La caridad es humillante porque se ejerce verticalmente
y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo.
Eduardo Galeano
Ya lo sabe el lector pero no sobra repetirlo: la frase del subtítulo (L'État, c'est moi) se le endilgó a Luis XIV, monarca de Francia, también conocido como el “Rey Sol”, autoría que la costumbre convirtió en verdad no obstante que dichas palabras se las atribuyeron sus enemigos para —aseguran los exegetas dedicados a estudiar la época— “resaltar su visión estereotipada del absolutismo político que representaba”. Lo que sí dijo el tal Luis fue: “Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá”, palabras pronunciadas por él poco antes de morir, mensaje-lección que los gobernantes de seis años deberían incluir en su propio decálogo.
Esta sobria y hasta atrevida síntesis de la personalidad monárquica que forjó Mazarino, maestro y protector de Luis desde que éste cumplió cuatro años de edad hasta que se le entronizó, el mismo que le inculcara el sentido de la realeza y la necesidad de anticiparse a la manipulación enseñándole los secretos en el “arte” de utilizar a los nobles antes de que éstos lo manipularan, me resulta adecuada para especificar el talante de Rafael Moreno Valle Rosas, estilo empleado en el ejercicio del poder.
Su educación familiar y preparación profesional hicieron de Rafael un hombre hábil y seductor así como un político consciente de que para llegar a su objetivo (la obtención del poder) tendría que ejercer sobre los demás un control basado en la persuasión primero, y después en el dominio absolutista, precisamente. Logrado esto, lo demás habría de llegar tal y como lo concibió. Así se lo enseñaron en las aulas profesionales, preparación que incluyó los secretos del liderazgo público y las distintas variables para enfrentar con éxito los contratiempos comunes en la lucha política (plan b, método c y fórmula d). Para ello se valió de su talento y también del apoyo adicional de Luis Maldonado Venegas, el político veracruzano (igual variopinto), uno de los personajes del grupo cercano al gobernante, en este caso el que los demás morenovallistas consideraron como un ser iluminado.
Con esa panoplia de alternativas arribó al gobierno poblano después de —redundo— aplicar el plan b. Empero, surgieron los imponderables y se alebrestaron los ciudadanos que durante décadas simularon ser manipulables. La nota discordante estuvo a cargo de los profesionales sin vínculos políticos como los antropólogos, sociólogos, historiadores y contratistas, por citar a cuatro de las actividades relacionadas con la historia y la conservación del patrimonio cultural. También ocurrió en el sector de los trabajadores de su gobierno que sufrieron los recortes salariales y la marginación laboral. Y el tercer grupo lo conformó la burocracia desplazada por el personal traído de entidades lejanas y del Distrito Federal.
Esa pérdida de empleos y en consecuencia del poder adquisitivo local o burocrático, produjeron el rechazo justificado al gobernante, repulsa a la cual se fueron adicionando otros poblanos, incluidos los que habían votado por él, o mejor dicho en contra de Mario Marín y la “burbuja” cuya riqueza, debo repetirlo, fue presumida como si fuese algo “justificable” (los marinistas dijeron que nunca existió la corrupción, quizá porque confiaron en sus “habilidades financieras”). Se transformaron en los nuevos ricos remedo de George Soros quien, valga la acotación, hizo su fortuna influenciado por el filósofo Karl Popper, promotor de las sociedades abiertas cuyas habilidades y visión, además de su fondo internacional de inversiones, le permitieron acumular un gran capital.
Es importante aclarar que algunas de las reacciones apuntadas no aparecieron en los sondeos para calificar el trabajo del gobernador, encuestas que por su tendencia oficialista ocultaron el rechazo natural a la corrupción imperante.
La mecha corta
Gracias a su poder de seducción y a los panegiristas contratados y convencidos —ya se verá después—, Rafael logró atemperar el efecto de los errores atribuibles a su carácter explosivo. Uno de ellos ocurrió al inicio del sexenio, el día en que públicamente soltó molesto con un tono que pareció amenaza para quienes manifestaron su rechazo a las obras públicas que —aseguraron enfáticos aquellos opositores— atentaban contra el patrimonio histórico: “¡Se equivocaron de gobernador!”, les espetó.
Si le echamos un vistazo a la historia encontraremos que esas explosiones verbales contrastan con las maneras —supuestamente carismáticas— de otros gobernadores igual de impetuosos. Me remonto a la historia y ejemplifico con Mucio P. Martínez, cuya actitud y personalidad nos las muestra Atenedoro Gámez, el historiador que escribió lo siguiente en su libro sobre la Revolución en Puebla[1]:
Don Mucio, los hijos de don Mucio, el Manco Mirus, Joaquín Pita, los hijos de Pita, Miguel Cabrera, Chucho García; Popoca, Machorro, Lezama, Márquez, Córdoba. Nombres todos que se pronunciaban con temblores de voz y crispamiento nervioso; que se escuchaban con secreto pavor esperando siempre, tras el nombre, el relato de una arbitrariedad, de un atropello, de un crimen, de una villanía, de una infamia. El estado tenía un mundo criminal de donde extraer cada mañana sus noticias truculentas. Pero en ese mundo cenagoso no había nombres que aprender, ni actores ocasionales. Siempre eran los mismos: don Mucio o cualquiera de sus allegados o parientes; es decir, don Mucio, cuando no por culpa propia y directa, por el delito civil y canónico de omisión.
El “ligero parecido” —desde luego incruento— de Rafael iii con Mucio, se exacerbó por una causa que resulta absurda para estos tiempos de intensa y expedita comunicación: el pretendido control de la información mediante el añejo recurso de eliminar periódicos porque resultan incómodos, o debido a que —reitero— la prensa fue considerada “pueblerina, rústica, estorbosa e inservible”; la “chusma” cuya presencia podría haber alterado el exquisito entorno aristocrático de la Puebla rafaeliana.
Semejante actitud dio vuelo al rumor que es común tanto en Puebla como en cualquier estado de la república mexicana. Y mire el lector lo que al respecto escribió el mismo Atenedoro Gámez (Op. Cit), palabras que siguen vigentes y podrían funcionar como la famosísima alerta amarilla o naranja que acompaña al intenso y mediáticamente bien aprovechado proceso fumarólico del volcán Popocatépetl:
En la vida colectiva social el rumor es por sí solo una verdad probada, aun cuando tenga por origen la mentira. El rumor, de boca en boca se exagera, se enriquece con los comentarios de todos; bordan en el rumor mil fantasías, las mil imaginaciones del espectador y propalador multiforme, y esos rumores cabalgan en el tiempo hasta llegar al plano, no siempre plano, de la verdad sacramental colectiva que es, a la postre, la verdad histórica.
Con base en esos rumores, Gámez plasmó en los siguientes párrafos lo que —dicho esto sin temor a exagerar— define y precisa la personalidad de los políticos que olvidan tanto la época que vivimos y el efecto de la comunicación instantánea, para ellos segura e indefectiblemente terrible; los mismos que menosprecian a quienes les llevaron al cargo, o sea el poder público que, abundo, dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste que —establece la Constitución— tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno:
En Puebla era verdad desde el 1900 y artículo de fe en 1909, que tras la brillante y al parecer austera figura del general Mucio P. Martínez se ocultaba un espíritu inmisericorde, caprichoso, tiránico para mandar y cruel para cuando no se plegaran a sus mandatos. Nombraba jefes políticos a los individuos más despóticos y atrabiliarios. Se rodeaba de los tipos menos escrupulosos para cuanto no fuera obedecerle. Acaparaba la riqueza pública. Hacía suya la privada, si ésta despertaba su codicia. Protegía en su provecho la prostitución. Violaba los hogares cuando le venía en gana, si no con fines de lucro o de venganza, movido por instintos vesánicos.
Mucio Martínez era un hombre respetado por muy pocos, odiado por muchos, temido por todos. Temor y odio nacidos de ese rumor vox populi que le atribuía cuanto atropello llegaba al conocimiento de las masas. Si fue don Mucio merecedor de ese odio ante su propia conciencia, solamente él pudo saberlo; ante la vindicta pública sí fue culpable; porque no basta ser un hombre bueno cuando se rigen los destinos de la comunidad humana; es necesario serlo y cuidar que lo sean cuantos representan el poder público, cuantos estén vinculados por la sangre y por el puesto de gobernante; y, en buena ciencia de gobernar, como de vivir, debe recordarse que los hombres son juzgados por lo que son, en casos excepcionales, y que en el juicio popular se atiene a lo que parecen ser.
Acaso la vanidad y el orgullo del funcionario impidieron que éste se creyera obligado a dar razón de sus actos, negándole al pueblo el derecho de juzgarlos; error común en gente de espada y mandato y más común si lo último les viene por fueros de privilegio…
Lo que ocurrió con Mucio le ha pasado a varios gobernantes poblanos. La causa: su lejanía de la historia que, se ha dicho hasta el hartazgo, es el prólogo del porvenir. Cometen y seguramente cometerán errores parecidos a los que afectaron a otras personas en tiempos distintos y distantes. El más común: la desestima a los gobernados, disparate que algunos han tratado de esconder detrás de las palabras de un discurso ampuloso, la mayoría de las veces articulado con frases y conceptos repetidos igual que el perico corea lo que escucha de la voz humana; sin sustancia ni sentimiento. He aquí una de las muestras cuyo eco reverberó en la sede del poder Ejecutivo:
“Somos personas ordinarias que si nos unimos podremos hacer cosas extraordinarias”.
El mensaje de marras resulta una mala copia de la frase de Barack Obama; a saber: “Juntas, las personas corrientes pueden hacer cosas extraordinarias, porque no somos un conjunto de estados rojos y estados azules, somos los Estados Unidos de América” (primera campaña presidencial).
Ya que menciono a Barack Obama, debo agregar que este político contrató como su ghost writer a Jon Favreau, alias “El poeta”. Y que los dos redactaron varios de los discursos de la campaña del primero, mensajes elaborados con cierto contenido literario, práctica que me lleva a compartir con el lector otro de los conceptos del escritor Jorge Volpi, el que resume espléndidamente lo escrito: leer cuentos y novelas “nos hace por fuerza mejores personas” (libro citado). Es obvio que tanto Barack como Jon son buenos lectores.
Por lo que hemos visto durante varias décadas (y además comprobado gracias a la verborrea oficial), la mayor parte de los políticos son ajenos a la literatura. Sus lecturas se constriñen a libros utilitarios de los cuales abrevan desde las estrategias políticas que utilizan, hasta la forma de actuar y presentarse ante sus gobernados. Un par de esos libros, quizá los más socorridos y también vendidos en los aparadores, son El arte de la guerra y Las 48 leyes del poder, ambos con el contenido de maña y maldad que permitió a los hombres del pasado remoto dominar a las sociedades que los soportaron, ya sea por temor a perder la vida, o bien esperanzados en las promesas de la existencia ultra terrenal que les compensaría su sufrido paso por el mundo.
Si nuestros políticos no leen tal vez sea por falta de tiempo. Unos, los menos, debido a que —dependiendo de cada cual— dedican su jornada laboral a combatir o promover la corrupción en sus diversas manifestaciones, mientras que otros, los más, la fomentan o disfrazan valiéndose de sus asesores financieros. El vínculo que une a los dos bandos es la idea de demostrar que ellos son los únicos capaces de resolver los graves problemas sociales de su estado o país, según el tamaño del sapo…
Dónde quedaron los lectores
De nuevo disgrego pero ahora para traer a cuento la problemática que enfrenta México, país donde sus gobernantes se preocupan más por la futura elección que por preparar el terreno a las próximas generaciones (paráfrasis ésta de la frase de Winston Churchill). Se trata de una dinámica que roba tiempo a la lectura y, en consecuencia, que le quita efectividad al ejercicio de gobierno, sobre todo si el mandatario le alza pelo a los libros.
Hace tres lustros Gabriel Zaid escribió (Los demasiados libros, Ed. Océano, México, 1966[2]) que no estaba de acuerdo en que el futuro de los libros era negro, ni que la televisión acabaría con los lectores, ni que el disco compacto resultaba más práctico e ilustrativo y que robaba su espacio a la palabra escrita. Su argumento se basó en que cada día nos volvemos más ignorantes debido al ritmo de la publicación de libros: “La humanidad —dijo— publica un libro cada medio minuto. Suponiendo un precio medio de 15 dólares y un grueso medio de dos centímetros, harían falta 15 millones de dólares y 20 kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de las bibliotecas”. El investigador agregó que los libros se propagan a tal velocidad que cada día nos volvemos más incultos: si leyéramos un libro diario —concluyó—, estaríamos dejando de leer mil publicados el mismo día. Los libros no leídos aumentarían 4 mil veces más que los libros leídos, y la incultura 4 mil veces más que la cultura. (Esta relación aritmética adquirió el rango exponencial gracias a la Internet y sus aplicaciones.)
Lo anterior me lleva a concluir que si los gobernantes leyeran cuando menos un libro cada mes (sobre la historia de México, obvio), no se harían más cultos pero sabrían cómo gobernar para trascender sin necesidad de aplicar parte del presupuesto a la promoción de su imagen personal para, deliberadamente, posicionarse como alternativa electoral en la lucha por el gobierno de la República. No tendrían por qué repetir el esquema gringo y menos aun el que le endosan a Enrique Peña Nieto. Tampoco exponerse al alto riesgo que significa ignorar la influencia de las redes sociales. Por ello, subrayo, después del 2012 hacer uso del poder de la televisión comercial para promoverse con intenciones presidenciales, equivale a lanzar una especie de bumerán que regresará para estrellarse en la cara con las consecuencias y resonancia mediática que ocasiona ese tipo de impactos. El ramalazo sería terrible, demoledor.
Quedamos pues en que aquel que ignora la historia está condenado a repetirla, conseja recurrente que debería convocar a los políticos para que hurguen en ella y no cometan las mismas tarugadas que protagonizaron otros personajes, olvidados o no. La frase se le atribuye a Napoleón Bonaparte, cuyos fracasos, paradójicamente, fueron ocasionados porque el tipo no tuvo a bien enterarse de los antecedentes de Rusia, el país que pretendía conquistar. Ignoró su historia y su proyecto expansionista se congeló, literalmente.
Una de las espléndidas herencias de aquella derrota ocasionada por la falta de información sobre los efectos y duración del invierno soviético (cinco meses), fue la elegía musical (Obertura 1812) que Tchaikovski dedicó a la victoria rusa frente al gran ejército francés comandado por Napoleón. El problema para los políticos chicharroneros que no leen ni siquiera en defensa propia, es que aunque sus errores causen daños terribles, su vida nunca llegará a musicalizarse, vaya ni siquiera para inmortalizar sus dislates con los acordes folclóricos más sencillos. Ricardo Garibay diría que son hombres o mujeres “que viven sólo para seguir viviendo” y en seguida citaría a Leon Bloy para subrayar el drama de la política mexicana: “van del útero al sepulcro, sin ningún apetito de misterio y sin dejar huella ninguna de su paso”.
A contrapelo
En México abundan los políticos neoliberales fanáticos del libre mercado. Privilegian el sistema capitalista aun en perjuicio de las necesidades sociales. Rechazan la idea de que la política opera como la fuerza motriz del gran carricoche que para esta analogía representa la práctica de la “sociedad abierta” (Popper, dixit). Por ello se empeñan en poner los caballos detrás de la carreta (perdón por la reincidencia en el uso de la figura).
Eso de la carreta (otra vez el recurso del paréntesis) obliga traer a colación al beato Sebastián de Aparicio (siglo XVI), un rico de la época que decidió adoptar la sotana después de haber obtenido su fortuna dedicándose al comercio, la ganadería y la fabricación de esos artefactos de tracción animal para con ellos transitar las nuevas rutas trazadas por él. Además de su visión para los negocios, el progreso de Sebastián se debió a las exenciones de impuestos decretadas por Carlos v con el objeto de incentivar la migración a la Nueva España. El fraile situó a la carreta detrás de los animales, acción que también adoptó en su línea financiera dado que antes de ingresar al convento y acogerse al voto de pobreza, antepuso el interés social a la economía deshumanizada, que es el fenómeno de estos tiempos.
Cierro el pasaje franciscano con las palabras de George Soros, pensamiento que adaptado al léxico de la época, debió haber metido en las neuronas de don Sebastián antes de que se convirtiera en el hermano Aparicio:
“El desencanto con la política ha nutrido al fundamentalismo del mercado, y el ascenso del fundamentalismo del mercado ha contribuido, a su vez, al fracaso de la política”.
¿Qué pasa cuando el deseo se convierte en obsesión?
Tan difícil es responder esta pregunta como riesgoso sería predecir el destino de los políticos. Más aún si —como lo acostumbra Rafael III— manejan a su arbitrio el dinero que ingresa a las arcas del gobierno. ¿Cuánto?
En el caso de Puebla, si mal nos va, los ingresos de seis años (2011-2017) sumarían alrededor de 400 mil millones de pesos. He dicho a su arbitrio porque —como ocurre en otros estados— la mayoría de diputados del Congreso local poblano piensa, actúa y vota los presupuestos de egresos de acuerdo con las órdenes del mandatario. Debido a ese tipo de sometimientos del poder Legislativo al Ejecutivo, cuyo titular en muchos casos designa o palomea a quienes habrán de ser legisladores, ocurrieron los brutales endeudamientos de las entidades donde su gobernante bursatilizó las participaciones y los impuestos a sabiendas de que hipotecaría el futuro de los ciudadanos, en algunos casos por varias generaciones. Todo ello para obtener la liquidez que exige el crecimiento incontrolable de las necesidades del pueblo, fenómeno producido por el “capitalismo de cuates”. Bueno, también porque detrás de esas acciones financieras existen otras razones si partimos de que en varios casos la bursatilización ocurrió antes de los procesos electorales donde grandes cantidades de dinero fueron repartidas para beneficiar al candidato, digamos que oficial.
De esto último existen referencias en miles de líneas ágata y cientos de miles de minutos de radio y televisión. E incluso la información que exhibió el gobierno obligado por las presiones de ciudadanos que exigieron se transparentara las deudas públicas de los estados.
[1] Gámez, Atenedoro. Op. Cit
[2] Zaid, Gabriel. Los demasiados libros. Ed. Océano, México, 1966