El poder de la sotana (El presagio)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 59

El presagio

Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento.

Miguel de Unamuno

 

Pedro del Campo llegó a la estación de Buenavista con un sentimiento ambivalente, extraño: después de varios meses se sentía contento gracias a que su jefe regresó a la vida libre después de comprobar su inocencia porque —todos sus amigos lo supieron—  él nunca había cometido delito alguno. Pero al mismo tiempo y dado que Imelda se fue a Europa, Pedro vivía con “doña Angustia —decía él—, la señora gorda vestida de negro que le aplastaba el pecho provocándole el desánimo que mermó su capacidad para desarrollar las labores habituales”.

Ese día arribarían a la ciudad de México su jefe José Álvarez y Álvarez y don Artemio Lira y Rojas, embajador de México en el Reino Unido. Los dos venían en el mismo tren. El general Álvarez con el peso de los agravios que por tratarse de asuntos del Estado mexicano decidió guardar en su archivo personal. Y el embajador Lira y Rojas con la preocupación de entrevistarse con el nuevo presidente Emilio Portes Gil, desasosiego que atemperó con el encargo de Imelda cuya misiva iba a resolver las incógnitas que mantenían inquieto y preocupado a Del Campo.

¿A quién buscar primero, —era el dilema de Pedro—: al embajador Lira o a su jefe Álvarez? Los dos le habían avisado de su llegada para que fuera a recibirlos. Uno, su amigo, lo necesitaba para sentir el gratificante calor de la amistad y el respeto que le regatearon algunos de sus ex compañeros de gabinete, dos que tres relacionados con el complot que lo llevó a prisión y el resto asustados por el qué dirán. Y según su telegrama, el otro, el diplomático, traía consigo noticias de la mujer que le “quitó el resuello”, la carta que Imelda Santiesteban le había enviado.

Con ese dilema el capitán Del Campo se ubicó en el andén donde bajarían los pasajeros dispuesto a que el destino decidiera con cuál de los viajeros se encontraría primero. Estaba mentalmente aislado de los cientos de personas que como él esperaban a un amigo o a un ser querido. Su figura sobresalía de la muchedumbre que le rodeaba. Después de media hora de espera escuchó el silbido de la locomotora Baldwin que, contra todos los pronósticos estadísticos, esta vez sí cumpliría con el horario oficial.

El melancólico sonido del silbato del tren le hizo recordar parte de su infancia feliz e incluso imaginó a su padre, ferrocarrilero de oficio: lo vio saludándolo sonriente con una mano mientras que la otra arrastraba un baúl lleno de artículos novedosos, escena que se le quedó grabada el día en que de esa enorme petaca vio salir una de las primeras máquinas de escribir Remington que hubo en Puebla.

A pesar de los empujones de la gente que abarrotaba el andén, el capitán Del Campo decidió quedarse parado igual que lo hacía cuando esperaba a su padre. No se movió hasta que empezó el parto múltiple del ferrocarril y decenas de pasajeros bajaron casi al mismo tiempo. La suerte le favoreció porque casualmente se había ubicado frente a la puerta del vagón por donde salieron Álvarez y Lira platicando como si fuesen viejos amigos.

— ¡No se va Usted a morir, capitán Del Campo! —Gritó el embajador Lira en cuanto lo vio—. Lo reconocí antes de apearnos gracias a que Álvarez me detalló sus características físicas. Usted ha sido el tema principal de la conversación entre el General y su servidor —agregó con el deseo de justificar su descortesía.

Álvarez sonrió al tiempo que confirmaba lo dicho por Lira y Rojas porque, en efecto, Pedro había sido motivo de conversación de los dos fortuitos compañeros de viaje.

—No recuerdo por qué salió tu nombre a la conversación —secundó Álvarez con la intención de que Lira y Rojas lo explicara.

—Yo sí recuerdo, General —respondió Lira—: fue porque lo puso como ejemplo de la lealtad y honestidad militares.

La reacción de Pedro fue abrazar a su amigo y jefe agradeciéndole sus palabras. Enseguida le dio la mano al diplomático preguntándole con la mirada cuál era la información de Imelda. Lira metió su mano a la bolsa interior de su saco gris Oxford cortado por Anderson & Sheppard y extrajo el sobre que le había dado Imelda.

—Me siento honrado por ser el mensajero que le hace entrega de esta carta de la señorita Imelda Santiesteban, extraordinaria soprano —dijo Lira con el acento de quienes por su prolongada ausencia de su país de origen piensan y hablan con el énfasis de otro idioma—. Capitán: es usted un hombre afortunado. Ignoro lo que diga la misiva. Lo que sí sé es que la señorita lo respeta y, como pude percibirlo dado que fui testigo de su herencia, le tiene un profundo cariño. Es usted, insisto, un hombre afortunado, Capitán. La señorita Santiesteban es una mujer singular: bella, preparada, inteligente, sensible y noble.

Pedro recibió con una enorme sonrisa de satisfacción la carta y los elogios a la mujer que se había convertido en su ideal romántico. La impresión lo dejó mudo. Ya no dijo nada más y guardó la misiva cerca de su corazón. Quería leerla pero resistió la tentación para dedicar su tiempo “al jefe Álvarez”. Inglaterra, la ópera y los cristeros fueron los temas de la conversación que duró hasta que los dos se despidieron del embajador Lira, antes de subir al auto que los llevaría al domicilio privado del general. Ya en el automóvil, José Álvarez le recomendó a Del Campo:

—No pierdas el tiempo, Pedro: trépate al barco y rescata a ese ser maravilloso que, según lo percibió Artemio, así me lo dijo, parece dispuesta a entregarte su amor, su vida.

—Sólo esperaba verlo, General. He preparado el informe que, supongo, tendrá interés en conocer: contiene los pelos, señas y tropiezos de la política nacional, la misma que en su época Usted condujo con eficiencia y pulcritud. Además tengo ya algunas pruebas sobre el complot que le organizaron…

—Lo leeré más por curiosidad que por necesidad — atajó Álvarez—. Pero de una vez te digo que yo ya estoy retirado… por voluntad propia, aclaro. Creo que este es el momento para dejar de sufrir la náusea que produce el comer mierda y tener que sonreír. Hay otras cosas más importantes como mi familia y mis compañeros del Constituyente, a quienes me he propuesto organizar con la intención de hacer un frente común en el cual participen voces calificadas y dispuestas a evitar los dislates jurídicos que nacen de los errores del gobernante en turno, omisiones que con frecuencia trastocan la esencia de nuestra Constitución. No sé cuánto tiempo me lleve, hermano, pero estoy seguro que se lo dedicaré a la causa con el esmero y la responsabilidad que demanda la historia que ayudamos a construir, cuando menos en esta primera parte del siglo xx.

—La dignidad republicana, Jefe…

—Entre otras cosas.

—Pero su carrera…

—Ahí quedó. El tiempo se encargará de ponderarla o minimizarla. Lo importante es que impulsamos al nuevo Estado mexicano, al nuevo Ejército, a la nueva clase política desmilitarizada y al grupo de mexicanos que creó al México institucional. Y por qué no decirlo: también fomentamos los avances políticos y democráticos que serán valorados en diez, veinte o cien años, tal vez. Ocurrirá cuando la sociedad vea hacia atrás con una mirada carente de la pasión que es hijastra del odio de clases, entenada de las ambiciones políticas, aborto de los intereses de grupos ajenos al sentido social de nuestra Carta Magna; en fin, amigo, las acciones que se fraguaron en el útero religioso, el que resultó preñado por el fanatismo oscurantista y produjo la polarización de México.

— ¿Entonces nos dejará solos a mí y a mis compañeros, a quienes formamos su equipo? —insistió Pedro con el rictus del reclamo amistoso.

—No. Ya no están solos —reaccionó Álvarez con la tranquilidad que le produjo dar la vuelta a esa página de su vida—. Cada uno de ustedes tiene su carrera hecha y un camino lleno de oportunidades. Tú, por ejemplo, necesitas acercarte a la mujer de tu vida que sin duda es Imelda. Como te lo anticipé, ella y su amor serán lo que le dé sentido a tu existencia en este mundo breve y complicado, no la militar sino la que te llena el corazón. No te puedo explicar la razón pero estoy seguro que la unión entre ustedes, que sin duda ocurrirá, dará frutos muy importantes tanto para México como para la familia que formarán. No hay alternativa Pedro: ve a Francia y búscala. Ya te lo dijo Lira: eres un hombre afortunado; afortunado en exceso, agrego yo.

Pedro volvió a notar que detrás de las palabras de su jefe y paradigma, se ocultaba la magia y el misterio de su sabiduría. Percibió que había desaparecido de su rostro el ceño fruncido, gesto que durante años reflejó la preocupación de la responsabilidad. Pensó: “¿Qué tendrá este hombre que basta su sonrisa para motivarme a tomar otros derroteros? Experiencia, obvio, además de inteligencia y visión de futuro”. Pedro se ubicó en el tiempo en que Álvarez le había hecho entrega de los documentos que relataban el paso por México de Joel Robert Poinsett, recuerdo que llegó junto con sus palabras: “No menosprecie su contenido, compañero. Algo me dice que algún día le será útil para entender la vida de México… y puede ser que hasta la suya”.

—Un detalle más Pedro —apostilló Álvarez antes de entrar a su casa—: ten presente que habrá otra Revolución, la cuarta. Y que ésta será incruenta (en lo que cabe la expresión si la relacionamos con la sangre que se derramó en el pasado reciente). Es lo que creo. Parto de que la ciencia y la tecnología harán que las sociedades modernas resulten más equitativas, lo cual me hace suponer que la mayoría social combatirá a las ínsulas del poder económico. Y lo más importante: la información impedirá la manipulación que tanto daño ha causado a nuestro pueblo. Puede ser que en cincuenta años se consolide lo que nosotros quisimos hacer para que el fanatismo religioso deje de influir en el raciocinio de los gobernantes. Ojalá.

Con estas palabras y su mano extendida el general concluyó la conversación. Enseguida José Álvarez abrazó a Pedro y sus palmadas de afecto detonaron en la cabeza de Del Campo el revoloteo de las ideas que su jefe le había sembrado, entre ellas la de apurar su viaje París, donde, dijo el embajador Lira, Imelda lo estaba esperando.

Alejandro C. Manjarrez