Capítulo 62
La estafeta generacional
Tiempo es la medida del movimiento entre dos instantes.
Aristóteles
Décadas después
El rector de la Universidad de Siena dio la mala noticia a Rodrigo del Campo Santiesteban: “Me acaban de informar que tus padres han perecido en un accidente. Lo lamento”.
La frialdad del académico dejó mudo al candidato a doctor en derecho. Sin responder a su maestro, Rodrigo abandonó el lugar. La noticia le había quitado el habla. Los recuerdos bloquearon su ánimo de interlocución. Su mente se ocupó de la plática sostenida con sus padres dos días antes. “Haremos una fiesta en tu honor”, le anticipó Imelda. “El Cardenal aceptó representarnos en tu examen de doctorado”, le confirmó Pedro. Rodrigo sintió que ese momento ya lo había vivido. Aunque conocía el fenómeno déjà vu éste le confundió aún más.
“Iré a Roma”, murmuró mientras caminaba hacia su departamento. No obstante haberlas recorrido mil veces sin percatarse de la belleza arquitectónica (el estudio del doctorado ocupaba su tiempo y mente), en ese momento volvió a observar los detalles de las laberínticas callejuelas de la ciudad medieval, sede del primer banco del mundo. Los bien conservados vestigios de su arquitectura le atrajeron las imágenes de sus padres explicándole la historia de Siena, precisamente. Conforme caminaba se robustecía su rechazo a la primera versión de la muerte de sus progenitores. “No, a ellos los mataron sus viejos enemigos cuyo odio y resentimiento trascendió a sus descendientes”.
Decenas de recuerdos seguían cayéndole encima como si fuesen piedras que aumentaban el peso del dolor. Rememoró la vida familiar en un intento de cambiar su primera conjetura. Le fue imposible: algo le indicaba que Pedro e Imelda habían sido asesinados por alguno de los herederos del poder corrupto que su padre había combatido con las armas primero y con la pluma después”. Apuró el paso y al pasar cerca de la muralla que rodea la ciudad, revivió una de las escenas de su niñez, la de la tarde soleada que compartió con sus progenitores: “Mira hijo —le había dicho su padre—: para poder entrar a esta ciudad, entonces imbatible fortaleza amurallada, los generales florentinos usaron catapultas y lanzaron a la ciudad cientos de cadáveres putrefactos. La estrategia propició la aparición de la peste, males que enfermaron al pueblo cuya resistencia había sido admirable. Si ellos no hubiesen inventado lo que fue el primer bombardeo de bacterias, nunca hubieran derrotado a los sianeses”. Rodrigo ligó esta remembranza familiar con lo que ocurrió en México y concluyó: “La nueva carroña es la corrupción política. Sus promotores son eso, una peste porque aunque estén muertos, la descomposición que produce la presencia de esos restos podridos aumenta el número de las víctimas. La venganza criminal es una de las variables de esta terrible pandemia.”
Lo primero que hizo al llegar a su casa fue llamar al cardenal Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, hombre cercano al Papa. Tenía que darle la terrible noticia. Lo hizo. Después de las palabras de aliento y de tristeza que ambos se ofrecieron, Rodrigo pidió a Miguel que lo acompañara a México. “Claro que voy contigo —respondió el cardenal—. Nos encontramos en el aeropuerto de Roma. Yo compro tu boleto, no te preocupes. Y si no hay nada que lo impida partimos en unas horas. Te esperaré en la sala VIP de American Express. En unos minutos te confirmo hora, línea y número de vuelo”.
Rodrigo salió de su casa después de recibir la confirmación y redactar una nota dirigida a Juan Hidalgo —su vecino y amigo mexicano que llegaría de Israel—. En ella le comentó el motivo de su intempestivo viaje. “Te mantendré informado, amigo”, escribió antes de su firma.
Durante las doce horas que duró el vuelo, el cardenal platicó la historia de su amistad con Pedro e Imelda. Las frases estuvieron cargadas de amor filial, tristeza, orgullo, satisfacción fraternal y mensajes de resignación. No omitió nada porque sintió que su ahijado tendría que afrontar el destino con las armas de la información, antecedentes que formaron el bagaje que fortaleció la vida pública de sus padres.
Rodrigo escuchó en voz del cardenal lo que ya había oído gracias a las confidencias de sus progenitores. Ambos recordaron buena parte de la historia político-familiar. Las preguntas del joven obligaron al sacerdote a profundizar en temas importantes para México y su historia genética personal. Sesenta minutos antes de llegar a la “Ciudad de los Palacios”, cuando los pasajeros fueron informados de la proximidad del aterrizaje, Rodrigo se animó a participar al cardenal Torres la decisión que tomó después de haberlo meditado durante las últimas 36 horas:
“¿Quién anda por ahí? No es nadie, señor, soy yo”
—Padrino —dijo Rodrigo mirando al prelado a los ojos cuyo color contrastaba con su piel morena—: lo que le diré es un tema tan delicado que sólo Usted y yo lo sabremos. Se lo confío con el deseo de lograr su apoyo, ayuda que será determinante en mi vida.
El joven hizo una pausa, miró las nubes que parecían sostener al avión y regresó la vista al rostro de Miguel para continuar:
—Entraré a la política y en unos años, tal vez diez, seré presidente de México. Lo planeé desde mi ingreso a la universidad. Confío en que me apoyarán los hijos de los amigos de mis padres y desde luego Usted. Al bajar de este avión mi boca no volverá a repetir la intención que acabo de confiarle. Nadie se enterará de mis objetivos.
Contra su costumbre, el cardenal dejó ver en su rostro el efecto de la sorpresa que le produjo la confidencia de Rodrigo. Pero se abstuvo de verter lo que pensaba y con un pestañeo prolongado indicó que escucharía el resto de la revelación antes de opinar.
—Me he preparado para mimetizarme con la política mexicana —dijo Rodrigo—. Es probable que le digan de mí cosas delicadas, pero no se asuste. En esencia mi comportamiento seguirá siendo el mismo que Usted y mis padres me inculcaron. Me anticipo y le pido deseche las dudas sobre mi persona. Actuaré, esa es la palabra, actuaré con el disfraz más conveniente, el que pudo haber inspirado a Octavio Paz para escribir su ensayo El laberinto de la soledad: me pondré la máscara de la simulación, careta que el tiempo y la técnica burocrática ha mejorado. Me mantendré discreto, tanto como la mucama aquella que al escuchar a su patrón preguntar si había alguien en casa responde: “Nadie, señor, sólo yo”. Así que si le llegan a decir que soy corrupto, no haga caso. Puede ser que hasta inventen que pertenezco al sector gay, definición ésta que aunque falsa nunca rebatiré. Si le aseguran que encubrí o protegí a los delincuentes de cuello blanco o del crimen organizado, por favor ponga cara de sorprendido a sabiendas de que este león no es como se lo pintarán. En fin, Padrino, seré el mejor actor de la comedia política del siglo. Sólo así podré protegerme de quienes seguramente me van a consideraran su enemigo en potencia, más aún si no encajo en su ambiente, que es el mismo del grupo que ejerce el poder. Me conservaré de bajo perfil. Evitaré exponerme a ser aplastado en lo que tarda el chasquido de los dedos. Al final, cuando cumpla mi objetivo, todo se aclarará; se lo prometo. Usted se sentirá orgulloso de su ahijado, igual que lo estarán mis padres en la dimensión donde se encuentren. Este es mi proyecto Padrino. Necesito su apoyo y protección…
—Señores, ¿se les ofrece algo? En cuarenta y cinco minutos aterrizaremos —interrumpió la azafata que durante diez horas los había atendido con especial esmero.
—Gracias Señorita. Todo bien —respondió el cardenal.
—Perdone mi atrevimiento, Padre —insistió la sobrecargo sin darse cuenta de que había cortado una conversación importante. Sacó de la bolsa de su blusa un crucifijo con piedras preciosas incrustadas y se lo mostró al cardenal—: Me lo dejó mi Madre cuando murió. Ignoro si alguien lo bendijo. ¿Podría Usted hacerlo?
Complaciente y comprensivo Miguel tomó aquella reliquia. La revisó con cuidado. Pasó la yema de sus dedos sobre sus bordes antes de llevársela a la boca para besarla.
¿Cómo te llamas?
—Sara, Padre. Sara Domínguez para servirle.
—Sara, mi corazón siente la energía de Cristo —dijo Miguel sonriéndole amable—, la fuerza espiritual de quien ofrendó su vida por nosotros. El Crucifijo ya tiene la bendición del Señor —concluyó—. Toma conserva con amor al Nazareno Crucificado.
La azafata se quedó sin habla. El llanto se había concentrado en su garganta. Con los ojos ahogados en lágrimas contenidas, besó la mano de clérigo y se retiró emocionada. Miguel sintió ternura por la mujer cuya fe le hizo pensar en las almas en pena apresadas entre los añosos muros del Vaticano. Recordó las oraciones por aquellos seres cuya energía podía percibirse porque, pensó, murieron lamentándose del fracaso de quienes en su tiempo contravinieron los mensajes de Jesús de Nazaret. Suspiró acongojado. Volteó a ver a Rodrigo del Campo Santiesteban y dijo para retomar la conversación:
—Estoy de acuerdo con tu plan. Si no me lo hubieras confiado yo te lo habría propuesto o quizá exigido valiéndome de mi influencia y vínculos religiosos y familiares. Cuenta conmigo muchacho. Mis oraciones siempre te acompañarán. Ojalá las escuche tu corazón. Lo único que te pido valiéndome de mi autoridad de padrino de bautizo, es que nunca disimules tu ternura. Y jamás olvides las siete palabras que Jesús pronunció en la Cruz: “Perdónalos Señor, no saben lo que hacen”.
A la salida de la sala del aeropuerto, Rodrigo descubrió entre la multitud y los avisos buscadores un letrero con su nombre. Con discreción preguntó al cardenal: —Padrino, ¿alguien sabe que llegaríamos en este vuelo?
—Por lo que veo sí. Pero por mi lado nadie se enteró, ni siquiera tu hermana. Consideré que era lo procedente.
Rodrigo asintió con la cabeza; se acercó al hombre que portaba el aviso buscador. “Yo soy Rodrigo del Campo”, le dijo. En ese instante una mujer bajó de un manotazo el letrero y con el brazo retiró a su pregón silencioso. Ya sola y segura de que no la escucharía el heraldo ocasional, dijo al sorprendido Rodrigo:
—Me llamo Guadalupe Ramírez. Soy la segunda y única hija viva de la mujer que colaboró con tu padre. Me he preparado y cuento con las fichas y antecedentes que durante años mi madre Guadalupe recopiló cuidadosamente. Antes de morir me dijo que buscara al hijo de su jefe y que me pusiera a sus órdenes durante el tiempo que me restara de vida. Tengo información histórica y actual, datos que seguramente te serán de utilidad…
Al escuchar el nombre de Lupe y la descarga retórica que la enmarcó, como si fuesen flashazos, Rodrigo empezó a recordar algunos de los pasajes de la historia política de México. A través de su padre supo de ellas, madre e hija, pero nunca imaginó a esta última como en ese momento se presentaba: una mujer cuya elegancia, color, delgadez y tipo anglosajón la hacían diferente a su progenitora. Se quedó viéndola como lo habría hecho su padre con Guadalupe, la espía y colaboradora del gobierno callista. Se acercó a ella, la tomó las manos y le dijo con la inflexión de voz que en ocasiones usaba Pedro:
—Sé con quién estoy hablando. Si no hubieras venido, yo te habría buscado. Supongo que cuentas con un importante legado de información. Entonces, así como supiste de mi llegada, sabrás dónde encontrarme. Búscame después de las exequias de mis padres.
Guadalupe sonrió complacida porque había confirmado la certeza de las predicciones de su madre. Besó la mejilla de Rodrigo y enseguida se despidió con un sonoro: “¡Nos veremos, mi Cardenal!”.
—De tal palo tal astilla, Padrino —sentenció Del Campo.
—Hasta en el cielo… o en el infierno, depende… —reviró el cardenal y enseguida bajo el tono de su voz para decirle—: Aprovecha la información de esa mujer. La percibo como un ser sensible. Es obvio que heredó los datos, pruebas, experiencia y vivencias de su madre, antecedentes que forman parte de la trama actual. El testimonio te será muy útil para sortear los obstáculos naturales de la política que es la misma de ayer porque quedó en manos de los descendientes de quienes formaron o deformaron el quehacer público. Ya sabes: el poder depende de lo que sepas y domines, más aun cuando ese tipo de referencias provienen de una o dos generaciones. Pero a ti te será relativamente fácil identificar a los herederos de las mulas (parece un contrasentido si consideramos que esos animales son híbridos y estériles). Te lo dice quien, gracias a la confianza del Papa, confirmó la ventaja que te da el contar con la red de informantes, datos que han permitido a su Santidad conservarse ecuánime y sin alteraciones en su aura: nunca nadie lo ha rebasado, como sucedió con algunos de sus antecesores.
— ¿Entonces el Papa negro tiene sus Nicodemo? —Preguntó Rodrigo sin poder ocultar la sorpresa que causada por el comentario del hombre más cercano al Vicario de Cristo.
—Digamos que sí, que son sus discípulos ocultos en la penumbra; hombres empeñados en buscar la verdad… o cualquier cosa que ponga en riesgo al pontificado, como pueden ser las infidencias que hace simples mortales a quienes se sienten elegidos del Señor. Pero más que Nicodemo yo les llamaría los marines de Su Santidad. Recuerda que él es jesuita, ahora Papa, antes Padre General de la Compañía de Jesús.
—La corrupción y las traiciones suelen disfrazarse con vestido talar —acotó Rodrigo con la sonrisa infantil que había cautivado a sus compañeros—. Le pregunto Padrino: ¿podrán los jesuitas descubrir los males que agobian a la Iglesia?
— ¡Caray, hasta en eso te pareces a Pedro, tu padre! Está bien hijo, sigue así de suspicaz. La desconfianza es la madre de la seguridad, como dijo Aristófanes. Pero no lo manifiestes en público, ¿de acuerdo?
—Por venir de donde procede, la sugerencia es una orden, Su Eminencia.
Convencidos de que Pedro e Imelda seguían vivos en sus corazones y mentes, ahijado y sobrino sonrieron tomándose las manos para confirmar su fraternal complicidad.
—Hagámoslo por tus padres —dijo Miguel.
—Por ellos y por Usted —secundó Rodrigo.
Sobrevino lo que Rodrigo había pronosticado: el camino hacia el poder estuvo lleno de obstáculos. Sin embargo, pudo librarlos gracias a la influencia que en el mundo había adquirido Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, el cardenal que —coincidieron sus apologistas y críticos— encontró la forma de conservarse joven y sano. Torres de Santa Cruz heredó la condición física de sus antepasados, la mayoría de ellos famosos por su longevidad. De ahí que algunos de sus seguidores lo compararan con el conde de Saint Germain, referencia a la cual sus enemigos adicionaron las costumbres sexuales de aquel personaje cuya eterna juventud —decían— se la trasmitían las jóvenes y bellas mujeres que le brindaron su amor.