para recibir las buenas y malas noticias, José Álvarez y Álvarez, presentaba a  Morrow con Miguel Torres. El sacerdote serviría de intérprete y ayudaría al Embajador a cumplir la parte de su misión diseñada para ayudar al gobierno mexicano a resolver el conflicto religioso que había alterado la vida civil y militar del país.

            —Embajador Morrow, Miguel Torres es uno de los más inteligentes sacerdotes de México —dijo Álvarez al diplomático—. Podrá, si su Excelencia lo considera conveniente, informarle sobre los asuntos de la Iglesia. Tiene la experiencia que le permitirá a Usted conocer de primera mano los pormenores de la llamada guerra cristera.

            —A nombre de mi gobierno, agradezco a usted, general Álvarez y Álvarez; le pido exprese al señor Calles mi reconocimiento por ayudarme a cumplir con las indicaciones del presidente Coolidge —se apresuró a responder quien estaba elegantemente vestido con un chaqué de lana peinada—. Y a Usted, señor sacerdote —dijo ceremonioso como si se dirigiera al Papa—, aquí está la mano de la buena voluntad. Le anticipo mi gratitud por orientarme en los asuntos de su credo. ¡Con tantos apoyos, señores, seguramente tendré éxito! —Concluyó Morrow con énfasis de festejo.

            —Y yo a usted, embajador Morrow —reviró Miguel—, le reconozco su interés para ayudarnos a resolver el conflicto que tanto apena a mi congregación religiosa cuya esencia es la paz y la búsqueda del bien común…

            —Vamos hombre, dejémonos de formalidades y entremos al asunto que tanto preocupa al presidente Calles. Tome su tiempo y platíqueme desde el principio lo que se ha dado en llamar la guerra cristera…

            Álvarez entendió que Miguel y Morrow tendrían que platicar a solas y se despidió de ambos con palabras que no admitían réplica:

—Mi presencia aquí, señores, podría resultar incómoda. Me retiro deseándoles que el intercambio de información resulte provechoso para México y para Estados Unidos. Después los buscaré, si antes ustedes no me buscan. Que pasen buena tarde.

 

Alma herida

Pedro e Imelda seguían esperando que Ponce hiciera alguna señal para que la cantante acudiera al piano. Los dos estaban nerviosos, la soprano por el temor de quedar mal con el maestro y Pedro por solidaridad.

            — ¿Ya te la aprendiste? —preguntó Del Campo.

            —Sí. Espero no perder el tiempo. Según veo Ponce hizo el arreglo para cuerdas y piano. ¡Mira! Ya están ahí cuatro violines, dos bajos, dos chelos y dos violas. ¡Válgame Dios! —dijo Imelda al observar a los músicos impecablemente vestidos y sentados como si posaran para Joseph-Denis Odevaere, pintor flamenco de los siglos xviii y xix.

            —No te preocupes. Como siempre, lo harás bien.

El militar y la cantante fueron interrumpidos por el propietario del restaurante: —Perdón Capitán: señorita Imelda, el maestro Ponce quiere que lo acompañe —dijo el restaurantero. Imelda asintió y caminó hacia el encuentro con la música que Ponce le había compuesto y dedicado—. Capitán, mi amigo Manuel pregunta si aceptarían tanto Usted como la señorita Imelda integrarse al grupo que estará con él mañana en el Teatro Iris.

Pedro hizo una reverencia afirmativa y tomó nota de la hora y el lugar donde tendría que reunirse con Manuel M. Ponce. Cuando iba a preguntar el motivo de la invitación escucharon las notas del piano. Segundos después entraron las cuerdas y en seguida la voz de Imelda:

Eres el calor, eres la humedad

que mantiene viva mi tonta ilusión.

Daga, cuchillo letal

has herido tanto a mi alma mortal

Varón, mataste mi pasión

cuando frío y cruel sin piedad me dijiste:

soy de todas… y de nadie

Para ti soy un hombre fatal…

En algún rincón de tu levedad

me sentí perdida a pesar de mi edad.

En él, te volví a encontrar

Con la misma fuerza que tuvo el ayer

Te amé con imaginación

Recorrí tu ser con deseo juvenil

Yo te tuve, sin tenerte

Partí sin poderte olvidar…

 

Pedro esbozó una sonrisa. —Parece que al maestro Ponce le gusta sufrir —dijo al propietario del restaurante—. La letra nos deja ver que su alma fue herida por algún amor mal correspondido.

            —No mi amigo. Yo que bien lo conozco, sé que es un hombre al cual le brota con pasmosa facilidad la inspiración. La música es su musa. Así como tiene la facultad de ver los colores que producen las notas musicales, también percibe los sentimientos de sus amigos y seres queridos. Lo que acabamos de escuchar quizá sea el sufrimiento que él pudo haber captado de alguien cercano o íntimo. Y no necesariamente una mujer, ¡eh!

            El hombre sorprendió a Pedro. Éste, que había escuchado varias referencias sobre la sinestesia popularizada por el músico ruso Alexander Scriabin, vio al restaurantero con cierto menosprecio debido a su aspecto escuchimizado. No hizo ninguna alusión; sin embargo, para probar sus conocimientos musicales preguntó:

— ¿Usted ha escuchado Prometeo?

            —Claro, es de Alexander Scriabin —respondió sin titubear—. Prometeo, el poema del fuego. Se trata de una composición llena de simbolismos, con un claro acento metafísico. Podría decirse que la música de este compositor ruso fue influenciada por Nietzsche pues…

            — ¡Veo que ya conoce a mi tocayo, Rojas! —interrumpió Manuel M. Ponce que llegó a la mesa entusiasmado por la respuesta de los asistentes y la facilidad con que Imelda había interpretado su canción. Como los aplausos del público todavía retumbaban en las paredes del restaurante, sin bajar la voz y casi a gritos agregó—: además de excelente amigo, Manolo es uno de los mejores melómanos de México, reconocido como tal en el mundo de la música.

            —Lo acabo de comprobar, estimado Maestro. Me ha ilustrado con los colores de la música —dijo Pedro.

            Imelda volteó a ver a Ponce que había carraspeado con la deliberada intención de cambiar el tema y soltó:

—Qué les parece si aceptamos la oferta de nuestro anfitrión que amablemente nos invita a cenar. Perdóneme el apuro pero es que estoy hambriento.

            —Es una buena idea —secundó Pedro a botepronto. Había percibido la incomodidad de Ponce al escuchar la parte de su vida que ocultaba para no correr el riesgo de que lo tacharan como un músico extraño—. Hay que brindar por la bella canción que el maestro dedicó a Imelda. También por la extraordinaria soprano que nos ha dejado con el alma llena de emociones.

            Pedro los invitó a brindar por la música y sus intérpretes. En ese momento se le acercó uno de sus ayudantes para musitarle al oído y entregarle la tarjeta que blandía en su mano izquierda: “Señor, lo necesita mi general Álvarez, es urgente”. Sorprendido Del Campo asintió. Sin decir nada leyó el mensaje. Su palidez preocupó a Imelda cuyo rostro dejó ver la mueca que acompaña a los malos vaticinios.

            —Disculpen. Tengo que retirarme para atender un asunto urgente. Lamento dejar esta gratificante velada y privarlos de la presencia de Imelda. Gracias por su comprensión —dijo Pedro dirigiéndose a Ponce y a Rojas. Sin dar más explicaciones abandonó presuroso el lugar asido de la mano de la cantante.

 

Tiro de gracia

El trayecto del restaurante al Castillo de Chapultepec fue enmarcado con el silencio que produce el desasosiego. Pedro e Imelda se mantuvieron callados hasta que el automóvil paró frente a la puerta principal del alcázar.

—Lleve a la Señorita a mi despacho —ordenó Del Campo a uno de sus asistentes—. Te alcanzo en un momento, ¿está bien?

Sin esperar el asentimiento de su amiga el militar se dirigió hacia el lugar donde estaba el oficial que lo aguardaba para ampliar la información de la tarjeta.

—Mi capitán Del Campo —dijo el subordinado—, el general Cruz aplicó el sumario al sacerdote Agustín Pro; como que tenía prisa por matarlo, Jefe. No quiso recibir al abogado que traía un amparo para suspender la ejecución del curita.

— ¡Pinche Cruz! —Espetó Pedro—. Como siempre lo ha hecho, ahora escogió al pobre sacerdote Pro para desquitarse. ¿Qué más sabes Crescenciano? Cuéntame sin omitir ningún detalle. No quiero escuchar tu criterio sino los hechos tal y como ocurrieron. ¿Está claro?

—Sí Capitán. Entiendo. El padre Miguel Pro llegó al paredón vestido con una chompa. Caminaba tranquilo y hasta orgulloso a pesar de que no fue sometido a juicio como lo marca la ley…

—Sin criterios personales —ordenó Pedro al oficial que había adoptado una apariencia sombría.

—Perdón Jefe. Me gana la pasión. Bueno, supe que su familia y el abogado tenían pruebas irrefutables de su inocencia y que exigían un juicio justo…

—Otra vez… Quiero los hechos no las apreciaciones.

—Me disculpo Señor. Sólo repito lo que escuché en voz de los testigos y lo que me dijeron los amigos de Pro.

—Está bien. Síguele.

—El cura no sabía sobre su sentencia de muerte y en cuanto se dio cuenta que lo iban a matar cambió su expresión mostrándole a los soldados una cara de “ya lo sabía bola de jijos de…”

— ¡Hechos, con una…!

—El cuñado comentó que días antes Miguel le había dicho a una de las monjas —creo que a la superiora— que ofreció a Dios su vida por la salvación de México. El familiar de Pro también dijo que por el cambio de actitud del Cura parecía que éste supuso que el Señor había aceptado su sacrificio. Otro de los policías, el que participó en la persecución de Agustín, fue el encargado de llevarlo al lugar del fusilamiento. Mientras lo conducía hacia su muerte  (eso me dijeron Capitán, no me vaya a llamar la atención otra vez), el uniformado volteó a ver al Padre para rogarle que lo perdonara por conducirlo a la muerte.

— ¿Quién te contó eso?

—Su compañero. ¿Sigo?

—Adelante Crescenciano.

—Pro puso sus manos sobre los hombros del hombre que temblaba como perro asustado y le dijo: “No sólo tienes mi perdón, sino que te doy las gracias”. También se dirigió con suavidad a los miembros del escuadrón de fusilamiento para soltarles la frase: “¡Que nuestro Dios los perdone a todos!”

—Antes… ¿Qué pasó antes?

—Le preguntaron por su último deseo y Pro pidió permiso para rezar. Se arrodilló frente a las paredes llenas de agujeros de balas y con el fervor de cura dijo sus oraciones durante dos minutos. Se paró con los brazos extendidos en forma de cruz. Rechazó que le taparan sus ojos. Después gritó: “¡Viva Cristo Rey!”. Y zas que le disparan.

— ¿Cuántos disparos recibió?

—Pocos, Jefe. Siete incluido el tiro de gracia… Como que a los policías les dio un no sé qué y perdieron la puntería. Por eso casi todas las balas pegaron en la pared, otras en sus piernas y una en la panza…

—Gracias, Oficial. A partir de este momento usted se queda mudo, ¿me entiende?, mudo.

—Lo entiendo Señor. Dejaré de hablar del asunto.

—Ni a su vieja le platique.

—Ni a mi vieja le platico.

            Pedro se retiró rumbo a su oficina; iba molesto pensando en la trascendencia de la acción de Cruz y en qué decirle a su superior para que se deslindara de lo que parecía un crimen en vez de una ejecución respaldada con la ley. Lo esperaba Imelda. Ella se había empeñado en acompañarlo cuando supo del fusilamiento del padre Pro. Al entrar a su despacho Pedro cerró la puerta. Miró a la mujer y en voz baja dijo:

—El jefe de la policía cometió otra de sus estupideces. Espero que el Presidente entienda que Roberto es uno de los fanáticos que dañan la imagen pública del Estado mexicano.

            — ¿Y ahora quién sigue? —Preguntó Imelda que en ese momento recordó la muerte de sus amigos Leonora y Justiniano—. ¿Acaso soy yo?

            —No Mujer. Tú no tienes vela en este entierro. Lo que puede pasar es que alguien tome venganza y mate a Calles o a uno de sus colaboradores. Estamos en una estúpida guerra donde los inocentes son culpables y los culpables héroes… ¿Ya ves de lo que te enteras por acompañarme…?

            —Sí Pedro. Pero también me he dado cuenta de tus sentimientos…

            Del Campo ya no pudo hablar; el nudo en la garganta se lo impidió. Los ojos se le había rasado de lágrimas. Imelda lo abrazó tratando de consolarlo. Después le dio un beso en la frente y Pedro correspondió besándola en los labios. Cesó el ruido para dejar espacio a los quejidos de la pasión que abrió las puertas al amor, el sentimiento que marca su territorio con los fluidos y los aromas sexuales.

 

La reincidencia

Juana había pasado la prueba en la sorpresiva revisión policiaca. Su comprobada facultad para el disimulo le dio más confianza. “Si la madre Conchita me hubiese visto aquel día —pensaba cada vez que recordaba su encuentro con los genízaros— estaría orgullosa de su decisión. Bueno, seguramente observó desde el cielo y desde allá nos envía sus bendiciones. Eso dice el señor Obispo”. Sin olvidar al anciano sacerdote desde que éste le dio la bendición con la mano izquierda mientras que con la diestra acariciaba el desgastado rosario que, decían las monjas, era parte de su cuerpo, Juana prosiguió con su soliloquio: “Por ello, porque Dios está de nuestro lado, tendremos éxito en esta guerra contra el Turco y su compinche Obregón, dos infieles empeñados en acabar con la Iglesia Católica Romana fundada por Cristo. ¡Vaya diabólica intención!

 

Hay que matar al nagual

—León, debes tener más cuidado. No aparezcas en los lugares donde te conocen, ni siquiera en la parroquia de Coyoacán que tanto frecuentas. Evita que te vean. Que nadie te relacione con la bomba de Chapultepec. Mantente lejos de las miradas indiscretas hasta el 17 de julio del próximo año. Ese día será el de la justicia divina, el de los Siete Cirios. Es nuestra última oportunidad. Después otros pajaritos cantarán.

            Sorprendido por la metáfora de la monja, León echó a volar su imaginación religiosa para tratar de recordar la referencia bíblica sobre los “pajaritos”. Su mente sólo registró el estribillo de alguna cancioncilla parroquial: “El alba se venía/ los pájaros lo mostraban”. Y supuso que Juana se refería al nuevo amanecer. Con esa idea en la cabeza respondió a las inquietudes de Juana:

            —De aquí hasta esa fecha nadie, ni siquiera Usted podrá reconocerme. De ser necesario saldré a la calle disfrazado de pordiosero o de campesino. Con esa vestimenta me moveré por las calles sin exponerme. Así que pierda cuidado Madre: Dios confía en nosotros y Usted me trasmite su energía, la fe y convicción que nos hace invulnerables. En mis oraciones no olvido al padre Pro cuyo sacrificio es parte de la energía que me llega del cielo. Así lo siento, Madre. Cantaremos alegres el nuevo amanecer de nuestra fe.

            —Qué bueno que eso pienses, Hermano. Tienes razón: nos fiamos de Dios y creemos en Él, en su bondad. Pero nuestra fe y energía espirituales depende de que fracasen los hombres que viven guiados por los prejuicios contra lo que, según ellos, no es científicamente verificable ni comprobable.

            —La fe me mantiene en pie, Madre —insistió León—; da luz a los momentos en que la oscuridad me hace dudar. Que no haya duda: cumpliré la misión. El alba llegará y como bien lo dice Usted, otros pajaritos cantarán.

            —Que Dios te acompañe Hijo —recitó la monja al tiempo que daba su bendición a León.

            Una vez agotada la conversación sobre los planes para matar a Obregón, el grupo se hincó: rezaron el rosario y pidieron por su compañero que estaría oculto hasta el 17 de julio de 1928, “fecha en cuyos dígitos influye el siete —dijo Juana—, igual que los pecados capitales, las palabras de Jesús en la Cruz, las virtudes teologales, los dones del espíritu santo, el número de sacramentos, las peticiones del Padre Nuestro y las palabras que Jesús de Nazaret pronunció en la Cruz”. El 13 de noviembre de 1927, la otra fecha cabalística, había resultado fallida debido a que no logró su objetivo la bomba lanzada contra quien sucedería a Calles. Sin embargo, los integrantes del grupo de los Siete Cirios tendrían una segunda oportunidad, precisamente cuando predominara el número siete (día 17, mes 7).

Los “cirios” quedaron en silencio; rezaban por su hermano y compañero. De repente escucharon el canto del búho refugiado en alguna de las almenas. El ave aleteó antes de volar hasta ubicarse en el antepecho que dividía la cúpula de los muros.

            —Ese fue un mensaje de Dios —comentó Juana—. “Cuando el tecolote canta, el indio muere, dice la sabiduría popular”.

            — ¿No será que la madre Concha se transformó en lechuza?, preguntó León con espontaneidad.

            — ¡Ella no era una bruja, León!

            —Pero Usted ha dicho que nuestra querida Concepción vela el sueño del manco y de Calles —reviró Toral.

            Cuando Juana iba a increparlo, se escuchó el ruido de otro el aleteo acompañado del canto del búho. “¡Ven por chile y sal!”, gritó asustada Guadalupe, la joven de origen indígena que formaba parte del grupo. Los demás la miraron sorprendidos por lo inoportuno de la frase, palabras que la mujer pronunció segura de que así alejaría al nagual trasformado en tecolote. Enseguida los catorce ojos buscaron al ave pero ésta ya no estaba: había desaparecido provocándoles el mal augurio que cual hachazo les quedó incrustado en la cabeza.

Alejandro C. Manjarrez