La Iglesia contra el Estado

Réplica y Contrarréplica
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Esta guerra terminó en 1929, después de costarle la vida al presidente Álvaro Obregón por haberse negado a declarar que cambiaría la Constitución al asumir la presidencia, cuando los prelados aceptaron cumplir la Constitución.

 

 

La iglesia católica siempre ha actuado como factor político. Durante la Colonia el poder que adquirieron los frailes de la Nueva España fue incontrastable, debido al fanatismo de los conquistadores y la organización casi teocrática del gobierno español en las colonias. Esto hizo que se llevara a cabo una absorción de la riqueza pública por la iglesia.

Realizada la Independencia el Clero pretendió una supremacía sobre todos los gobiernos nacionales. Se convirtió así en una corporación obstruccionista enemiga de todo gobierno constituido para atender sólo sus intereses materiales.

Recordemos que el Clero llevó al patíbulo a los héroes de la Independencia, a los curas Hidalgo y Morelos. Al primero lo excomulgaron llamándolo “engendro de Satanás, hereje formal, fautor de herejes, perseguidor y perturbador de la jerarquía eclesiástica, profanador de los Santos Sacramentos, cismático, lascivo, traidor a Dios y al Papa”.

Nuevamente se metieron en las decisiones políticas del Estado laico, desde las leyes de Reforma y especialmente desde la Constitución (antes el matrimonio sólo era religioso, en los camposantos únicamente se enterraban a los católicos y en el registro civil sólo existían los bautizados). Su estrategia ha sido la manipulación y la mentira. Por las declaraciones de los integrantes de las manifestaciones “por la defensa de la Familia” podemos inferir que les han dicho que el Estado pretende quitarles a sus hijos y educarlos en una demoniaca ideología entregándolos a las perversas concepciones de los homosexuales, y que el poder civil quiere obligar a la Iglesia Católica a otorgarles el sacramento del matrimonio a la parejas anormales constituidas por dos hombres o dos mujeres. Lo que desde luego es totalmente falso.

El artículo primero de nuestra Constitución establece que nadie podrá ser discriminado entre otras situaciones por sus preferencias sexuales. Esto en total concordancia con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Con base en este concepto en 25 estados de nuestro país en los códigos civiles, se encuentra establecida la legalidad de los matrimonios igualitarios, empezando en 2009 en la Ciudad de México.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó que las leyes de los restantes estados, en los que se desconoce esta garantía a los derechos humanos, son “inconstitucionales”. Esta determinación del máximo tribunal de México es inapelable. Así, cualquier persona que solicite el matrimonio civil para casarse con alguien de su mismo sexo, y este derecho le sea negado, deberá solicitar el amparo de la justicia federal, protección que siempre les será otorgada.

Considero que es necesario recordar la “Guerra Cristera”*, que tantas vidas costó a nuestro país por las mentiras y manipulación de la siempre presente jerarquía católica.

Al reunirse el Congreso Constituyente en Querétaro a fines de 1916, los representantes del clero, conocedores de nuestra historia incluyeron en la Carta Magna artículos tendientes a hacer desaparecer la injerencia del clero en los asuntos políticos de México, así como en la vida económica de la Nación. De ahí que una vez promulgada la Constitución, se redactara y se diera a conocer la protesta del Clero católico contra nuestra Carta Magna.

Algunos de los conceptos relevantes de esta proclama fueron:

“El Código de 1917 hiere los derechos sacratísimos de la sociedad mexicana y los individuales de los cristianos, proclama principios contrarios a la verdad enseñada por Jesucristo…

“Contra la tendencia de los Constituyentes, destructora de la religión, de la cultura y de las tradiciones protestamos como jefes de la iglesia católica en nuestra patria”.

“Por lo dicho protestamos contra semejantes atentados en merma de la libertad religiosa y de los derechos de los iglesias y declaramos que desconoceremos todo acto o manifiesto, aunque será emanado de cualquiera persona de nuestra diócesis. Si fuere contraria a las declaraciones y protestas”. Esta pastoral la dio a conocer el arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez.

Fue durante el gobierno de Calles cuando comenzaron a ponerse en práctica los preceptos constitucionales empezando por reglamentar el artículo 130, que obligaba a los sacerdotes a registrarse como encargados de los templos y a efectuar los inventarios correspondientes. Sólo se exigía que participaran al propietario del templo (la Nación) quién era el administrador y cuáles los bienes.

Esto los incomodó al grado de volver a publicar la protesta de 1917 y como en respuesta el presidente Calles incorporó en el Código Penal delitos que se cometerían en caso de violar las leyes constitucionales, autorizadas por el Congreso de la Unión el l7 de enero de 1926. El 31 de julio, cumpliendo con la Pastoral del Episcopado mexicano, los sacerdotes abandonaron los templos llevándose objetos que pertenecían a la Hacienda Nacional.

Al dejar los templos oficiaban misas en casas particulares, lo que estaba prohibido por la Constitución y se cometían delitos. Esto originó la llamada “Guerra Cristera”, conflicto que llevó a que se dieran actos de excesos criminales cometidos por ambas partes, como sucede hasta la fecha en las guerras religiosas. Los cristeros cortaban las orejas a los maestros y quemaban trenes con tropa.

Esta guerra terminó en 1929, después de costarle la vida al presidente Álvaro Obregón por haberse negado a declarar que cambiaría la Constitución al asumir la presidencia, cuando los prelados aceptaron cumplir la Constitución.

La manipulación y la mentira fueron que el Presidente cerró los templos y que pretendía prohibir la realización de actos de culto religioso por ser un comunista y enemigo de la religión.

*Los documentos, entrevistas y bibliografía sobre la Guerra Cristera están en el libro de mi autoría Espionaje y contraespionaje (Ed. Buap, 2012).

Manola Álvarez Sepúlveda