“Estando el diablo de ocioso, se metió a chismoso”
Como te lo dije antes, lector cómplice, la jerarquía eclesiástica me miraba con recelo. Era yo producto de la cultura del esfuerzo, en su sentido poético. Mi origen social, modesto en apariencia, los mantuvo inquietos y nerviosos porque contra lo que suele ocurrir con los hombres y mujeres del pueblo, procuré mantenerme alejado pero respetuoso de ése y de otros credos religiosos. Incluso mi beata esposa se aisló de tales manifestaciones para no alterar el sentido laico que impuse desde mi toma de posesión, cuando dije que para el gobierno las religiones existentes tenían el mismo peso y valor, sin importar que fuesen de pluma, piedra, papel, oro, cobre, acero… o de plomo. Una alegoría que se le ocurrió al ghost writer que contraté ex profeso para el discurso inaugural. La respuesta tardó pero llegó y puntillosa a través de otro fantasma, en su caso no escritor sino vocero del Yunque, el grupo retardatario cuyos golpes de pecho cimbran el cuerpo y pueden llegar a producir vibraciones que afectan al cerebro.
El soponcio de la sotana
Algún asesor se enteró de los comentarios negativos que sobre mi persona había hecho el coordinador de la pandilla beneficiaria de las acciones comerciales y financieras del Yunque, grupo que designé con el nombre de “Los rufianes de la vela perpetua”. En respuesta a la casi satanización de mi persona, el staff me hizo llegar la ficha bibliográfica y el libro de Octavio Paz: Sor Juana Inés de la Cruz, Las trampas de la fe. Mi consejero consideró que me agradaría la aportación, por un lado porque se trataba de la admirada Juana Inés, y por otra parte porque tenía información religiosa importante para entender algo sobre los arrebatos de la jerarquía eclesiástica ajena por cierto a la esencia del mensaje de Cristo.
Aquel hombre que fue mi enemigo ideológico y además detractor casi por oficio, llevaba en su apelativo el estigma de su familia mocha, recatada e hipócrita (José María Guadalupe del Sagrado Corazón del Niño Jesús…). Era consentido y confidente del Arzobispo. Valiéndose de esa calidad dual esparció el rumor sobre que yo tenía tratos con los masones y buscaba fortalecer a otras iglesias para restar adeptos y presencia a la católica. Alguien le pudo haber pasado el chisme sobre la provocación que hice a un grupo de intelectuales relacionados con alguna cofradía religiosa, cuando en una de tantas noches de relax los desafié al contradecir la tesis sobre que Jesús no era judío sino de raza céltica. Como argumento cité unas líneas de la traviesa novela de Umberto Eco, El cementerio de Praga, libro que recién había leído: “¿Habéis oído hablar de los gálatas, que llegaron hasta Grecia? —Receté a mis invitados a cenar y brindar por alguno de los éxitos en mi relación con la iniciativa privada. Animado por sus expresiones de sorpresa rematé—. Galilea se llamaba así por los galos que la habían colonizado…”
Enterados de aquella cita que la mente cochambrosa de mis interlocutores convirtió en intriga, los fieles de golpe de pecho empezaron a mirarme como si yo fuese una de las representaciones de Luzbel. Días después alguno de esos desgraciados llegó a santiguarse justo cuando ambos nos cruzamos frente al portón de la Casa de los Muñecos, mismos que parecían vernos como si nosotros y no ellos fuésemos caricaturas del poder. Mi indignación por el insulto religioso del mocho en cuestión propició que María de la Hoz determinara matar dos pájaros de una pedrada (cuervos, le corregí cuando me lo dijo): me obsequió el libro sobre la musa junto a la tarjeta en la que escribió: “Lea usted el capítulo ‘El asedio’ página 566. Recordará el por qué el clero católico retomó el poder político perdido entre la cauda de ambiciones que produjo el virreinato”. Leí el libro e hice la ficha respectiva para usarla el día en que coincidiéramos, oportunidad que apareció en la junta organizada por el nuncio apostólico Agripino Rossi, a quien, semanas atrás, el presidente Cordero me había presentado: “Toma estos lineamientos —dijo al entregarme un documento confidencial—. Aquí encontrarás la forma de mejorar tu relación con el poder eclesiástico”.
Lo positivo de aquella campaña en mí contra surgió una vez que los chismes me dieron la oportunidad de fortalecer el proyecto de investigación y prevención, estrategia que explicaré después de traer a cuento la reunión que se llevó a cabo en la casa del Arzobispo, precisamente:
El aroma del incienso revuelto con los olores a viejo y el barniz de los muebles recién restaurados, me animó a entrar en materia en cuanto nos sentamos en la enorme mesa del comedor. Pensé en un preámbulo adecuado a las circunstancias pero ipso facto deseché la idea que hubiese retrasado mis reclamos. Sé asertivo, me dije y solté:
—He sido informado que José María Guadalupe soltó un chisme sobre mi actuar de gobernante. Asegura que busco restar presencia a su credo —señalé antes de que fuera llenada la copa de cristal transparente y liso preocupado porque estaba expuesta al movimiento de las manitas y la cola del mico consentido del Arzobispo (tenía tres, alguno de ellos, supuse entonces, reservorio del virus del ébola).
El animal me había puesto nervioso: brincaba de uno a otro extremo de la enorme mesa del comedor hasta que en uno de esos saltos su cola alcanzó a rozar el largo talle de mi copa. Mis reflejos evitaron que cayera al piso.
El arzobispo Froylán del Río no despegó la vista del vino que alababa y presumía como uno de los mejores de su cava. Parecía acostumbrado a las peripecias de su mascota porque, sin hacer caso a su inquieto macaco, inició su ritual sobre el vino mostrándose como un experimentado sommelierfrancés:
—Con el perdón de mi hermano, el Nuncio, hágame Usted el honor de probarlo. No se preocupe por Tití; él no la tocará —me dijo señalando mi copa con sus ojos. El changuito parecía su clon pero sin la nariz de asiento de bicicleta de lechero de pueblo. Creí que su intención era ponderar la “buena educación” del mico para restar importancia a lo que yo habría de decir.
No supe que gestos hizo el Nuncio porque me concentré en el asombroso color de la bebida que caía sobre el delgado y transparente cristal: parecía una cascada llena de magia. Lo caté y satisfecho di mi aprobación sin hacer caso a la fría mirada del pequeño mandril que me observaba como si yo fuese el peor enemigo de su especie. Dije recordando una de las asesorías de la doctora de La Hoz, enóloga de buena cepa:
—Es un excelente vino. Mi origen popular me limita para poder opinar con la solvencia de conocedores como ustedes —aseveré con una modestia fingida—. Sin embargo, percibo que su sabor es suave pero potente, con un bouquet especiado, elegante. Es de lo mejor que he tenido en el paladar. Produce una grata sensación que combina perfecto con su aroma y el color cereza oscuro, tono que cautiva y emociona. —Dicho lo anterior suspiré preparándome para agregar con énfasis político—: Gracias Arzobispo por esta oportunidad. Con el permiso de nuestro amigo Nuncio —dije adelantándome a cualquier reacción a mis palabras—, insisto en escuchar lo que usted opina respecto a la labor que en mi contra ha emprendido el tal José María Guadalupe del Sagrado Corazón del Niño Jesús, nombre que contrasta con su actitud hacia mi persona.
No quise despegar la vista del chango Titi, sin embargo, alcancé a ver la forma en que los dos prelados se miraron como si quisieran transmitirse sus pensamientos. El Nuncio, al fin diplomático, hizo una seña al arzobispo en el momento en que éste volvía a llenar su copa. Como no hubo reacción inmediata, el Embajador papal tomó su propia estafeta y dijo poniéndole énfasis a varias de sus palabras:
—Hallo razonable su preocupación, Gobernador… La verdad no tiene importancia lo que diga ese señor cuyo nombre es altamente comprometedor… En los dos mil y pico de años de la historia de la Iglesia, han surgido fustigadores de la fe así como católicos enfermos de fanatismo… Por ello le pido olvide a ese caballero y deseche las agresiones infundadas que comenta.
— ¡Rufián con olor a incienso!, su Eminencia —interrumpí para protestar por el uso de la definición de caballero.
Sin hacer gestos ni aspavientos el Nuncio prosiguió:
—Es lo más conveniente si queremos disfrutar la generosidad de mi hermano Arzobispo.
—Pues sí, está en lo cierto, señor Embajador —repliqué dándole a mi voz la coloratura que me mostró arrepentido por el exabrupto—. Pero no obstante que en este caso le asista la razón, es muy importante el deslinde del señor Arzobispo —sugerí—. Don Froylán y yo representamos en Puebla a dos poderes, el espiritual y el civil. Y ante esa enorme responsabilidad debemos hablar a tiempo antes de que las malas interpretaciones afecten nuestra relación.
— ¿Lo considera Usted importante? —preguntó Agripino apuntándome con uno de sus ojos bizcos, estrabismo que por primera vez noté debido a que me miraba por encima de sus pequeños lentes lilas apostados sobre su enorme nariz florentina, protuberancia que a esas alturas ya había llamado la atención del chango.
—Sí —respondí escueto.
—Tomaré providencias para que no se repita lo que tanto le molesta —entró al quite el arzobispo Del Río al tiempo que tronaba los dedos para llamar la atención de su macaco o hijo putativo, animal que con sus arrumacos había empezado a molestar al Nuncio.
—Mientras no sean las que acostumbraba Aguiar y Seixas —subrayé para enganchar la queja-advertencia que llevaba preparada.
— ¿Perdón? —cuestionó el Nuncio extrañado y pelando sus ojos estrábicos, por cierto parecidos a los de un gato siamés (y a los de Aguiar), uno mirándome y el otro fijo en el simio enano.
“Ya logré conducir la conversación a los terrenos civiles”, pensé quitándome de la mente la escena visual que a punto estuvo de restarle la seriedad a mis reacciones. Saqué a relucir mis facultades para el disimulo y medio limé las aristas a nuestro antagonismo de ideas y costumbres. Después fui directo al asunto resumiéndoles lo que acababa de averiguar en el libro del genial Paz.
—Seguramente recuerdan sus señorías aquel pasaje de la historia sobre las inundaciones que acabaron con la productividad en el Valle de México —dije apuntando con el índice el óleo que adornaba la pared de la estancia, un paisaje en el que sobresalía la Catedral de México.
Los dos guardaron silencio, quizá porque querían comprobar hasta dónde llegaban mis conocimientos, o tal vez porque los tomé desprevenidos; nunca lo supe. La mudez se prolongó debido a la presencia del mesero que irrumpió en el comedor para colocar al centro de la mesa un vistoso plato de chalupas, guiso que mostraba nuestro sincretismo culinario. Me cautivó el aroma y colorido de las pequeñas tortillas cubiertas de salsas y tirillas de carne de puerco, como en su tiempo pudo haberlas cocinado Mirrhá, la famosa China Poblana que, según el historiador Nicolás León, arribó a América procedente de la India con un extraordinario bagaje de especies orientales. Vi los trocitos de cebolla como si fuesen pedazos de estrellas que invitaban a disfrutar el universo de los sabores que agradan al paladar. Resistí la tentación de comerlas. Esperé la oportunidad para entrar al detalle antes de que abriera la boca el Arzobispo, que por fin había logrado capturar al eslabón perdido.
—Era el verano de 1691 —dije con voz engolada—. Habían ocurrido varias calamidades: se perdieron las cosechas por las intensas lluvias. Escaseó la leña y el carbón. La capital se inundó. El hambre empezó a golpear el estómago de los pobres. Hubo un eclipse de sol. Cayó el chahuistle en las pocas milpas que quedaban. Se acabó el maíz y el trigo. Aparecieron los acaparadores y especuladores que nunca faltan. Llegó el otoño y el fantasma de la hambruna hizo acto de presencia. Empezaron las protestas del pueblo que acusaba a las autoridades —incluido el virrey— de esconder los alimentos y encarecer el poco pan y tortilla que logró producirse con los granos procedentes de Atlixco, Puebla, Celaya y otros lugares alejados de la capital del virreinato. No hubo respuesta oficial y la feligresía se puso a rezar. Se escucharon rogativas. Se organizaron procesiones e incluso no faltó quien se flagelara en público con la intención de convencer a Dios para que dejara de castigarlos. Hasta la Virgen de los Remedios fue llevada a Catedral. Ningún santo se compadeció y el hambre empezó a matar a niños y ancianos.
Las eminencias parecían estar sorprendidos con los hechos de la historia. No esperaban que el gobernador supiera detalles religiosos pretéritos, como ellos decían. Aproveché esa circunstancia y proseguí valiéndome de la nota que había sacado de mi bolsa para leerla sin recato. Me justifiqué: “Ustedes perdonen, no soy erudito”:
—El drama se prolongó meses y así llegó 1692. Fray Antonio de Escaray, sacerdote franciscano, inteligente y sensible por cierto, pronunció en el púlpito un sermón que fue calificado como “encendido e indiscreto”. Cito lo que apunta Octavio Paz en su libro —dije antes de leer a pie juntillas las líneas de la reconvención de marras:
Un testigo presencial se refirió en estos términos al sermón del franciscano: habló con tanta imprudencia sobre la falta de bastimentos, que fue mucha parte para irritar al pueblo, de suerte que si antes hablaba de esta materia con recato, desde ese día se empezó a hacer publicidad, atribuyendo las diligencias que hacía el virrey solicitando bastimentos para la ciudad, a interés y utilidad suya, y aplaudieron mucho al dicho predicador.
«Creció el descontento popular —continué con regocijo interno por la cara de pasmo de sus excelencias—. Los clérigos como Escaray se hicieron eco del problema, igual que varios criollos con influencia y algo de poder. El 6 de junio de aquel año hubo pánico cuando, gracias a los rumores, se supo que se había agotado el bastimento. Ya no había qué comer. La gente acudió a la alhóndiga. Se apeñuscó a sus puertas. Los guardias fueron sorprendidos y en consecuencia rebasados. El desorden produjo reacciones poco inteligentes: uno de los vigilantes golpeó a cierta mujer embarazada que allí mismo malparió. La india fue levantada por sus indignadas compañeras para, en son de queja, llevarla en angarillas al palacio arzobispal. Buscaron a Aguiar y Seixas y los familiares del arzobispo les cerraron las puertas, no por temerles sino porque el arzobispo sufría al ver a las mujeres debido a que, hoy lo sabemos a ciencia cierta, le producían una fobia irracional. De ahí se dirigieron al palacio virreinal y los alabarderos del virrey les impidieron el paso. De regreso a la casa de Aguiar, nuevamente las rechazaron. Aquel medio centenar de indias ignoraba que el arzobispo se había auto prohibido acercarse a las mujeres. Por ello varias veces le hizo el feo a la esposa del virrey Gaspar de la Cerda…»
Enfaticé esto último con la intención de hacer reaccionar a los prelados. El par me volteó a ver con el gesto de extrañeza demostrándome que ignoraban el dato, no porque fuesen zafios sino por la tradicional autocensura que impide a los clérigos ser sus propios críticos. Proseguí más confiado:
«Pasaron dos días y el alimento y los apoyos seguían ausentes. Otras visitas más al palacio y a la casa de Aguiar con los mismos resultados. El domingo 8 de junio el conde De Galve asistió a la misa de Santo Domingo y allí lo abordaron medio centenar de iracundas mujeres: le reclamaron y lo insultaron. El virrey se asustó y salió del templo como alma que lleva el diablo —“perdón”— (me disculpé por mencionar al chamuco) para refugiarse en el monasterio de San Francisco, lugar del cual no salió hasta que se hizo la calma, después de varios días y muchos muertos. »
«La manifestación de protesta —continué con la prosopopeya que me salió espontánea— creció a diez mil indios de todas las castas. A la demanda de alimento ya se había adicionado el reclamo por la mujer que malparió y murió, así como el sacrificio de otras víctimas. Varios grupos más se unieron igual de enardecidos. Entre todos prendieron fuego a las puertas del palacio del virrey. Las teas también fueron lanzadas al palacio del ayuntamiento. Ya no había forma de parar el motín popular.»
Tomé aire y proseguí:
«Uno de los sacerdotes de la Catedral tuvo la genial idea de tomar al Santísimo Sacramento y sacarlo en alto rodeado por algunos clérigos y monaguillos. El efecto emocional en el pueblo fue extraordinario: la gente iba poniéndose de rodillas conforme pasaba el sagrado símbolo extrañamente iluminado por las llamas del fuego que consumía a los edificios. La multitud también iluminada por los destellos de la lumbre parecía formar parte de uno de los lienzos de Goya…»
Los prelados habían escuchado satisfechos este fragmento del relato.
—Aparte de lo que contiene el libro de Octavio Paz —agregué mientras colocaba mis fichas sobre la mesa, lejos de Tití—, hay otros documentos que validan lo dicho e incluso aportan más pruebas de aquel descontento contra la frágil autoridad, problema cuya solución —y aquí viene mi apostilla, dije orondo—, quedó en manos del arzobispo Aguiar y Seixas, el mismo que mató la creatividad de Sor Juana Inés de la Cruz. Bueno, el caso es que el arzobispo mencionado ocupó el vacío de poder político que produjo la protesta del pueblo seguida de la querella entre el virrey y la Audiencia. A partir de ello el clero adicionó a su labor pastoral la injerencia en la política que, como consta en autos, duró más de cien años; es decir, hasta que tuvieron a bien modernizarse y ejercer el poder espiritual de manera menos burda.
— ¿A dónde quiere llegar, Gobernador? —preguntó medio molesto el Arzobispo mientras hacía “piojito” al mono.
—A ninguna parte —respondí con la cautela concertadora—. Sólo trato de subrayar lo que acaba de decir nuestro amigo el Nuncio: que con sus luces y sombras, con sus fieles honestos y sus feligreses arrebatados y fanáticos, su credo tiene más de dos mil años, tiempo en el cual han persistido actitudes como la de Aguiar y Seixas. Aunque son épocas distintas y ha cambiado el sistema de gobierno —añadí dándole a mi voz un tono amable y moderado—, ejercicio sustentado en leyes hechas por el poder civil, yo espero que durante mi mandato no ocurra nada que se parezca a lo que pasó con Galve. Y no por ustedes, señor Arzobispo, señor Nuncio, sino por el arrebatado José María Guadalupe del Sagrado Corazón del Niño Jesús, un tipo capaz de inventar que yo soy uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis o un pervertido dispuesto a promover que la fornicación se convierta en un acto litúrgico grupal.
Los seis ojos presentes se abrieron desmesuradamente (incluyo al mico). El Nuncio sacudió la cabeza como si quisiera despojarse de mi última opinión. Aspiró profundo para retomar su acostumbrado liderazgo.
—Pero ya no hay virreyes en México —ironizó para enseguida agregar con la inflexión que buscaba corregir su desliz político—: Son otras épocas, señor Gobernador. Ahora es difícil convencer al pueblo. No creo que con sacar de paseo al Santísimo cambiemos las actitudes de los gobernantes.
—Sí, tiene usted razón Rossi—respondí caballeroso, cauto—. Hoy son otros nuestros valores, cultura e intereses, de uno y otro lado. Gústenos o no, usted, el arzobispo y su servidor somos protagonistas de esta época en la que abundan las personas que aún viven en el oscurantismo y luchan por recuperar las prebendas de hace tres siglos.
Como el presidente Emmanuel Cordero me había advertido de la estrecha amistad entre el anfitrión y el Nuncio, así como del ánimo coleccionista de Del Río, afición que se centraba en los vinos caros. Así que decidí valerme de una travesura para dar un giro abrupto al tema y acabar con la puyas que, de haber continuado, hubieran provocado un rompimiento de consecuencias impredecibles.
—Don Froylán: sé que tiene en su cava varias botellas de los vinos más preciados y apreciados por los buenos paladares. ¿Qué le parece si brindamos por nuestra amistad con un Petrus? Bueno siempre y cuando no sea el de consagrar —se me ocurrió bromear.
Del Río abrió sus pequeños ojos de mongol e hizo un gesto pidiéndole al Nuncio su opinión o alguna frase que lo salvara del compromiso. Rossi sonrió complacido con mi ocurrencia; lo miró, carraspeó en un intento de afinar la voz y dijo:
—Este es un buen momento para que dejes libre el área que en tu cava ocupa el Petrus. Te hará falta espacio cuando yo te haga llegar seis botellas de un vino que si no es mejor cuando menos rivaliza con el que probaremos: ¿Te gusta el Vega Sicilia?
—Para hacer sangrías —bromeó el Arzobispo con otra cara, expresión que lo mostró encantado por la promesa del Embajador. Seis Vega Sicilia bien valían una misa, o cuando menos un Petrus.
Del Río salió de la habitación para ir por el vino. Rossi me hizo un guiño y dijo con voz apenas perceptible:
—Lo aconsejó bien Emmanuel, eh…
Hice como que había escuchado mal y respondí con lo que pareció un tropo:
—Sí. Me comentó que Usted es su amigo y consejero… Dijo que se conocen bien.
Salí de la casa arzobispal medio achispado y con la sensación de haber tomado uno de los mejores vinos acompañado con los representantes de Dios en la tierra y un rejego testigo escapado del Paraíso. Pero también llevaba en el olfato el olor a viejo combinado con el tufo de Tití, sensación que desapareció en cuanto recordé lo que yo había dicho para, de alguna forma, quitarme la espina que de joven se me clavó en el hipotálamo. Me explico:
Ocurrió alguna tarde lluviosa cuando otro arzobispo, en un acto de perversidad religiosa, me obligó a besar su anillo a sabiendas de mi rebeldía contra las arcaicas costumbres del Clero. El malvado lo hizo frente a varios de los Caballeros de Colón que bien sabían de mi —en ese entonces— apasionado anticlericalismo y ahora un racionalismo sui generis dado que en él subyace la fe en Dios.
Pensé en aquello y puse atención en la sonrisa de triunfo pegada en el rostro de mis dos nuevos amigos. Su santurronería pudo haber sido igual a la de los entusiastas impulsores de la Santa Inquisición. Eso supuse entonces. No obstante deseché cualquier interpretación personal pues sentí que había logrado establecer la sana distancia entre los dos poderes, el civil y el espiritual. Los comentarios del Nuncio me convencieron de que mis interlocutores eran conscientes del riesgo que implicaba el desairar al poder político y arriesgarse a recibir una respuesta negativa. Es obvio que nunca les pasó por la cabeza sacar a la calle las figuras religiosas con la intención que motivó don Aguiar. Sabían que un acto de ese tipo podría alejarlos de cualquier auspicio o favor del gobierno, incluidas las ayudas económicas destinadas a la conservación y mejoramiento de los templos coloniales bajo su custodia y usufructo. Temían, además, ser el objetivo del fisco cuyas leyes, multas y penas las consideraban elaboradas bajo el dictado del fantasma de Dracón. Habían peleado por su reconocimiento jurídico constitucional y, una vez logrado esto, se arrepintieron debido a que la máxima Ley los hizo iguales y abrió las puertas a la, para ellos, injusta competencia.