El periodismo es libre o es una farsa.
Rodolfo Walsh
Desde su primer día de gobierno, Rafael Moreno Valle Rosas mostró su interés para cambiar lo que él pudo haber visto como el estereotipo rústico de la provincia mexicana. De ahí su interés por maquillar a la capital y vestir de lujo al estado dotándolos de una obra pública moderna, cara pero eficiente y tan digna como vanguardista. Lo malo es que semejante inversión resultó contrastante con la pobreza que mantiene a la entidad en una lamentable posición estadística (según Coneval —2012— el cuarto estado con mayor pobreza y séptimo en marginación). Este empeño en el que incluyó la privatización de las carreteras y el usufructo de los bienes públicos, rebasó las expectativas de los sorprendidos gobernados y sacó de su modorra a los celosos vigilantes de nuestro patrimonio histórico. Unos asombrados por la rapidez y urgencia por construir lo que habría de servir como símbolo arquitectónico de los 150 años de la Batalla de Puebla. Y los otros indignados debido a que jamás fueron tomadas en cuenta sus opiniones a priori y posteriori, dictámenes relativos a la conservación de la herencia histórica que, entre otros galardones, dio a Puebla el título de Patrimonio Cultural de la Humanidad. El choque frontal del poder concentrado en un gobernante, contra la opinión pública opuesta a la manipulación mediática que acostumbra el gobierno, el que sea.
La prensa también formó parte de esos desacuerdos o contradicciones. Primero se la consideró pastoril, pueblerina y por ende estorbosa, rebasada e inservible: no encajó con el “alto perfil” político y social del titular del poder Ejecutivo. Y segundo resultó incómoda y molesta en virtud de su apertura y libertad para actuar, al principio obligada por el trato a veces ofensivo y después entusiasmada por haber “descubierto” el papel crítico que exigen los lectores. Podríamos decir que Moreno Valle se transformó en algo parecido al doctor Frankestein ya que formó la criatura que se rebeló contra él, su “creador”.
Eso fue parte de lo que pensó la mayoría de los trabajadores de los medios de comunicación escrita y también de los electrónicos cuyos propietarios, según trascendió, aceptaron limitar la libertad de expresión de sus comunicadores y periodistas, condición sine qua non para firmar los llamados convenios de publicidad.
En fin.
La “política y el periodismo”, como se intitula este capítulo, es un tema amplio, además de interesante, debido a las sombras que originan el alto contraste que da más luz a la libertad de prensa. Por ello dejan de ser anecdóticos los ataques menores o graves —depende en cuál espacio del poder se hayan concebido— y pasan a ser parte del hito plasmado en nuestras historias. Lo bueno es que al final del día los gobernantes siempre quedan expuestos, e incluso como si fuesen réplicas mal hechas o superadas del molde que troqueló la política de comunicación de, por ejemplo, Gustavo Díaz Ordaz.
Recordemos:
Gobierno vs prensa
“El periodismo nació de la sociedad para controlar al poder. Y ahora el poder maneja al periodismo para controlar a la sociedad”, sentenció en alguna de sus conferencias el periodista y escritor español Arcadi Espada.
La frase apuntada, más lo escrito en los renglones anteriores, obliga a recuperar algunos trazos de la historia, la parte que podríamos llamar la relación tortuosa entre el poder y la prensa:
Gustavo Díaz Ordaz aplicó el torniquete moral y económico para “ahogar” a quienes él consideraba enemigos de su gobierno. Francisco Galindo Ochoa se convirtió en su eficaz y heterodoxo operador. Durante aquella malhadada gestión, el presidente poblano ganó más críticos que aliados. Por eso le fue como en feria, asunto que se agravó con lo ocurrido en 1968, cuando la reacción popular ante su poder acabó por aplastar la poca fama pública que le quedaba. Y aquí cabe otro paréntesis para referir una de las interesantes facetas de Díaz Ordaz; en este caso la paradójica que lo muestra sensible y admirador de aquellos que tenían talento literario, fueran o no periodistas:
El Presidente de México le ordenó a Norberto Aguirre Palancares (director del Departamento Agrario) llevar a Los Pinos a Ricardo Garibay, uno de sus críticos más duros tanto por sus comentarios directos como por su singular estilo literario. Y allá fue el escritor para ser víctima del influjo producto del poder e inteligencia de Díaz Ordaz. Escribió de él en términos amistosos, cambio que por vertiginoso le ganó varias críticas, entre ellas la de Carlos Monsiváis, la más puntillosa. Esta anécdota forma parte de uno de los libros de Garibay (De vida en vida), crónica en la que nos transmite el temor que le causó la primera entrevista con Gustavo Díaz Ordaz, relato en el cual entrevera la sátira con su animada prosa, párrafos que bien podría firmar el poblano poeta y humorista cervantino Manuel Pérez Salazar y Venegas. La diferencia, si la hubo, es que las frases de Garibay también herían pero no como un ramo de rosas (como las del mencionado Pérez Salazar) sino como las zarzas del espinal infecto.
Acudo a la opinión del escritor René Avilés Fabila para con sus palabras mostrar al lector uno de los rasgos de Ricardo Garibay:
“Ricardo es una lección de hombría, de dignidad y valor, porque a su edad, con la trayectoria que ha tenido, con el agua que ha pasado bajo sus pies, pudo convertirse en el escribano, en el biógrafo de algún político prominente, y no lo hizo”.[1]
Herencia, ejemplo o burda copia, la actitud presidencial trascendió a los gobiernos estatales cuyos titulares abrevaron de la fuente de poder alimentada precisamente con la hiel de los antecesores y sucesores de don Gustavo.
No puedo sustraerme a las lecciones de la época de Díaz Ordaz. Así que refiero el caso que me comentó Luis C. Manjarrez, cuando le participé la idea de recopilar anécdotas e historias sobre el periodismo. Esta es la conversación que recordó Luis ubicándola en alguno de los rincones del Palacio Nacional:
“¡Hermano, qué bueno que viniste! ¿Cómo está la familia? Bien ¿verdad? Me da gusto saludarte. Siéntete como en tu casa… Que de hecho lo es porque el pueblo paga el alquiler sexenal.”
Con esta descarga verbal casi sin resuello, Francisco Galindo Ochoa recibió a uno de los periodistas que entonces criticaban a Gustavo Díaz Ordaz, presidente de México. Se estableció el diálogo y el funcionario escuchó paciente las palabras de su invitado, hasta que decidió interrumpirlo con una benevolente sonrisa dibujada en el rostro:
—Estoy muy preocupado. Te quiero ayudar pero tengo algunas dificultades. Por eso te pedí que vinieras…
Al periodista aquel le extrañó el recibimiento y la advertencia. En su mente anidaron todo tipo de malos pensamientos, desde el “¿qué habré hecho?” hasta “qué chisme le contarían a Galindo”. Por fin se atrevió a preguntar:
— ¿Me dirás cuál es el problema?
—Te denunció una de tus novias; dice que la violaste...
El periodista sintió la frase de Galindo como si le hubieran asestado un golpe en los testículos.
—Pero no te preocupes amigo —agregó Paco—; puedo desaparecer la denuncia y convencer a la muchacha. Existe la posibilidad del recurso de alzada, pero esto tendrá que autorizármelo el Presidente…
La sorpresa dejó mudo al periodista. No supo qué preguntar. Ante el descontón semántico lo único que se le ocurrió decir fue:
—Está enojado tu jefe por lo que he escrito de él… ¿Ésa es la razón de la denuncia?
— ¡No, hombre! Gustavo no se mete en esos problemas. Claro que se ha molestado con tus escritos; sin embargo, creo que aún puedo convencerlo: le diré que tú eres un periodista de buena fe y que escribes pensando en ayudarlo u orientar sus acciones para favorecer a la patria…
—Eres benévolo Paco. Y también exagerado. Pero dime, ¿y qué debo de hacer para se acaben mis penas? —preguntó el periodista simulando congoja.
—Ayúdame a ayudarte. Escribe algo que ponga contento al Presidente. Es tu elección. Yo le mostraré lo que escribas para que me autorice desaparecer la denuncia en tu contra…
— ¿Y si no lo hago? —retó el reportero.
—Seguramente irás a la cárcel. Seis años o los que sean en el bote son muchos, hermano. Ojalá recapacites y me des la oportunidad de hablar a tu favor.
—Que escriba yo una nota encomiástica a favor de Díaz Ordaz… ¿A eso te refieres cuando esperas que recapacite?
—Sí señor, a eso me referí. ¿Lo harás?
El periodista levantó la vista para encontrarse con la foto oficial del presidente. Lo miró varios segundos como si esperara un guiño de ojo. “Dicen que el mundo es de los hocicones”, pensó. Después se dirigió a Galindo Ochoa y le mintió para ganar un poco de tiempo:
—Mañana mismo hago una columna laudatoria. Nadie me lo va a creer. Pero eso es tu problema, mi querido Paco. Como también lo es el desaparecer la denuncia que hizo alguna de las mujeres que tanto arrobo te causan. Espero que no sea tu hermana, cabrón.
Francisco soltó la carcajada al tiempo que daba un manotazo en la espalda del reportero. —No cabe duda que eres muy valiente, un hombrecito para aceptar que el destino te jugó una mala tarde.
—No sólo a mí. También al pueblo de México, a la mayoría social que no ha encontrado la fórmula para ser invulnerable a las pendejadas del Presidente.
—Haré como que no escuché lo que dijiste…
—Los dos nos volvimos sordos, mi Paco.
Mi fuente me pidió reservar el nombre del periodista; sin embargo, estuvo de acuerdo en revelar que el calumniado decidió irse a vivir a España donde, becado o no, vaya usted a saber, se puso a estudiar algo. Es obvio que se negó a ponderar la figura del presidente. “Desde allá responderé a cualquier infundio —advirtió a sus íntimos—. Prefiero estar lejos de la familia que en la cárcel o en el panteón. Quizá regrese a México cuando cambie el gobierno o la mujer que no conozco aclare su falsa acusación en mi contra.”
Los problemas del 68 borraron las sonrisas de Galindo Ochoa y su entonces jefe, el presidente deMéxico. Supongo que también desaparecieron algunas de las denuncias inventadas para atemorizar a los periodistas. Fue un estilo pedestre contra los “enemigos del régimen”, actitud que pasó a ser una simple referencia anecdótica.
Lo que ocurrió después produjo el desprestigio de la figura presidencial, desdoro que hasta la fecha perdura. Y todo por el fantasma del comunismo que una noche negra se apareció en Los Pinos (creo que entró ocultándose entre las piernas de La Tigresa).
Lo curioso del comunicador de marras es que regresó al cargo con José López Portillo. Ya no hizo ni interpretó lo que quería su nuevo jefe, quien atento escuchaba a sus amigos preocupados por su popularidad que iba a la baja:
“Lo que pasa es que Galindo Ochoa —respondía López Portillo— quiere manejar mi imagen como si el presidente fuera él.”
Ya sabe el lector en que lamentable estado quedó la fama pública del presidente José López Portillo. Y seguramente conoce a dos que tres de los descendientes de los amigos que hizo Francisco Galindo Ochoa, algunos agradecidos por sus salvadoras intervenciones o, quizá, por su benevolente firma chayotera.
Uno de esos días españoles llenos de sol, el periodista autoexiliado en Madrid se encontró con don Gustavo, a la sazón embajador de México, por cierto también autoexiliado.
“¡Ah caray!”, exclamó el colega pensando en las venganzas que maduran con el paso del tiempo. Pero de ese casual encuentro no pasó porque, aparte de la triste fama, Gustavo Díaz Ordaz había dejado en México los resabios del poder: el único agravio que se llevó al viejo mundo, se llamaba Luis Echeverría Álvarez.
Cosas de la vida pública.
José López Portillo cambió la jugada porque fue un presidente laxo con la prensa. La dejó “suelta” y hubo desencuentros como aquel famoso mensaje para quienes le pegaron a pesar de las igualas o convenios que tenían con el gobierno de la República. Lo que pudo haber sido una buena relación se truncó en la primera parte de su mandato dado que el mencionado Francisco Galindo Ochoa se hizo cargo de la imagen presidencial, con la característica confiada por el afectado: la manejó como si él fuese el titular del poder Ejecutivo.
Miguel de la Madrid también tensó las relaciones prensa-poder. Decidió que sólo diez periódicos tuvieran relación comercial con el gobierno. El resto se quedó sin la publicidad gubernamental, e incluso con el tache de varios gobiernos estatales, los mismos que recibieron la instrucción directa del gobierno de la República.
Igual que José López Portillo, Miguel de la Madrid —padrino político de Mariano Piña Olaya— le “agarró ojeriza” a los medios, en especial a los escritos. Hubo quienes sugirieron que tanto en él como en su descendencia había tendencias homosexuales, algo que por aquellos entonces era terrible para los hombres del poder (el closet tenía dimensiones colosales). De ahí la versión de que a Manuel Buendía —por citar el caso más importante incluido en este supuesto— lo hayan asesinado para evitar que publicara una fotografía comprometedora para el entonces mandatario. Algo parecido le ocurrió a Carlos Loret de Mola Mediz. Lo burocráticamente extraño es que pasado el tiempo Manuel Bartlett, operador del presidente De la Madrid y objetivo del sospechosismo que en ese régimen produjo la violencia selectiva, tuvo que aprender a leer la prensa y por eso —ya en el cargo de gobernador de Puebla— reconoció que en las páginas de los medios escritos se publica aquello que el gobierno desconoce. Otro dato: Bartlett le debe al periódico Excélsior que se le haya desligado del asesinato de Manuel Buendía, debido a que sus reporteros descubrieron que el autor intelectual de ese homicidio había armado las pistas para que tanto Bartlett como Cirilo Vázquez Lagunes aparecieran como sospechosos. Su nombre: José Antonio Zorrilla Pérez. Va otro paréntesis para recordar uno de los casos que incluyo en el anecdotario del libro:
Años después, ya como gobernador de Puebla, Manuel Bartlett se enfrentó a Cirilo Vázquez Lagunes. La causa: un problema de contaminación en la zona industrial donde el veracruzano tenía miles de vacas encerradas en decenas de establos. El asunto se solucionó a la usanza del poder: Bartlett le dijo al Procurador General de la República, que había la sospecha fundada de que Cirilo Vázquez ocultaba talegas de droga en ese rancho ubicado entre Texmelucan y Huejotzingo. Hubo el operativo policiaco solicitado y se acabaron las vacas, cesó el conflicto del gobierno de Puebla con el laboratorio transnacional que había amenazado cambiar su ubicación a otra entidad (donde no hubiera moscas en el vecindario), y Cirilo fue enviado a la cárcel con cargos tipificados en el rango de delitos contra la salud...
Carlos Salinas, el harvariano, nunca quiso oír ni ver a los representantes de los medios de comunicación. No pensaban como él, o sea en inglés. Por ello se ganó su lugar en la historia del desprestigio, fama aderezada con los tres escandalosos crímenes ya comentados (Posadas Ocampo, Colosio y Ruiz Massieu), mismos que ocurrieron durante su mandato y que la sociedad endilgó al Estado mexicano, o sea a Salinas.
Regreso a Puebla.
Mariano Piña Olaya decidió que los periodistas no eran merecedores de su respeto. Por ello los menospreció. Como una muestra de esa, digamos que irreverencia, nombró como director de Comunicación Social al hijo de su factótum Alberto Jiménez Morales. Un buen muchacho de época pero muy lejos de la experiencia que se requiere para manejar la información y servir de intermediario entre gobierno y prensa. A ello se debe en parte el deterioro que sufrió Piña en su fama pública.
Mario Marín es otro caso digno de mención en este apartado:
Al siguiente día de haber tomado posesión, manifestó su desprecio por la prensa. Animado por los convenios que heredó de su antecesor, leyó la cartilla a los propietarios de los medios. Valiéndose del tono del poder, en su caso exacerbado por el resentimiento social, les dijo que no permitiría la crítica periodística. Y además soltó la amenaza de cerrar las llaves de la propaganda oficial a quienes se le alebrestaran. Varios apechugaron, los mismos que al final del sexenio marinista se adicionaron a la crítica terrible y despiadada en contra del gobierno, y de él naturalmente. Uno de ellos abandono la ética periodística para sesgar sus ataques en beneficio del candidato de oposición al gobierno.
Guerra limpia
A propósito de Marín Torres, vale la pena recordar lo que ocurrió antes de su designación, o sea durante la etapa en que tres políticos buscaban suplir a Melquiades Morales Flores. Uno era Rafael Moreno Valle Rosas, otro Germán Sierra Sánchez, y Mario Marín Torres el tercero. Como quedó asentado arriba, el PRI (léase el gobernador en funciones) decidió que las encuestas definieran quién debería ser el priista postulado. En alguno de los acercamientos con los columnistas, Moreno Valle invitó al que esto escribe y también a los colegas Fernando Alberto Crisanto y a Jesús Manuel Hernández. La intención: mostrarnos su spot de precampaña y de paso el de Germán Sierra, documento que alguien por ahí le había entregado antes de que se difundiera. Lo escuchábamos disertar sobre el proceso interno del PRI cuando uno de sus colaboradores propuso reventar el promocional de Germán, para lo cual, dijo, habría que filtrarlo a los medios en sobre cerrado y sin remitente. Rafael hizo como si no lo hubiera escuchado, pero el que esto escribe le preguntó si lo haría. “¡No! ¡No!” Fue la respuesta enfática del entonces aspirante. “Si yo llego a ser candidato primero y después gobernador, será sin valerme de la guerra sucia que ha deteriorado la política”.
Las palabras de Moreno Valle que he repetido de memoria, lo mostraron entonces como un político limpio y bien intencionado. Perdió la nominación precisamente por ese comportamiento pero, como ya lo sabe el lector, seis años después la ganó sin darse por enterado de que parte de su equipo hizo uso de las redes sociales para poner en práctica el estilo que ha ensuciado el ejercicio de la política mexicana: de la descalificación al insulto pasando por la calumnia.
Así, pues, en su segundo y definitivo intento para combatir el denuesto en contra de Rafael, ese grupo, también variopinto, formó un equipo contestatario, llamémosle cibernético. Actuaron como guerrilleros o terroristas informáticos. Con ese estilo respondieron columnas, comentarios y criterios. No despreciaron epítetos ni descalificaciones, algunas de esas expresiones rayanas en la estupidez. La intención: defender a su candidato de otros adjetivos y descréditos de la misma factura. Actuaron como la cuña del mismo palo, trabajo que les mereció un buen premio burocrático.
Ese tipo de acciones electorales debieron acabarse junto con la campaña. Pero no fue así ya que la inercia las mantuvo vigentes aunque con menos intensidad. Prevaleció la forma lo cual tensó aún más la relación prensa-gobierno. Las respuestas de la prensa libre empezaron a humedecer los cimientos del enorme muro mediático nacional dado que su información sirvió de referencia, fuente u orientación a los medios nacionales.
Teclazos pesados
Uno de los editores de la prensa poblana vendió al gobernador Moreno Valle la idea de que se rasgaría las vestiduras para defenderlo, incluso censurando a sus columnistas. Usó su lápiz rojo subliminal para subrayar palabras o frases. Con esos textos rearmados en su mente justificó sus decisiones en contra de la libertad de expresión. Le dio resultado la treta y, para desventura del periodismo poblano y del ejercicio de la prensa escrita, su diario se transformó en algo parecido al boletín oficial.
A esa entrega de criterios habría que agregar otro hecho importante:
Siendo candidato a la gubernatura del estado, Rafael había leído y emocionalmente sufrido los ataques en su contra, prácticamente de toda la prensa local que por aquellos días servía a los intereses políticos de Mario Marín y su “delfín” Javier López Zavala. Es obvio que le molestaron y que fueron tomados como si fuese el estiércol que abonó el terreno donde meses más tarde, ya como gobernador, sembraría la iniciativa que —como otras enviadas por él— su Congreso local aprobó ipso facto. La llamaron “rafamordaza”, ley que desapareció del Código Penal los delitos de difamación y calumnia para modificar el daño moral que establece el Código Civil de Puebla: se aumentó al doble la pena patrimonial pero la modificación resultó como el “petate del muerto”; es decir, en la primera tercera parte del gobierno morenovallista sólo hubo dos chambonas demandas que lamentar y un ciento de cartas aclaratorias. Y por si este dislate político no bastara, debo agregar que el gobierno ideó una figura anti jurídica para a través de su vocero demandar a los periodistas “groseros” e irrespetuosos.
Al respecto Ernesto Villanueva, analista de la relación prensa-gobierno y presidente de la Fundación para la Libertad de Expresión, señaló la inconstitucionalidad de tal figura y declaró a los medios de comunicación que ese tipo de leyes son equiparables a las de los regímenes dictatoriales de la América latina del siglo pasado.
Por si esta tosca política de comunicación no bastara, alguien del equipo del gobierno tuvo la genial idea de diseñar el esquema para combatir a los periodistas, supuestamente sin menoscabo en la difusión de las acciones del gobierno. Ello me indujo a comentar que semejante estilo se parecía al que Goebbels puso en acción para posicionar la imagen pública de su führer, o sea Hitler. Lo hice en la columna que intitulé: “Quién engaña al gobernador” (septiembre de 2011), entrega que complementó la serie de comentarios que sobre el tema publiqué. Aquí algunos de los párrafos que encontré en Internet, interpretaciones o traducción del programa de comunicación del nazi referido:
… Sin ánimo de hacer de este espacio un receptáculo o buzón de aclaraciones que rayan en el autoritarismo, antes de incluir la nueva carta aclaratoria enviada al columnista, le comparto y cito una vieja aportación que hoy parece tener vigencia en los programas de comunicación de gobiernos autoritarios... Podría ser el manual en uso cuya autoría le endilgan a Joseph Goebbels:
Simplificación del enemigo único: adoptar una única idea, un único símbolo. Individualizar al adversario en un único enemigo.
Contagio: reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo. Los adversarios han de constituirse en suma individualizada.
Transposición: cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. "Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”.
Exageración y desfiguración: convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave.
Vulgarización: toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la muchedumbre a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar.
Orquestación: la propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas.
Renovación: hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos a un ritmo tal que, cuando el adversario responda, el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones.
Verosimilitud: construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sondas o de informaciones fragmentadas.
Silenciación: acallar las cuestiones sobre las que no se tienen argumentos y disimular las noticias que favorecen al adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.
Transfusión: por regla general, la propaganda opera siempre a partir de un sustrato prexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales. Se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas…
Un grafitazo
De cualquier manera el ambiente de la primera tercera parte del gobierno produjo el tufo de la venganza contra la prensa escrita cuyos efectos —argumentaron y justificaron los encargados de la comunicación gubernamental— no impactan en nuestra sociedad donde casi nadie lee.
Excepto El Sol de Puebla y Síntesis, este último diario afín al proyecto político del gobernador, el resto de los periódicos entraron en un proceso de crisis administrativa-financiera, fenómeno que en el mejor de los casos los obligó a reducir personal. Otros dejaron de circular porque su economía estaba basada en los convenios de publicidad, decisión que produjo desempleo y engrosó las filas de agraviados por el gobierno variopinto. También hubo dos que tres cuya infraestructura les permitió compensar los ingresos perdidos mediante la oferta de maquila en sus máquinas de impresión.
Brochazo gordo
Eso de que casi nadie lee parecía la verdad absoluta hasta que aparecieron los teléfonos inteligentes y las computadoras portátiles (tabletas). Como lo apunto arriba, la prensa escrita orienta la información que se difunde en los medios electrónicos, en especial las columnas que —como lo manejó Manuel Bartlett— suelen mostrar lo que el gobierno muchas veces ignora. A propósito de Bartlett y la prensa, hago otro paréntesis para recordar lo que ocurrió en los primeros días de su gobierno:
Cuenta Raúl Torres Salmerón, que cuando fungía como director de Comunicación Social del entonces gobernador Manuel Bartlett, éste le reclamó que figuraran en la relación de la publicidad oficial las “hojas parroquiales”, como las llamó el dos veces senador a la “prensa chica”. La respuesta de Torres fue en el sentido de que esas hojas podrían difundir lo que suele resultar incómodo para los gobernantes. Y además hacerlo utilizando el viejo método que se basa en el reparto masivo en lugares públicos, incluidas las parroquias. Si en esas hojas parroquiales se dice que el gobernador es asesino —arguyó el comunicador oficial— el rumor correrá por todas las calles como lumbre en pasto seco.
Es obvio que a los gobernantes les cuesta trabajo entender las consecuencias del fenómeno producto de las redes sociales en donde también aparece el equivalente a las “hojas parroquiales” (pero con efectos más destructivos), espacios que compensan con mucho el desinterés de los lectores aficionados a las páginas amarillas, rojas y rosas.
Hoy esas redes también difunden lo que publican los periódicos de papel y electrónicos. En otras palabras: cambiaron el esquema tradicional y la prensa escrita volvió por sus fueros a pesar de que actualmente los periódicos y revistas circulen menos que antaño. Y aquí cabe una comparación sobre lo que pasaba en Estados Unidos hace poco más de diez años y cruzar esos antecedentes con lo que también ocurría en el México finisecular.
En 1999 William F. Arens (Publicidad, Ed. Mc. Graw Hill) publicó los siguientes datos: Estados Unidos tenía 114.7 millones de adultos que leían el periódico el fin de semana, de los cuales dos de cada tres lo hacían diariamente. Casi el 60 por ciento de los lectores adultos leían todas las páginas, mientras el 95 por ciento lo hacía con las secciones de noticias generales. Entonces circulaban 60 millones de ejemplares con un promedio de 2.1 lectores por ejemplar. En 1997 hubo 1 520 periódicos en la Unión americana, con una circulación total de 59.8 millones de ejemplares. Ese año se registró una circulación combinada de semanarios y diarios de alrededor de 105 millones de ejemplares. Y el volumen de publicidad creció 5.7 por ciento en 1996 gracias a las ventas totales que sumaron 38 mil millones de dólares, dinero que en un 88 por ciento fue facturado a los anunciantes estadounidenses.
En México es difícil obtener datos precisos equiparables a los registros que existen en el vecino país. Empero, si acudimos al Instituto Verificador de Medios podremos suponer (la duda existe debido a los datos inflados de muchos periódicos y revistas) que en el culmen de la circulación nacional hubo días que se imprimieron unos 3 millones de ejemplares de chile de dulce y de manteca y otro tanto de revistas semanarias, quincenales y mensuales (TV y Novelas, Teleguía, Vanidades, Muy interesante, Contenido, Selecciones, etc.). La suma de estas dos posibilidades apenas llega al 10 por ciento de la circulación de medios escritos publicados en la tierra del Tío Sam.
Lo interesante de esos números y cifras está en que siguen más o menos igual y puede ser que hasta mejor si consideramos el funcionamiento comercial así como la oferta y el consumo noticioso que ocurre en las redes sociales. Por ello, basándome en el fácil acceso e inmediatez que proporciona la “gran nube”, puedo decir que México elevó su número de lectores interesados en las noticias que inicialmente se producen en la prensa escrita y en los medios que cuentan con su página web.[2]
Todo ello me lleva a afirmar que en estos tiempos es una gran burrada menospreciar a los periodistas sin micrófono o ajenos a la pantalla de cristal. Sólo hay que ver lo que dicen o leen esos comunicadores electrónicos para confirmar que la mayoría repite, refritea o analiza lo publicado por la prensa horas antes o incluso el día anterior.
Esta es sin duda una de las causas por las que la imagen de Rafael Moreno Valle Rosas sufrió cierto deterioro no obstante haber inventado, impulsado y contratado medios afines, además del intenso manejo comercial puesto a funcionar en las televisoras con señal nacional. Parafraseando al otrora famoso Ratón Macías, diré que tal mella se “la debe a su política de comunicación”, espacio en el cual no entraron los periódicos y páginas web que se atrevieron a ser veraces y, en consecuencia, a criticar lo que nos recuerda la época del despotismo ilustrado.
La magia de las letras
Los 140 caracteres de cada mensaje en Twitter y los 14 mil o más que pueden insertarse en Facebook, red que en México cuenta con más de 40 millones de usuarios (en el mundo hay mil millones, cifra que día a día aumenta), permiten la libre expresión sin taxativas ni controles. Esto supera la barrera que Arcadi Espada plantea cuando dice que el poder maneja al periodismo para controlar a la sociedad. El problema para los Estados es que se trata de una sociedad cada día más interesada y participativa en los temas que involucran a sus autoridades y también al periodismo al cual ahora vigila con sentido crítico y con frecuencia denunciante. De ahí que en nuestra época no encaje el método burdo para lisonjear al político que acostumbra pagar por ello. Tampoco funciona la práctica de usar el poder y el dinero del pueblo para censurar a la prensa y sus representantes. Lo único que podría sobrevivir es la autocensura pero con un enorme riesgo para el periodista: quedarse callado para siempre por haber perdido credibilidad. Bueno también hay un curioso auge en la creación de espacios disfrazados de noticiosos cuyo objetivo es difundir la obra del gobernante que los subsidia, circunstancia que conlleva el peligro de ser descubierto por los cibernautas críticos y los hackers que buscan sitios web con características, valga el terminajo, tartufianas.
¡Vaya problema para políticos y periodistas!
Los primeros están más que obligados a ponderar para adoptar la energía creativa de los ciudadanos que conforman el poder público, pero sin atentar contra la inteligencia del pueblo que los hizo gobernantes. Y nosotros comprometidos a respetar y hacer que se respete el legado de la libertad de prensa, ejercicio al que Francisco Zarco (constituyente de 1857) definió como la única libertad que permite la existencia de las otras libertades.
[1] Limón, Iris, Signos vitales de Garibay. Ed. Colibrí/ Gobierno del estado de Puebla, 2000
[2] Según la Asociación Mexicana de Internet, en el 2010 el total de cibernautas en México ascendía a 34 millones 900 mil y el 63 por ciento de éstos eran mayores de 17 años de edad, o sea 21 millones 987 mil. (El Universal, 9 de enero de 2012). Un año después la Asociación Mexicana de Agencias de Investigación calculó en poco más de 40 millones los usuarios de la red (El Universal, 4 de julio de 2011). En relación al número de tuiteros, con 15 millones de usuarios, México ocupa el séptimo lugar en el mundo; el crecimiento en este ámbito es prácticamente exponencial: 5 millones de sólo tres meses (Animal Político, agosto 5 de 2012). En diciembre de 2013 México tenía ya 46 millones de internautas.