“Pájaro mal nacido es quien ensucia el nido”
Odilón Balerín era un tipo un tanto extraño debido a su cara pañosa y cabellera hirsuta que él, a manera de protesta social (algún día me lo confió), acostumbraba a peinar formándose varias crestas. Bueno, pues resulta que este hombre llegó a mi despacho sin previa cita; irrumpió como las borrascas que rompen, valga el pleonasmo, la calma chicha del mar calmo. Mary y yo estábamos en el proceso de organizar la siguiente acción de impacto mediático cuando escuché gritos y reclamos en la antesala, confusión que terminó con una patada en el pequeño portón recién restaurado, la joya de la ebanistería del siglo xvii que comunicaba mi oficina con el área de trabajo secretarial. De repente vi frente a nosotros la furiosa efigie de Odilón:
— ¡Vengo por mis setenta y cinco millones! —gritó el cabrón.
— ¡Sesenta! —respondí a botepronto y vigorosamente pero sin perder la compostura. En un acto reflejo oprimí el botón que activaba nuestra “alerta roja”.
— ¿¡Ya los tienes!? —increpó sin bajar la voz ni la guardia. En el momento en que me disponía a responder, cual tromba entró al despacho el equipo de tres escoltas que me había proporcionado el Presidente. “¡Espérense!”, les dije poniéndome entre ellos y un Odilón enmudecido por el susto pero buscándose en el cinto la pistola que momentos antes le había quitado alguno de los ayudantes. La mudez también se manifestó en la doctora De la Hoz. Se hizo un pesado silencio. Me aproximé al escritorio y escribí algunas líneas en la hoja del block que usaba para mis borradores. Se la di a Arturo Ramos, comandante del grupo y le dije:
—Lleva a don Odilón a esta dirección. —Volví la cara para mirar al invasor de mi intimidad republica para con actitud comprensiva agregar—: Allá te darán el dinero, hermano. Lo preparará el Tesorero. Espéralo. Quizá tarde un poco. Ustedes, amigos —me dirigí a la pequeña tropa disfrazada de agentes del FBI, los tres con traje y lentes oscuros—, cuídenlo como lo harían con el arzobispo de Puebla. Acompáñenlo y espérenlo hasta que sea el momento de trasladarlo a su casa. —Por aquello de que Odilón se animara a gritar en el patio principal de Palacio, decidí que mi personal lo sacara por la puerta secreta—. Utilicen el elevador privado, así evitaremos los malos entendidos —instruí a Ramos.
— ¿Seguro que me darán el dinero? —preguntó Odilón mirándome con los ojos de odio que mostró su madre el día del cortejo de los niños envenenados.
—Y en efectivo para que no quede huella. Por eso debes tener paciencia y esperar a que te lo lleven. ¿Estás de acuerdo? —le respondí en el tono más cordial e hipócrita que se me dio.
Odilón sólo bufó, resoplo que operó como una orden para que los tres guardias lo sacaran del despacho por la puerta de escape también definida como secreta. El último en salir oprimió el botón que la cerró. Se escuchó el ligero rechinido del mecanismo electrónico que corrió la parte del librero que ocultaba el acceso.
El despachó se quedó en silencio. Al escuchar su respiración me di cuenta que Mary seguía ahí:
—No pensé que la usaras tan pronto. ¿Se puede saber qué escribiste en la nota? —Dijo con voz trémula
—Sí, claro: ordené que lo incomuniquen hasta que yo avise lo que proceda —aclaré quitándole a mi respuesta el acento jerárquico que acababa de usar.
— ¿Lo van a matar? —preguntó con la preocupación reflejada en el rostro.
— ¡No, mujer! Asesino nunca seré —respondí enfático y seguro—. Aunque ganas no me faltan ya que su padre mató al mío. Pero no. Por ahora sólo quiero asustarlo y darle una lección de poder. Es la oportunidad para quitármelo de encima con todo y el costo económico que esto implica. —En ese instante recordé a los ayudantes de Odilón y se me escapó un festivo: ¡Se me olvidaron sus guaruras! —Volví a tocar el timbre de las emergencias e hizo acto de presencia el segundo grupo también de escoltas pero menos formales que los primeros. —Encárguense de los ayudantes de Odilón. Aléjenlos de su jefe hasta que Ramos les diga qué hacer. No pregunten y actúen con discreción. Llévenlos a una de las casas de seguridad y consígales algunas putas para que retocen. Les dicen que es por cuenta de Balerín. Ah, y también del gobernador para que no me pierdan el respeto.
Al escucharme, la doctora De la Hoz puso cara de azoro. Nuevamente Mary y yo nos quedamos solos. Ella hizo como si no hubiese sido testigo de mi bonhomía sexual y, para involucrarse con mi problema, usó la prudencia producto de la intuición femenina:
—Oye Gobernador, ¿y el pacto?
—Lo cumpliré en tiempo y forma —jugué—. Quizás haga una justa distribución de ese dinero para que sus mujeres sean mis aliadas, confidentes, espías e incluso, por qué no, las encargadas de vengar los agravios cometidos por su hombre.
— ¡Qué perverso eres! Como decía una de mis tías: todo sea en nombre de los hijos del tarambana —acotó la doctora—. ¿Pero la herencia será en vida o…? —interrogó inquieta. No completó la frase. Supo que no habría ninguna respuesta.
— ¡Tiene cincuenta! ¡Y todos registrados por él! —dije enfático—. Las mujeres reclamarán su parte después de que corramos la voz sobre lo del dinero —agregué para cambiar el rumbo de la conversación.
—Así sería justo y equitativo el reparto de esa riqueza —dijo Mary con un dejo de resignación—. Espero que el tipo no se muera del susto —remachó irónica.
—Podrías ayudarme a diseñar un acto legal y justo —sugerí. Antes de que preguntara en qué, propuse que se hiciera cargo de buscar a varios abogados para que cada una de las mujeres de Odilón tuviera su propio representante legal—. La intención —precisé— es que al mismo tiempo reciba varias demandas por alimentos. Le pesará vivir aunque le sobre el dinero, aparte de que vamos a darle varios millones. Lo mantendremos ocupado negociando con los abogados y además molesto con el acoso judicial. Esto sin contar el desprestigio que también cuesta. Espero que cambie de look para que evite las mentadas de madre en cualquier parte, como le ocurrió al ministro Góngora —agregué con la intención de hacerme el simpático. Fracasé. Mary mantuvo su rostro adusto.
—Rectifico Herminio: eres un perverso ahora escudándose en la defensa de las mujeres —soltó la doctora entrecerrando sus enormes ojos y dándole a sus palabras el acento de reclamo—. ¿Y si sus concubinas se niegan a demandar? —Preguntó con el deseo de provocarme.
—Es probable. Sin embargo, la ambición puede más que el amor —deduje en voz alta—, sobre todo, como es el caso, si el reparto de éste va en contra de cualquier lógica. Y aquí también ne cesito que me ayudes, ya en serio. Quítate de la cabeza las perversiones que supones.
Mary hizo un gesto de desagrado que pudo haber sido en respuesta a mi actitud defensiva. No dijo nada más y se retiró como siempre, dejándome una estela de feromonas. Bueno, también se quedó el eco de su pregunta “¿y lo van a matar?”, misma que me recordó a Balerín. Sentí incluso que había sido injusto con él. Imaginé a su madre viéndome con el odio y rencor concentrados en el niño aquel que fui, ojos que jamás olvidaré. Con esa imagen en la mente hice la llamada al responsable de la custodia de Balerín:
—Capitán, una vez que acomode la mercancía, hágame favor de incluir dos botellas de coñac, reserva especial de 25 años —dije sabedor de que entendería el mensaje cifrado puesto en boga después de aquella conversación telefónica entre el Precioso y el Héroe de la película, affaire que tuvo la cobertura nacional que sirvió de marco histórico al caso que con pena y sin gloria concluyó en el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Con estas acciones que bien pudieran formar parte de las historias de justicia familiar, digamos que inefable, me enfrenté a la primera de las guerras internas que sin querer organicé. La siguiente fue la que de manera unilateral el Clero me declaró cuando su jerarquía supuso que yo era masón y come curas con propensión a las ciencias ocultas y a los ritos satánicos. Fue tal su intolerancia, que nunca entendieron que entre librepensadores, fanáticos y ateos había una enorme brecha.
Antes de entrar de lleno al terrible soponcio que me hizo trabajar horas extras dándome oportunidad de saber cómo se manejan y comportan las llamadas buenas conciencias, voy a lo que ocurrió en la primera visita presidencial a Puebla, día en que Emmanuel Cordero pronunció la conferencia prometida. Su disertación se basó en la investigación histórica de Mary, con algunos agregados culturales que la hicieron más interesante.