“El que tiene más saliva traga más pinole”
A partir del momento en que rendí protesta ante la soberanía popular, ocurrieron en mí varios cambios. Primero me sentí elegido de los dioses. Enseguida me supuse el Salvador o Mesías que había recibido la luz celestial para resolver problemas ancestrales, como la pobreza y la injusta distribución de la riqueza. Segundos después me llegó del cosmos una extraña energía que hasta hoy no he podido comprender o interpretar, fuerza que se presentó acompañada del carisma que atrae voluntades y simpatías. Y para colmo sentí que mi cuerpo alcanzaba el vigor físico y la potencia sexual que —me había dicho mi médico de cabecera— proporciona el poder, condición que hace a los hombres fuertes e irresistibles: en un tris y de acuerdo con lo que previno el galeno, mi olfato se desarrolló y yo sentí que había adquirido la habilidad para detectar a las mujeres que están en su etapa fértil. Esta “cualidad” me produjo muchos problemas debido a mi propensión a meterme en las honduras que cual trampas mortales atoran a los hombres calientes.
Por si fueran pocas mis nuevas cualidades, tuve bajo mi control y criterio más de cincuenta mil millones de dólares, dinero que manejé, etiqueté, distribuí y repartí. Me refiero al presupuesto sexenal.
Lo demás trascurrió como cualquier inicio de gobierno: quejas, denuncias, manifestaciones, protestas, cartas de apoyo, presiones de grupos y de caciques, estiras y aflojes con la oposición, en fin, los aburridos e intrascendentes asuntos de la cotidianeidad, a veces ambientados con alguno que otro enfrentamiento producto de las pasiones políticas: que Antorcha y su lucha por espacios de poder; que la toma de las presidencias municipales a cargo del grupo perdedor de la elección interna de equis partido; que la huelga de permisionarios opuestos a la modernización del transporte público; que la manifestación de los maestros declarándose víctimas del poder, el que sea; que el cierre de la carretera cuyo trazo afectó la propiedad de ejidatarios o pequeños propietarios víctimas de la especulación inmobiliaria o de las demandas de explotación petrolera, y otros temas más por el estilo cuyo origen y solución siguen confusos mientras no entendamos las utilidades políticas del dinero. Como lo dijo uno de los sabios que reprodujo las lecciones de Jesús Reyes Heroles: “lo que en política cuesta, sale barato” (en muchos casos hubo que pagar. Y no precisamente a precio de ganga).
Ese cúmulo de conflictos y presiones nunca lograron distraerme de mi objetivo central: corresponder y responderle con eficiencia al presidente Emmanuel Cordero, tanto el apoyo que me brindó para ser lo que fui, como sus espaldarazos para que pudiera cumplir con el destino que él me había preparado. En la primera oportunidad que tuve lo invité a pronunciar una conferencia magistral, nada menos que en la Biblioteca Palafoxiana. “Es un marco digno a su investidura, señor Presidente”, le dije entregándole una breve semblanza del obispo Juan de Palafox y Mendoza, líneas que incluyeron su obra humanística y cultural, documento preparado por María de la Hoz. Fue muy alentadora su respuesta ya que sin mayor trámite ni meditación, el Presidente aceptó mí convocatoria: “Con gusto voy Herminio —dijo amable—; aprovecharé para pasar el fin de semana en la finca que acaba de comprar Irene. Ya lo sabes pero lo subrayo — estipuló —: esto último con la discreción que obliga el caso”. Advertido y complacido con la respuesta y complicidad de mi jefe y amigo, le dejé el documento que Mary intituló: El milagro de los libros.