Capítulo 57
La doble espía
Todo poder es una conspiración permanente.
Honoré de Balzac
Por la cabeza de Pedro se cruzaron las imágenes de la bella cantante. Vio su rostro sonriente y escuchó su risa alegre que animó los momentos que pasó con ella. Empezó a relacionar a Imelda con Leonora. Rememoró sus miradas cómplices y las frases que, supuso, disfrazaban lo que él debió descubrir si el amor no hubiera hecho las veces del frondoso árbol que impide ver el bosque. Se tranquilizó cuando en su balance personal destacó el triunfo de la diplomacia mexicana sobre los intereses de las compañías petroleras representadas por Sheffield y Kellogg. “¿Pero y los crímenes?”, se preguntó. Confundido hizo el recuento de los muertos: Leonora, Justiniano, Thomas… Y relacionó algunos hechos con parte de las actitudes de la soprano. “No, no, no. Si Imelda nos espió nunca supo que sus informes provocarían tantas víctimas. Tal vez fue manipulada por Sheffield”, justificó. Después de razonar los comentarios de Imelda volvió a leer las líneas del informe que sintió como si fuese una daga encajada en el estómago:
El cuerpo de seguridad de la Embajada obtuvo documentos que comprometen a la señorita Imelda Santiesteban. Con su puño y letra ella informó al Embajador sobre la probable infidencia de la señora Leonora Sherman. Asimismo le comentó otros asuntos. Uno de ellos: su encuentro con el militar norteamericano que la interrogó después de haberse bajado del auto que conducía Leonora. Reveló sus amoríos con el capitán Pedro del Campo. Dijo que su relación le serviría para conocer los pormenores del plan que diseñó el gobierno de México con la intención de descubrir la injerencia en la política mexicana tanto del Embajador como de su equipo de trabajo…
Ya no quiso volver a leer el informe. Prefirió lucubrar para encontrar algún bálsamo que reparara su orgullo:
“Esto es una patraña. Aquí no dice nada de los documentos que dejó olvidados en el auto de Leonora. Tampoco aparece el nombre y la labor que Justiniano realizó al interior de la Embajada. La mención de mi nombre pudo haber sido para protegerse y protegerme, si acaso la hizo. Bueno, al final de cuentas nosotros sí supimos lo que planeaba James Rockwell y obtuvimos los documentos que la predispusieron para ser sospechosa. Lástima que la mujer está muy lejos. Mientras me llegan noticias suyas, debo concederle el beneficio de la duda. Es lo menos que puedo hacer en recuerdo a su belleza y talento y también a la paternidad compartida. Si acaso fue una doble espía, nosotros salimos ganando no así el Embajador y su grupo”.
Por la mente de Pedro pasaron algunas escenas de sus encuentros con Imelda. En cada uno de los sucesos que recordó sólo hubo una coincidencia: el rostro amable e iluminado de la mujer. Quiso encontrar pistas o palabras que revelaran falsedad o traición y lo único que vio fue sinceridad. Entonces concluyó: “¿Esto es sin duda otra patraña de los gringos?”.
Con la última reflexión y la sospecha que operaba como si fuese un proceso psicoterapéutico, Pedro pudo recuperar el ánimo. Ya más tranquilo dispuso cerrar la carpeta de la incertidumbre. Decidió olvidar la indignación causada por la posibilidad de haber sido engatusado por una hermosa mujer. Su mente escogió el recuerdo de la fruta fresca y tibia que lo había hecho sentir parte del universo reflejado en los ojos de Imelda. Aspiró de nuevo el perfume del amor acompañado de un fugaz escalofrío. Con esas sensaciones recorriéndole el cuerpo dio la vuelta a la hoja y fijó la vista en el daguerrotipo donde estaba él junto a Ponce e Imelda. Las imágenes le retrocedieron al día en que por primera vez escuchó en la voz de Leonora, su hija: “¿Y mi mami…?”
LA BOMBILLA
León arribó a San Ángel con el estómago revuelto. Estaba consciente de que cambiaría su vida por la de Álvaro Obregón. Al caminar hacia el lugar de la reunión se percató que lo seguían los Caden y dos hombres a quienes nunca antes había visto, lo cual incrementó su nerviosismo. Supuso que se trataba del grupo de apoyo cuya misión era garantizar la muerte del presidente electo de México. Confió en su razonamiento y continuó con la mentalización que le permitiría afrontar con éxito el trabajo que, le había asegurado Juana Osorno, llevaba la bendición de Dios. “La Bombilla va a explotar —se dijo en silencio para darse ánimo—. Toda esta gente se pondrá feliz en cuanto el nagual deje de robarnos oxígeno”.
Una vez abandonado el Cadillac que lo había conducido hasta el restaurante campestre La Bombilla, Obregón saludó por su nombre y de mano a cada uno de sus amigos y simpatizantes. Vestía un bien cortado traje gris, color que parecía prolongar el tono de su cabello entrecano. Cuando el grupo se disponía a entrar al salón comedor, uno de los fotógrafos pidió a los comensales sacarse la foto del recuerdo junto al festejado. “¡Que sea en la glorieta del jardín, Presidente!”, propuso Aarón Sáez. El diputado Ricardo Topete apoyó “la moción” y todos posaron para el fotógrafo en ese momento convertido en director de escena. Sólo faltaba plasmar la imagen múltiple en el negativo. “Sonrían porque esta fotografía será histórica”, apuntó el coronel Tomás A. Robinson…
El aplauso general rubricó el “gracias” que el artista de la cámara pronunció para dar por terminada esa parte de la sesión fotográfica.
Álvaro Obregón invitó al grupo a ingresar al comedor porque, dijo, se moría de hambre. La sugerencia fue orden y cada uno se ubicó en la sección previamente asignada. El divisionario también ocupó su silla y empezó a conversar con los amigos y vecinos de mesa. León lo observaba mientras que su lápiz hacía trazos sobre la cartulina, líneas que dispersaba con la yema de los dedos para dar volumen a la imagen. El diputado Topete lo vio con desconfianza: “Investigue quién es ese señor”, ordenó a uno de los escoltas de Obregón, palabras que León alcanzó a escuchar. “Ya lo investigué Jefe —respondió a bote pronto el oficial—; es un caricaturista de la prensa”. La suspicacia del diputado indujo a Toral a aproximársele para presentarse con él mostrándole sus dibujos. Le comentó que había hecho dos caricaturas del general Obregón y una de Aarón Sáez. “Me gustaría que las viera el Presidente, ¿podré acercarme?”, preguntó confiado por la grata impresión que el dibujo causó al legislador. Después de recorrer su cuerpo con la vista, Topete manifestó su acuerdo. León Toral le agradeció la oportunidad y fue hacia Obregón. Debió inclinarse para librar el enorme arreglo floral que se interpuso en su camino. Lo hizo cuidándose de no mover el lienzo en el que estaba escrita la leyenda: “Homenaje de honor de los guanajuatenses al C. Álvaro Obregón”. Finalmente pudo ubicarse detrás de su objetivo. Desde que había llegado al lugar lo hizo simulando un ataque de ciática para poder adoptar la posición que le permitiera ocultar la pistola oculta en el estómago, debajo del cinturón y de su chaleco.
—Señor Presidente —dijo Toral mientras mostraba los retratos a lápiz que durante días había ensayado—, ojalá le gusten.
Obregón viró hacia la derecha para contemplar su caricatura. El asesino, que lo observaba con los ojos del verdugo dispuesto a terminar su trabajo, miró de cerca el rostro de Obregón y se impresionó con su expresión adusta y a la vez confiada. Casi pudo palpar las huellas que le habían dejado en la piel los rayos el quemante sol de la “Quinta Chilla”, la hacienda del sonorense. Parecía seducido por la energía del poder que representaba revolucionario. Titubeó. Iba a abortar su misión cuando escuchó las voces de Juana Osorno y Concepción Torres diciéndole en coro: “¡Cumple con tu deber divino, no tengas miedo!” Observó su entorno y confirmó que todavía no sospechaban de él. “Todo está perfecto, incluso el interés de Obregón por revisar los dibujos”, se dijo. Su confianza aumentó al comprobar que el personal de seguridad había dejado solo al Presidente. El ritmo de su corazón empezó a bajar. Pudo relajarse para centrar la vista en el rostro del candidato triunfante. Lo distrajo el que Obregón recorriera con la punta de la lengua su tupido bigote. De nuevo sintió la energía del carisma del sonorense. Dudó. “Parece un ser indefenso que confía en la buena voluntad de los demás”, pensó. El arrepentimiento empezaba a confundirlo. Quiso abortar su misión pero volvió a escuchar la voz de Juana que le ordenaban cumplir con el deber que Dios le encomendó. No lo pensó más: sustrajo la pistola de su cintura, apuntó a la cabeza de Álvaro Obregón y disparó seis veces trazando con el arma el trayecto de la columna vertebral. El ruido de los balazos se mezcló con los acordes de “Limoncito”, la pieza que ejecutaba la orquesta de Alfonso Esparza Oteo.
Gritos y órdenes provocaron la confusión que durante segundos reinó en el recinto. Obregón ya estaba caído sobre la mesa deslizándose hacia el suelo. Agonizaba. Entre los estertores pudo haber escuchado a su esposa que le advirtió antes de despedirlo: “No vayas a esa comida, te van a matar”. Y también recordado su respuesta que festejó con una estridente risotada: “No te preocupes, vieja linda, esta es una bombilla… no una bomba como aquella”.
Con un ligero movimiento de ojos Caden ordenó a sus dos compañeros que actuaran de inmediato. Había que aprovechar el tumulto y el que Obregón ya estaba tirado en el piso. Arrodillados y por debajo de la mesa se acercaron al cuerpo. Nadie se fijó en ellos. El desorden y el escándalo les permitieron accionar el gatillo de sus armas preparadas con un silenciador tan artesanal como efectivo. “Esto es por Rosalie”, dijo el más alto disparándole a quemarropa. Cual autómata el otro hizo lo mismo. Apoyados por sus dos cómplices los hermanos se perdieron entre las decenas de pies y piernas que rodeaban el cadáver del Presidente electo.
Los Caden, el Clero fanático y los enemigos Obregón habían cumplido; unos con su venganza, otros con el mandato divino y los menos, como el escolta que engañó a Topete, con su traición.
En el piso de La Bombilla quedó tirada la caricatura del presidente electo. El rostro gris plomo aparecía tapado con una marca de sangre en forma de cruz y la huella terrosa de algún zapato. León Toral estuvo a punto de ser linchado pero fue salvado por Aurelio Manrique cuyo grito: “¿No lo maten! ¡Hay que mantenerlo vivo para saber la trama del crimen!”, hizo recapacitar a los obregonistas.
Álvaro Obregón murió a las 14 horas con 20 minutos. El número siete fue la suma de estos dígitos. En ese momento alguno de los miembros de la comitiva parafraseó la frase que Jesús de Nazaret dijo en la Cruz: “Perdónalos Señor, no saben lo que hicieron”.
LUPE Y SUS CONFIDENCIAS
Pedro del Campo esperó tres días para poder conversar con Guadalupe. Envió por ella hasta Zacatecas, estado que la mujer escogió para ocultarse lejos de lo que ella creía una venganza de los amigos de Thomas y Junior que supuestamente deseaban matarla. Le urgía saber qué hizo Imelda para ser considerada como una informante del embajador Sheffield. Lupe era la única persona que podría aclarar sus dudas.
Fiel a su costumbre y mañas, Guadalupe refunfuñó quejándose de la interrupción de sus vacaciones, preámbulo, según ella, de una buena prima de retiro.
—Con todo respeto Capitán: ya ni la chinga —disparó la mujer a su jefe—. Interrumpieron mis momentos reflexivos, mentales. Tuve que dejar a mi pequeñita. He cumplido con mi deber y aún no sé por qué sus gorilas me trajeron como si yo fuera la peor de las criminales de México y del mundo. Que digo peor, como si mis manos estuvieran manchadas con la sangre del general Obregón.
Pedro, que la escuchaba con calma franciscana la paró y dijo seco, autoritario:
—Lupe: aunque tus manos estén limpias la única vida propia que tienes es la que dedicas a tu hijita, alumbramiento que celebramos tus amigos. Conoces algunos secretos que te hacen cómplice del gobierno y por ello nos perteneces; eres parte de nuestro inventario humano. Así que deja de quejarte y escúchame con atención: quiero que pienses cuál fue la relación de Imelda con James Rockwell; si ella hizo trabajos de espionaje para los Estados Unidos; si su amistad con Leonora se debió a su labor de doble espía; si los militares que estaban cerca de Sheffield trabajaban de común acuerdo con la soprano; en fin, piénsale, escribe y analiza lo que dentro de media hora me vas a decir…
—Pa’qué tanto tiempo Capitán. De una vez le informo cómo estuvo ese pinche drama, entre romántico y perverso. Espero que lo entienda y me libere del yugo que me tiene apergollada por ser hija putativa de papá gobierno, como dice Usted.
—Piénsalo bien para que no se te olviden los detalles. No hay para qué correr. Imelda navega rumbo a Europa…
—Inglaterra, señor capitán —dijo Lupe—. Ese es su destino…
— ¿Te consta?
—Sí señor. Yo fui quien orientó al abogado inglés para que encontrara a la novia de Usted, porque es su novia ¿no?
—Deja de meterte en lo que no te importa y ponte a escribir tu informe. No quiero que discurras; te ordeno que digas la verdad sin agregarle frutos de tu cosecha o buscar en Imelda vínculos amorosos con tu jefe, o sea yo. ¿Entendiste? ¿O qué, quieres terminar tus días como custodia de las presas de Belén, hijas putativas del delito?
—Jefe, no se enoje hombre; deme papel y lápiz.
—Antes de que reflexiones y hagas el informe. A propósito: ¿te acuerdas cómo se llama el abogado inglés a que te refieres?
—Arthur, Arthur Taylor…
Sin decir nada más Pedro salió de su despacho. Se dirigió al telégrafo instalado en el palacio de Chapultepec. Redactó la nota que entregó al telegrafista. “Envía este telegrama a don Artemio Lira y Rojas, nuestro embajador en Inglaterra”, le instruyó.
DIOS SE EQUIVOCÓ
Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje recibió apesadumbrado la noticia del asesinato de Obregón. Oró por el alma de su hermana Concepción y los mártires de la “guerra estúpida” que impulsó el arzobispo Mora y del Río. Estaba frustrado y en medio de una terrible crisis existencial. Había escuchado la confesión de uno de los Siete Cirios y tuvo que tragarse las revelaciones que le anticiparon el complot para matar a Obregón. “No sirvió de nada que le haya mandado decir a la esposa de Obregón que podían atentar contra su marido —se reclamó—. El secreto de confesión me impidió ser más claro, conducta que hoy me pesa como si fuese la cruz que cargó Jesucristo, fardo adicionado con los pecadores de mi Iglesia… Pero yo no soy el elegido de Dios —musitó con los ojos inundados con las lágrimas del dolor por la desgracia que pudo evitar—; sólo soy uno de sus pastores, el menos apto para resistir las pruebas a que nos somete nuestro Señor.”
Miguel pasó horas hincado frente a su pequeño altar. Buscaba en la oración la forma de justificar su obligado silencio que permitió que se perpetrara el atentado planeado por su hermana que después, cuando ésta murió, fue operado por otra Concepción, alias Juana Osorno, la monja sobre la cual nunca tuvo control ni influencia. “León sólo fue el instrumento —se dijo—. Juana la fanática y la directora criminal, una asesina sin parangón en México. El obispo, el pendejo útil (perdóname Señor) que utilizó a mi hermana y que manipuló a Juana, su sucesora. Obregón otra de las víctimas del fanatismo religioso. Calles el recipiendario de la mierda religiosa que a todos salpica. Mi amigo Pedro, mi hermano, el damnificado del amor y la buena fe. Y yo que soy el pobre sacerdote que tuvo y desaprovechó la oportunidad de cambiar el destino de todos los involucrados en este sangriento y triste episodio de la patria…”
Cuando el sacerdote se levantó del reclinatorio lo hizo decidido a comentar con Pedro aquello que pudiera confiarle sin violar su secreto de confesión. Lo dicho por Imelda en el confesionario quedaría en reserva y guardado en su mente y corazón. “De una u otra forma cualquiera de ellos sería traicionado por mí —coligió para rectificar—, así que mejor le dejo a Dios el destino de los dos enamorados….
— ¿Está Usted listo para escucharme? —preguntó Lupe a Pedro.
—Te escucho y espero que me digas la verdad.
—Sí, se la diré. La verdad que no peca pero incomoda, Capitán, así que agárrese de lo que pueda —bromeó la mujer con la mirada fija en la entrepierna del militar.
Pedro omitió el requiebro travieso de Lupe. Estaba preocupado por lo que iba a decir su colaboradora. No quería escuchar nada que destruyera la imagen de Imelda pero su condición de militar le obligó a poner cara de palo esforzándose en no revelar sus sentimientos. Hizo una mueca ordenándole continuar con su informe.
—Supe por una secretaria lenguaraz, que la amistad de Imelda y Leonora fue más allá de los afectos comunes. Dijo mi informante que las dos se entendían y se amaban. ¡Que eran lesbianas pues! Tortillas les dicen en mi pueblo…
Pedro enrojeció de la pena y el coraje trenzados con la curiosidad. Lupe lo miraba esperando descubrir alguna reacción de molestia, pues sabía lo que el capitán sentía por la cantante. Se encontró con la misma cara de palo un poco más enrojecida.
—Pero eso no tuvo ninguna trascendencia en la embajada, Jefe —agregó—. Lo que hizo que Sheffield estuviera inquieto fue que Leonora se relacionara con todos los militares que formaban parte de su ayudantía. Incluso —y esto tómelo con las reservas del caso porque podría tratarse de un chisme— la secretaria, o sea mi informante, me confió que James Rockwell también había bebido el elíxir sexual de la gringuita. En fin, aquello era una bacanal disfrazada de trabajo diplomático…
— ¿Y tú, no estuviste en alguna de esas orgías? —se atrevió a ironizar Pedro.
—Ya ni la burla perdona, Capitán. Yo les hubiera aguado la fiesta. Imagínese Usted a esta chaparra bailando con los pinches güeros gringos grandotes… ¡Y además espiándolos…!
—Bueno era una chanza, Lupe. Pero tú tienes lo tuyo, eh. En fin, síguele, te escucho…
—Gracias Capitán. En esas pachangas se perdía el decoro y la discreción. Lo común. Como asegura la gente: los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. Si la hablilla fuera real tendríamos que Leonora sopeó a todos, unos en la cama y otros en el cuarto de lavado. Y aquí viene lo bueno: nunca nadie supo para quien trabajaba la güerita. El tal Thomas supuso que lo hacía para Imelda. Creyó que era espía del gobierno de México. El Junior o Águila igual sospechó de su compañera de trabajo y de colchón, o sea de Leonora, pero sólo adivinó que pasaba informes a un militar extranjero. No tenían pruebas… ¿Me está siguiendo Capitán…? —preguntó golpeado y sin esperar la respuesta continuó con su informe —. Y digo adivinó porque jamás tuvo la certeza de sus conjeturas. Así que llegó el día en que cada cual por su lado y tiempo se reunió con el Embajador para, como lo acostumbraban, cruzar informes y datos que pudieran ayudar a su gobierno. Esas reuniones fueron la fuente del reporte que escucha de mi indiscreta boca. Me lo confió la taquígrafa encargada de tomar las notas para la minuta. ¿Y por qué cree Usted que me dijo lo que estoy diciendo? —volvió a preguntar y volvió a responderse —. Pues porque la tipa estaba sentida con Leonora ya que, según ella, le robó el cariño de Thomas. El mismo patrón Jefe; los conflictos amorosos reblandecen dignidades y le dan en la madre a las lealtades.
—Eso de lesbianas… ¿cómo estuvo? —se animó a preguntar Pedro.
—Despreocúpese Capitán. Sólo se miraban con ojos de borrego a medio morir. Nunca nadie las vio en pleno romance. La verdad, Señor, ésta su modesta colaboradora, hubiera cambiado de bando si alguna de las dos me hubiese dado entrada; ambas merecían una buena misa…
— ¿Entonces tú también? —La interrumpió Pedro.
—No, no corra ni especule Capitán. Sólo es una forma de decir que la belleza no tiene sexo; que se ama a las personas, a los ángeles que Dios envió para que creamos en el Edén, en el cielo, en el paraíso donde todos andan desnudos porque desaparecen sus fealdades y defectos. —Lupe sonrió al decir las últimas palabras.
— ¿Imelda fue espía de Sheffield? —indagó Pedro sacándola de lo que parecía una meditación sobre la perfección del cuerpo humano.
—Fue espía del amor, de Usted, de la ilusión, de México. Si su preocupación se basa en que lo traicionó, quítese de la cabeza las dudas. Más bien yo creo que ella fue traicionada por su candidez cuando supuso que Pedro del Campo cambiaría su vida para formar una pareja y después una familia. Pero…
—Pero yo soy tu jefe y tú mi subordinada, ¿está claro?
—Como el agua. Mejor dicho como los ojos de Leonora y de Imelda…
—Eres una cabrona…
—Su subordinada, nada más. ¿La última y nos vamos, Jefe? ¿Va?
—Viene.
—En la Embajada se planeó el complot contra el general Álvarez. Compraron a un funcionario del gobierno de México para que armara todo el desmadre. Antes de que me pregunte quién fue el vendido, le informo que no sé… Todavía. Pero le prometo indagar y que cuando lo descubra Usted será el primero en conocer su nombre.
— ¿Te suena Castañeda?
—A lo mejor Cruz. O tal vez Morones. Pero no lo dé por hecho porque faltaría la confirmación. Espéreme unos días y se lo averiguo. Al fin todavía sigue en la embajada gringa mi amiga, pero ahora como secretaria de confianza de don Morrow. Resulta difícil de creer pero la ascendieron por su discreción y eficiencia administrativa —acotó riéndose.
—Todos cometemos errores y por ellos provocamos la burla de nuestros enemigos. Agradezco y valoro tu información, Guadalupe. Y también admiro tu sentido del humor; me ha permitido observar el escenario público ubicándome en el lugar donde están los críticos del gobierno, los que como tú se divierten con los errores del rival, del enemigo.
Lupe se quedó descontrolada por el comentario de Pedro. No supo si era un elogio o una recriminación. Empero, fiel a su estilo abierto e incluso para algunos hasta ofensivo, decidió preguntar:
—Capitán, ¿le molestó mi expresión alegre y bullanguera sobre la ingenuidad de los gringos?
—No Lupe: me abrió los ojos para evitar que otros festejen nuestras equivocaciones u omisiones que, de darse, nos mostrarían como un atajo de pendejos. Por eso mis comentarios… ¿Estás satisfecha?
La mujer ya no articuló ninguna palabra. Sólo se levantó de la silla e hizo el saludo militar antes de despedirse con una reverencia de respeto hacia Pedro del Campo. Éste sonrió y correspondió con un gesto amable. La siguió con la vista hasta que salió del despacho. “Me cayó del cielo la Lupe —se dijo—. Ojalá nunca pierda su serenidad, su aplomo e integridad”.
El embajador Lira y Rojas, contestó el telegrama de Pedro cuando obtuvo la información solicitada por el capitán del Estado Mayor Presidencial.
En respuesta a su atento (coma) comunico que Taylor es un abogado de prestigio en Londres (punto) En apariencia no tiene vínculos en México ni con el gobierno de Estados Unidos (punto) En valija diplomática confirmó la información y anexo antecedentes (punto).
Pedro arrugó con la mano crispada el telegrama del embajador de México en el Reino Unido. Arrepentido de su reacción de inmediato extendió sobre la cubierta del escritorio el papel rugoso. Repitió su lectura y después en un acto de contrición administrativa, como él llamaba a ese tipo de acciones, puso encima del telegrama siete de los veinte tomos de la Historia De Méjico de Niceto de Zamacois. “Mañana preguntaré cuándo parte el próximo barco a Inglaterra. Podría hacer el viaje siempre y cuando me lo permita la situación jurídica del general Álvarez. Ojalá que se repare el daño moral que a mi Jefe y amigo causaron sus enemigos, que también lo son de Plutarco Elías Calles”.