Puebla es una ciudad de altibajos. De pronto se encuentra en la cúspide y de repente anda de capa caída en lo que a obra social y desarrollo económico se refiere.
Con el avilacamachismo nos fuimos al hoyo. Medio salimos cuando gobernó Aarón Merino Fernández. Sacamos la casta cultural en la época de Alfredo Toxqui. Volvimos a caer con Jiménez Morales; Piña Olaya nos echó lastre para arraigarnos casi en el subsuelo y ahora Manuel Bartlett Díaz está empeñado en que emprendamos el vuelo. Pero déjeme seguir mencionando las minucias que le dieron personalidad al modo de ser de los poblanos. Para 1723 la ciudad ya contaba con alumbrado público de farolas de aguarrás. También existía nomenclatura, y la construcción de obras civiles estaba en su apogeo. Se edificaron algunos puentes como los de Xanenetla, San Francisco y México, éste último construido en 1720. Fuera de la traza urbana estuvo ubicada la dehesa boyal, reserva territorial del ayuntamiento destinada a tener ganado en pie para su posterior sacrificio y venta. En fin, la Angelópolis parecía una ciudad destinada a ser la segunda más importante en la Colonia, hasta que llegaron las calamidades y las ambiciones desmedidas. Una de ellas, por ejemplo, fue el sacrificio indiscriminado de ganado que por sus pingües utilidades con el comercio de las pieles resultó determinante para acelerar la decadencia comercial de la región.
La intensa actividad atrajo a comerciantes de diferentes rumbos del país; empero, al poco tiempo Puebla entró en una especie de tobogán económico que la llevó hacia niveles de alarmante pobreza, agudizada por los efectos de epidemias de tifo y sarampión y hambrunas; más tarde, los temblores de 1787. Curiosamente, todas esas eventualidades –por ignorancia o necesidad– fueron asociadas con la presencia de forasteros.
El rechazo a los extraños pudo transformarse en aceptación y orgullo cuando algunos personajes de la cultura, el arte y la literatura, llegaron a la ciudad para aportar sus conocimientos. Entre ellos el veracruzano Esteban de Antuñano (1792–1847), precursor de la industria textil, quien además de dejar una profunda y perdurable huella, legó a la vida poblana su tozudo y entusiasta estilo para emprender negocios y desarrollar la industria. En otras áreas también sucedió lo mismo. Es el caso del historiador Francisco Javier Clavijero (1750-1817), cuya formación jesuítica fue consolidada en las aulas poblanas, en aquellos días iluminadas por los efectos del siglo de las luces, y más tarde reconocido en Europa a donde llegó después de ser expulsados de México los jesuitas.
La expulsión de los jesuitas, definida por Fernando Benítez como uno de los grandes desastres de México coincidió con el decaimiento de la vida nacional y, de manera preponderante, con el deterioro económico y social de Puebla. Sin embargo, no dejaron de existir grandes manifestaciones de cultura como las expresadas por Beristan y Souza (1750–1817), el bibliófilo más antiguo de México; José María Lafragua (1816–1870), el literato y jurisconsulto que tanto influyó en la vida política de la nación; Joaquin Ruiz (1815–1888), llamado por sus contemporáneos el Demóstenes poblano; Manuel Orozco y Berra (1816–1881), crítico, político, e historiador, y Perez Salazar y Venegas (1816–1871), humorista cervantino cuya sátira “hería como un ramo de rosas”.
No obstante las vicisitudes, Puebla siempre ha salido adelante gracias al empeño de su gente y a la estratégica ubicación comercial que la Colonia convirtió en la segunda ciudad más importante, pues servía de enlace al comercio trasatlántico de la Nueva España. Igualmente la convirtió en el centro de lo que bien podríamos llamar la independencia comercial, debido a que sus habitantes habían roto el cordón umbilical de la corona, para librarse del molesto peso que significaba la vigilancia y control de las autoridades fiscalizadoras. Quizá por ese arraigado espíritu de autonomía, también se convirtió en la primera ciudad en adicionarse al movimiento independentista iniciado por un cura que, al igual que los poblanos, se encontraba posesionado por ese ánimo libertario.
18/VIII/1994