El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 10)

Réplica y Contrarréplica
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“Cuando estoy entre pendejos

hasta valiente me vuelvo”

Al iniciar mi campaña por la gubernatura, por supuesto después del proceso interno democrático de mi partido (perdón por el eufemismo), me topé con la cruda realidad que Kafka pudo haber convertido en otro de sus librazos y Juan Rulfo eternizado para concluir su tríptico sobre nuestro realismo mágico. Tú, lector, ya conoces los pormenores porque, seguramente, eres víctima de la propaganda política que tendría patidifuso al cabrón de Goebbels.

La doctora De la Hoz me había preparado para tolerar las andanadas de Odilón Balerín, mi molesto adversario y quizás enemigo desde la muerte de nuestro hermanito. Lo derroté en la elección interna partidista, lo cual le ocasionó una terrible crisis existencial. (El candidato de la oposición prácticamente no figuró: apestaba más que la campaña negra en mi contra diseñada por su equipo dizque de expertos en polarización y guerra sucia). Mary me hizo repasar uno de los diálogos de Ricardo Garibay, aquel que refiere la conversación entre dos caciques. Primero me divertí porque supuse que era literatura ficción; pero después, cuando Odilón se presentó al mitin, me asusté al comprobar la visión intemporal de Garibay. Lean lo que viví; tal vez coincidan conmigo:

El pacto de Chalchicomula

Sonaban las matracas. En la tribuna bailaban cinco mujeres que parecían sacadas de uno de los cabarets que a mediados del siglo xx hicieron las delicias de los machos defeños y nutrieron el optimismo del gran Monsiváis: algún genio heredero, valga la ironía, del talento de Mozart, les había compuesto una música bullanguera con el chiquiti-bum-a-la-bim-bom-ban, fondo ambiental de los actos de mi campaña. Los cinco mil campesinos seguían el ritmo con sus sombreros al aire. El animador, por cierto un político producto de la cultura del esfuerzo (el de sus padrinos), los arengaba para que se despojaran de su timidez y parquedad centenarias, el modo de ser que ni el desgraciado de Hernán Cortés pudo quitarles. “¡Muévanse así! ¡Imiten a las damas aquí presentes!”, les gritaba aquel campesino renegado mostrándoles con el brazo izquierdo al grupo de tiples de rompe y rasga.

La plaza de Chalchicomula, pueblo enclavado en las faldas del Citlaltépetl, parecía sufrir los embates del griterío revuelto con las notas de las bandas de viento (había tres) y el escándalo provocado por los enormes amplificadores que prestó el director de “Los Gritones”, conjunto de música grupera. Los decibeles de los bafles rebotaban y hacían vibrar los enormes senos de las bailarinas, movimiento parecido a las de las gelatinas de colores elaboradas por nuestras abuelitas. Era, pues, la viva representación de un nuevo realismo mágico medio urbano y medio rural, ambiente musicalizado con la estridencia producto de la tecnología electrónica.

Todo ello ocurrió mientras las torres de la parroquia parecían enrojecer de vergüenza, fenómeno ocasionado por los rayos del sol en proceso de ocultarse entre las montañas custodiadas por el Citlaltépetl. Sólo me faltó ver la invasión de mariposas amarillas, aquellas que anunciaban la misteriosa presencia en Macondo de Mauricio Babilonia, en este caso en protesta por la violación a las tradiciones de nuestro pueblo tímido, serio, adusto y parco.

Yo estaba muy molesto con el espectáculo que, no obstante haberlo visto antes, hasta ese momento entendí que el absurdo forma parte de la esencia de nuestra política. Quería correr al coordinador de mi campaña. Buscándolo entre los ciento cincuenta priistas que abarrotaban el templete, encontré al individuo que había sido mi rival en la postulación: el cabrón venía hacia mí abriéndose paso a codazos para poder llegar hasta donde yo me encontraba. Arribó sudoroso con la cara abotagada por la cruda y el esfuerzo digno de un bien alimentado tacle de los pumas de la UNAM. “¡Hermano!”, gritó cuando estaba a dos metros de distancia. Largó sus enormes brazos para abrazarme tan fuerte que ya no pude responderle: me había sacado el aire:

—Herminio, tu postulación me tiene muy encabronado —dijo casi en secreto entre apretones, palmadas y sonrisas.

—Hoy me tocó a mí ser el candidato —le reviré entre pujidos—. Mañana te tocará a ti.

Se separó de mi oreja para mirándome decir la siguiente frase acompañada con su aliento agrio con reminiscencias de ron revuelto con tequila, cerveza y mixiote, olor que ni su abundante e hirsuto bigote pudo filtrar.

— ¿Mañana? ¡No hombre! —Espetó con voz apagada pero enérgica—. Es una medida de tiempo equivalente al nunca. Para entonces ya estaré demasiado viejo e impedido, si no es que muerto por los derrames biliares. Una vez que llegues al poder —agregó con la seriedad de un vendedor de féretros—, si te interesa reconciliarte conmigo, deberás asignarme varios contratos. Así, éste tu amigo y viejo adversario, podrá reponerse de los gastos hechos durante los diez años que dediqué a regar las milpas de quienes habían prometido hacerme gobernador.

—Ponle un número —consentí ocultándole mi molestia.

—Cien millones libres de impuestos, ¿te parece justo? —respondió el maldito mientras sonreía y levantaba mi mano para posar ante los fotógrafos...

— ¿Y si no puedo ayudarte? —reté entre dientes y sin mover los labios. Quería medirle el agua a los camotes.

—Te armo un magno pedo que nunca te lo acabarías —respondió haciéndole al ventrílocuo. Empezaré por decirle a los chacales de la prensa que fuiste candidato gracias al clítoris de la licenciada Irenita.

De nuevo rugieron las tiples. La arenga amplificada al máximo opacó los ruidos de mi sistema digestivo a punto de reventar. Me aguanté como los machos. La verdad no peca pero incomoda, reza el refrán. Hice un fugaz recorrido mental por el tiempo centrándome en los rostros de los colaboradores. Traté de identificar al infidente y me aparecieron tres candidatos, el más visible Raúl Lee, mi cómplice y espía. Tragué camote y realicé un extraordinario esfuerzo para tratar de disfrazar mi indignación. Vi muchas de las caras sonrientes entre la multitud que aplaudía obligándome a sonreírles. Con esa expresión pegada en el rostro respondí a Balerín:

—No es necesario meter en nuestras diferencias políticas a Irene. Yo te resuelvo el problema y además te salvo la vida.

—Ah chingá. ¿Es una amenaza? Porque si lo es el primero que se va eres tú pedazo de cabrón —rezongó entre dientes sin perder su máscara amigable—. Alcanzarías a nuestro medio hermano envenenado por el río asesino cuya ribera sirvió de tálamo a nuestros antepasados. No habría piedad, hermano.

“Cálmate Herminio —me dije contagiado por la energía de la muchedumbre—. Este tipo ya se volvió loco. Así que es mejor darle por su lado”. Como fogonazo apareció en mi mente parte de un epigrama de Sor Juana, las palabras feroces que escribió la musa para responder al “soberbio” que había puesto en duda la existencia de su padre, frases perfectas para ese momento:

Más piadosa fue tu madre

que hizo que a muchos sucedas;

para que, entre tantos, puedas

tomar el que más te cuadre.

—Nadie te amenazo, amigo —dije sin mover los labios—. Sólo quiero evitarte un enfrentamiento personal con Emmanuel y su investidura. —Vi alentado cómo desaparecía el rictus de la sonrisa pegada en su cara desde antes de llegar al templete: su bigote formó un extraño arco—. Lo primero que se le ocurriría a nuestro jefe es fincarte delitos fiscales —agregué animado por el impacto de mis palabras. Enseguida hice una jugada de alto riesgo porque pudo haber provocado alguna de sus violentas reacciones—. Tú te quedarías en la ruina, dejarías en la miseria a tus novias y además entrarías a la cárcel. Ya no podría ayudarte aunque estemos emparentados con el hermanito que nunca conocí. ¿Me entiendes?

—Ya me jodiste. Okey. Entiendo. Pasa en las mejores familias. Soy institucional y aguanto vara… ¿Pero cuento con los contratos y con tu amistad, verdad?

—Cincuenta millones ¿te parece? —probé animado por su cinismo.

—Que sean setenta y cinco… —regateó el desgraciado.

—Cerramos el trato en sesenta y aquí no ha pasado nada. ¿De acuerdo? —propuse tranquilo pensando en las cantidades millonarias donadas a la familia presidencial por el satanizado constructor del sexenio peñista.

—Afirmativo —respondió—. Y no me falles porque este orate de Odilón Balerín haría muchas locuras aunque se quede en la calle o en la cárcel o ingrese al cielo, siempre, en cada caso, acompañado de las fanfarrias de los ángeles y, obvio, de ti o de tu alma en pena —coaccionó. Pronunciada su amenaza lo vi como si estuviese mutándose en algo parecido al olote cuyo destino sería desgranar al elote, por usar una metáfora campesina.

Con la amenaza de por medio y ante miles de testigos sordos, Odilón y yo afianzamos el Pacto de Chalchicomula, un trato verbal y, valga el sarcasmo, de caballeros. Sin nada más qué hablar los dos volteamos hacia quienes me vitoreaban. Lo hicimos con las manos en alto entrelazadas y sonriéndole a la gente que al vernos subió el tono de sus porras y vivas al pri. De entre los sombreros que se movían al ritmo de chiquiti-bum-alabim-bom-ban, surgió la efigie de la doctora De la Hoz: se me figuró leer en sus labios su frase preferida, en este caso acompañada con el nombre del escritor: “Ya ve jefe, se lo anticipé. Garibay era un genio y en sus ratos libres un visionario”. No lo dijo pero quizás lo pensó. Nunca se lo pregunté por el primigenio sentido de vergüenza que, a veces, hace enrojecer a los políticos como si fuesen las torres de los templos bañadas por el sol del atardecer.

Alejandro C. Manjarrez