Desde antes que Maximino Ávila Camacho entregara el gobierno a su sucesor, Puebla no se había visto tan convulsionada como ahora. Esto porque el actual gobernador se olvidó de la vocación social que festinaba y, en su lugar, menosprecia al pueblo. Veamos algunos antecedentes que enmarcan el cambio del próximo lunes.
En 1941, Gonzalo Bautista Castillo heredaba el gobierno de Maximino Ávila Camacho en forma pacífica. El médico llegó a gobernador de Puebla después de haber sido varias veces diputado federal y senador de la República. Tenía oficio político y era portador de la esperanza.
Carlos I. Betancourt llegó al gobierno en 1945. El relevo también resultó pacífico y más o menos grato para los gobernados. Este Poblano de Zacapoaxtla tuvo una intensa carrera política, incluso participó en el proceso revolucionario de México. También fue diputado federal y local, además de haber ocupado varios cargos en la administración lo cual – obvió– le dio experiencia y sensibilidad para tratar a un pueblo todavía esperanzado.
A Betancourt lo suplió Rafael Ávila Camacho, hermano de Maximino y del ex presidente Manuel. Con su gobierno terminó el periodo avilacamachista, cuya hegemonía política perduró más de veinte años. Algunos investigadores coinciden en que el pueblo no olvidaba el estilo represivo de don Maximino. Sin embargo, y a pesar de la fama, la mano dura de sus esbirros no trascendió a las clases populares, quizás porque se impuso la mano izquierda de gobernadores conscientes de que su sustento político dependía precisamente de la opinión del pueblo. Por ello –supongo– trataban de mantenerlo contento y sin que perdiera la esperanza (valga una acotación: en aquellos días los políticos tenían a su favor la falta de los medios que hoy permiten una masiva y rápida comunicación).
Rafael Ávila Camacho nombró como sucesor en el gobierno a Fausto M. Ortega, incluso contra las disposiciones presidenciales. Igual que los anteriores el relevo se dio en un ambiente de tranquilidad porque –insisto– los políticos de antaño vivían preocupados por quedar bien con el pueblo, si usted quiere dándole atole con el dedo.
En 1963 llegaron tiempos tormentosos sin que pudieran alterar los relevos gubernamentales. Fue Antonio Nava Castillo quien tomó la estafeta de don Fausto para poner en práctica un gobierno infausto. El general venía del Distrito Federal donde acababa de dejar las direcciones de Transitó y del rastro de Ferrería. No portaba la experiencia ni la sensibilidad política que exigen los cargos de elección popular. Su régimen se truncó por esas deficiencias y su conflicto personal con Humberto Romero.
Aarón Merino Fernández terminó el mandato y entregó el gobierno al general y médico Rafael Moreno Valle, una vez más los poblanos aspiraron el aire de la esperanza.
Igual que su colega Nava Castillo, el médico enfrentó al pueblo hasta que éste lo echó de Palacio. Fue nombrado gobernador interino Bautista O'Farril hijo del sucesor de don Max. Con menos política que su padre, Gonzalito no pudo controlar la animadversión del pueblo encabezada por la Universidad Autónoma de Puebla. Tuvo el desatino de aliarse con la derecha poblana a fin de combatir a las clases populares que terminaron por correrlo del gobierno. Dejó el puesto a Guillermo Morales Blumenkron, quien al concluir el sexenio, lo entregó al doctor Alfredo Toxqui. Don Alfredo Supo y pudo concluir su mandato con limpieza política y, en un ambiente festivo y tranquilo, transfirió el mando a Guillermo Jiménez Morales. La esperanza empezaba a flaquear.
Después de 52 años de sucesiones más o menos ortodoxas, como antaño, el pueblo se prepara para festejar el advenimiento de la nueva y obligada esperanza sexenal. Anuncia una fiesta popular en el paseo Bravo, no solo con el ánimo de felicitar del nuevo gobierno, sino para mostrar su felicidad ante la extinción del que algunos llaman “régimen de las expropiaciones” y otros “sexenio nefasto perdido”.
27/I/1993