El fenómeno social realizado en la incipiente Puebla obedeció a la eterna búsqueda del hombre por lograr mejores condiciones de vida...
Los colonizadores de la ahora ciudad de Zaragoza, al igual que los iniciadores del proceso de sedentarización, buscaron y encontraron un hábitat ideal. Errores y pasiones aparte, su esfuerzo e ilusión se basó e las ideas de aquellos cuyo pensamiento mágico les inspirara la concepción mítica del jardín del Edén. Y sin temor a exagerar, su ánimo y entereza bien podrían equipararse con la enjundia que distinguió a los fundadores de Tenochtitlan o de cualquiera de las opulentas capitales de la antigüedad, concebidas por la inteligencia humana como ciudades perfectas.
En virtud de que Puebla hoy celebra un año más de su fundación, el lector me permitirá hacer algunas remembranzas que intentan perfilar el vigoroso carácter de sus habitantes: eso que los fuereños llaman el modo de ser de los poblanos.
La edificación de la Angelópolis fue iniciada bajo una concepción idealista que buscaba la perfección humana. Según algunos investigadores, su traza y organización se inspiró en la “Utopía” de Tomas Moro– quien a su vez fue influenciado por “La Ciudad de Dios, obra de Agustín de Hipona que impresionó a la gente culta de la época –retomada por Vasco de Quiroga, el primer socialista de América y miembro de la Segunda Audiencia.
Pero como nunca faltan los malos ratos, apareció la primera calamidad que dio al traste con el sueño de fundar la ciudad perfecta: los encomenderos pusieron en práctica uno de los peores esclavismos del siglo XVI, apropiándose de la vida de miles de indígenas traídos de Tepeaca, Tlaxcala, Huejotzingo y Cholula; a pesar de que el cuerpo consultivo del monarca español (Consejo de Indias) estaba empeñado en abolir el sistema de encomienda. Después ocurrió la segunda calamidad cuando se establecieron los barrios, lugar al que tenían que regresar los indígenas obligatoriamente, después de cumplir con sus jornadas de trabajo. Ese fue el primer “apartheid” americano.
La ciudad tuvo un crecimiento natural gracias a su excelente ubicación geográfica y comercial. Fue el eje de las comunicaciones trasatlánticas de la Nueva España. Asimismo, dio cabida a la influencia católica de aquellos tiempos. Todo esto permitió que sus habitantes participaran en el comercio internacional sin las molestias del control y la vigilancia de las autoridades fiscalizadoras. Su desarrollo no pudo ser frenado ni siquiera por otras calamidades, como la epidemia de sarampión de 1561, la hambruna de 1672, el tifo de 1736 y los temblores de 1787. Puebla siguió su curso hasta convertirse en la segunda ciudad del virreinato al cual llegaron desde importantes hombres de negocios hasta la crema y nata del clero mexicano. La magna Angelópolis se convertía así en la sede de todas las órdenes religiosas; incluso de varios destacados prelados que prefirieron la diócesis de Puebla a la arquidiócesis de México.
Las costumbres de la sociedad fueron adquiriendo su estilo conforme al arte de la época. Se impusieron los cánones renacentistas sobre el influyente plateresco. El ambiente religioso apoyado en sólidas finanzas permitió crear el barroco que influyó en el modo de ser de los poblanos, acostumbrándolos a matizar costumbres, cultura, literatura y ciencia, y a darle a su vida tintes de lujo y rebuscamiento. Surgió entonces una costumbre entre social y religiosa: para los poblanos era muy importante tener un clérigo en la familia. A quienes les tocaba en suerte tal destino, recibían una buena dote, misma que entregaban a la Iglesia para reservar la grata esplendidez en el convento y garantizar un espacio en sus panteones y, desde luego, los beneficios de la Paz eterna.
Hoy a 462 años de su fundación y después de un sexenio de calamidades Puebla parece reencontrar su vida por la ruta del progreso.
16/IV/1993