El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 15)

Réplica y Contrarréplica
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El milagro de los libros

“No a todos les queda el puro,

nomás a los trompudos”

Leamos algunas líneas de la conferencia de Cordero, párrafos en los que incluyó su toque político personal sin despreciar la oportunidad de enviar el mensaje que trascendió al ámbito cultural del país excepto, claro, al espacio de los editores acostumbrados a producir libros utilitarios. Esto es parte de los que dijo el presidente Cordero en la majestuosa Biblioteca Palafoxiana:

Los muchos y muy variados fenómenos aparecidos en el México colonial, caben en la palabra milagro en su acepción de suceso o cosa rara y maravillosa.

Uno de esos milagros surgió del sincretismo que llegó a convertir en ídolos a las imágenes religiosas de Occidente y a los ídolos en imágenes barrocas rodeadas de angelitos policromados.

Otro, todavía en vigor, fue la simbiosis entre la religión católica, el sentimiento de autonomía proveniente del triunfo español sobre el conquistador árabe y la fuerza espiritual del mexicano. Lo conocemos como nacionalismo.

Uno más, digamos que el eterno, son los libros; es decir, la cultura que resistió las llamas de la ignorancia y el fanatismo en sus muy diversas y complejas manifestaciones.

El mandatario también manejó la influencia intelectual de Palafox y Mendoza cuya misión, además de la pastoral, fue meter en cintura a los jesuitas que se habían ido por la libre porque, entre otras omisiones, no reportaban sus ingresos a la Iglesia ibérica, centro de atracción de poder y dinero. Tampoco le hicieron caso al Papa Alejandro vi a pesar de que éste le había condicionado sus libertades religiosas: el derecho perpetuo a cobrar los diezmos en las tierras conquistadas; proponer candidatos al obispado; delimitar la jurisdicción de las diócesis y censurar las bulas papales llegadas a territorio americano. Emmanuel sacó provecho de este pasaje histórico cuyo legado fue, entre otros, la suntuosa Biblioteca Palafoxiana en cuyos anaqueles reposan más de 43 mil libros antiguos, varios de ellos incunables. Envió un mensaje a los políticos que ejercían el poder cual virreyes o —valiéndome de una analogía que va de acuerdo con el tema— como los jesuitas que en aquellos entonces se pasaron por el arco del triunfo las concesiones decretadas por el rey. Cordero citó la carta que el obispo Palafox le envió a don Andrés de Rada, a la sazón provincial de la Compañía de Jesús, apostilla que leyó sin quitarle ni ponerle comas, puntos o tildes:

No es poder, Padre Provincial, al que no le contiene la razón; no es poder el que rompiendo los términos del derecho, asalta las leyes, impugna los cánones sagrados, combate los apostólicos decretos. ¡Ay del poder que no se contiene en lo razonable y justo! ¡Ay del poder que desprecia a las cabezas de la Iglesia! ¡Ay del poder que a fuerza de poder y no de jurisdicción, quiere también ejercitarlo dentro de los sacramentos! ¡Ay del poder que no le basta el poder del Rey ni del Pontífice para humillar ese poder! Éste que parece ser poder, padre mío, es ruina de sí mismo, porque cuando parece que todo lo pisa y atropella, es pisado y atropellado de su misma miseria y poder. Es potencia imponentísima, cuya mayor fuerza es su propia perdición…

La interpretación que produjo esta cita fue la que esperaba mi amigo: un mensaje directo a los gobernadores que se habían pasado de tueste excediéndose en sus funciones soberanas al procrear legislaturas a modo con diputados marionetas, tentación que llamó varias veces a mi puerta hasta que, lo confieso apenado, la dejé entrar para tener un rebaño bien nutrido. Hubo incluso alguien que, olvidándose del contexto general de la conferencia, malosamente dijo que la función de Cordero equivalía a la del rey Felipe iv y que yo operaba igual que Palafox. Adoptamos la estrategia salinista y nos hicimos los ciegos y sordos. Pese a ello no pasó mucho tiempo para que el Presidente moviera sus hilos y metiera orden donde el desorden había relajado el respeto a la institución presidencial. Emmanuel dio un zape a los impulsores de aquel remedo de insurrección política: en algunos casos ordenó retrasar la entrega del subsidio a las universidades públicas de los estados en rebeldía soterrada, decisión que de alguna manera benefició a las universidades asentadas en las entidades donde su gobernador entendía la directriz presidencial. En otros instruyó al Congreso de la Unión para que se hicieran auditorías profundas a las universidades rebeldes. Aquella conspiración, más retórica que operativa, se les volteó a los indisciplinados; les salió el chirrión por el palito y además el tiro por la culata. Como lo planeó Cordero, el Gobierno de la República intervino para resolver los conflictos estudiantiles que agravaron la situación ya de por sí alterada por la violencia que produjo el crimen organizado, flagelo cuyos tufos a fiambre podrido aún flotan en el ambiente nacional.

A punto de concluir su conferencia, el Presidente recuperó uno de los versos de Jorge Luis Borges. Antes de pronunciarlo dijo a sus oyentes con la voz, movimientos corporales y la gesticulación que le ganó cientos de miles de admiradores:

En el tono de la más humana modestia que nos legó el sabio Sócrates, ya que de lo único que podemos estar seguros es que todavía no sabemos nada a pesar de los millones de millones de escritos dispersos por el mundo, citaré a Borges para convocar a los jóvenes de México a que lean antes de que sus ojos se saturen de imágenes televisivas o que la naturaleza y el tiempo les limiten ésa y otras facultades y sentidos.

 Hay un espejo que me ha visto por última vez.

Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.

Entre los libros de (esta) biblioteca (estoy viéndolos) Hay algunos que ya nunca abriré.

Al terminar la cita el público aplaudió al Presidente, unos por costumbre protocolaria y los más, satisfechos con lo que habían escuchado. Emmanuel aprovechó la ovación del público que se había adelantado al final de su intervención para dispersar su vista por los dos pisos de anaqueles de caoba con incrustaciones de maderas preciosas, espacios donde reposaban los cuarenta y tres mil ejemplares que —dijo en su conferencia—, según una sencilla cuantificación del esfuerzo humano, “se requirieron 8 mil 760 horas-hombre para elaborar cada uno de esos volúmenes. Y si multiplicamos el número de libros por el tiempo de trabajo, obtendremos el siguiente resultado: 376 millones 680 mil horas-hombre”. Después aclaró que habría que distribuir esa cantidad entre los miles de operarios que representaban, si no la explotación, sí la abundancia de mano de obra barata. Por ello, dijo, la extraordinaria producción editorial.

Verlo en pleno disfrute de la energía del recinto que ese día y por unas horas dejó de ser un panteón de libros, me hizo sentir satisfecho y además agradecido con mi inteligente y hermosa vocera.

Una vez que cesaron los aplausos, el Presidente concluyó sin dejar de recorrer con la vista los anaqueles y las balaustradas de madera, obras de arte de los ebanistas del siglo XVII:

En su novela El nombre de la rosa, Umberto Eco escribió: ‘El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan por otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo’.

Señores y señoras, amigos: combinemos la tecnología con la tradición que incluye el tacto, la vista y el inconfundible olor de los libros impresos. Pongamos todo nuestro esfuerzo para que la lectura sea uno de los hábitos del mexicano. Propiciemos lo que Aristóteles visualizó cuando se impuso la tarea de formar la biblioteca que abrió el camino a las letras, el paraíso descubierto muchos siglos después por Dante, Shakespeare y Cervantes. Escuchemos en los libros las voces y la sabiduría de sus autores. Hagámosle caso a Sor Juana Inés de la Cruz y usemos los ojos para que nuestros sentidos perciban los ecos de su pluma, sus gemidos literarios, su voz poética tersa y a veces ruda; su sabio y aleccionador silencio.

Sobra decir que el que esto escribe se emocionó y que este ánimo llegó a su culmen debido a la referencia a Sor Juana. Con ese sentimiento salí del recinto y ya no pude mirar y menos aun escuchar a las decenas de personas que se atravesaron en nuestro camino. Yo iba detrás del Presidente, a un lado de Irene Walter. Estábamos rodeados de la parafernalia de seguridad presidencial. Pensé en que por la presencia pública de Emmanuel era innecesario tener tantos escoltas. Pero enseguida recapacité al recordar los atentados contra personajes como Kennedy, Juan Pablo II y John Lennon. “Por positivos —me dije— hay carismas que en unos casos provocan envidia y en otros alteran aún más la psiquis de los alienados”.

Ya en la finca de la licenciada Walter le hice saber al Presidente la emoción que me produjo escuchar su referencia a Sor Juana Inés de la Cruz.

—Sabía que el dato sobre la musa te causaría arrobo y satisfacción —me respondió amable y afectivo—. Por eso hice la mención, para agradecerte tu amistad y afecto y a la vez rendir un homenaje secreto a tu pasado que, como alguna vez lo dijiste, es el nuestro, el de todos.

Con mi ego a punto de explotar propuse un brindis. Lo aceptó el Presidente y levantamos las copas de cristal de bacará que reproducía la luz tenue de los quinqués, resplandores cuya levedad apenas alcanzaban a iluminar la enorme bóveda catalana de la finca de Irene: brindamos por México y sus mujeres, las históricas y las que nos ayudaban a hacer llevaderas e incluso aprovechar para bien las presiones y pasiones políticas. Es obvio que en esos momentos viví una especie de sueño lleno de orgasmos espirituales.

Alejandro C. Manjarrez