Reflexiones sobre la muerte

Réplica
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Ahora vaya la rúbrica de Réplica a la tradición de muertos, que también es la tradición de los vivos:

Todos los mexicanos celebran el día de los muertos, unos conforme a la tradición mexicana y otros imitando el agringado Halloween. También hay quienes se valen de las dos costumbres, nada más por celebrar. Nunca puede faltar en el festejo las ofrendas y las “calaveras” dedicadas a personas famosas, entre ellos los artistas y los políticos. Es lo que en “cristiano” se llama burlarse de la muerte valiéndose de la personalidad o de la historia o de la “víctima”, depende quién o quiénes “festejen” o escriban versos tal y como en su época lo hizo el poeta José Zorrilla.

En muchos casos, en el de los políticos para ser más específicos, en lugar de construir una serie de enunciados reflejando su personalidad o anotando sus ilícitos no comprobados (pero bien sabidos), deberíamos decirle a la catrina: “vente por ellos, dales un susto”. O de plano –en algunos casos, claro– lanzar sobre el huesudo rostro de la calaca el desesperado: “¡llévatelos ya, por el amor de Dios!”. Este grito-petición-súplica se debe a lo que el ciudadano común ve, circunstancias o “anécdotas” que parecen sacadas de una película mexicana de medio pelo, como La Ley de Herodes, por ejemplo. ¿Por qué tan drástico?, preguntará algún lector. La respuesta –que también es pregunta– sería: ¿Quién iba a pensar que México se convertiría en la película que estamos presenciando?

Ya nos desviamos del tema, perdón. Pero había que eliminar la poca o mucha amargura para no morir empachado de hiel. Y qué mejor manera que plasmándolo en un medio de comunicación.

Sigamos con el rollo de la muerte.

Empecé diciendo que hablaríamos de la muerte desde otro punto de vista, digamos que más humano o menos mágico. Entonces el mensaje sería: hay que vivir sin perder de vista que un día vamos a morir, quizá mañana o tal vez dentro de muchos años. Es algo que no podemos evitar. O dicho con otras palabras: de lo único que podemos estar seguros es que no saldremos vivos de este mundo. Les ocurre a todos, incluidos los famosos del celuloide, los que siguen siendo recordados a pesar de los años y de su vida que, licenciosa o no, dejó una huella imborrable.

Dicen las crónicas y las historias que esos personajes vivieron intensamente, actitud que deberíamos seguir pero sin tomar como ejemplo sus excesos. Sólo vale lo apasionado del diario vivir, que conste, no así las pasiones desenfrenadas para poder vivir.

En el libro de Paulo Cohelo (aunque algunos alcen la ceja, lo importante es que los autores toquen el alma del lector, del escucha, del espectador, comerciales o no): Ser como el río que fluye. Entre las reflexiones del autor hubo una que llamó mi atención. “Vivir su propia leyenda”. Es ese apartado nos habla del tiempo que dura una lectura en su libro. Aproximadamente 3 minutos. Comenta que en ese lapso mueren trescientas personas y nacen seiscientas veinte. Y pregunta: ¿dónde estarán todas las familias que acaban de perder a un ser querido? ¿O aquellas que acaban de recibir a un nuevo miembro de la familia? Dice Paulo que quizá muchos de los que abandonan este maravilloso mundo, fueron víctimas de una terrible enfermedad y una dolorosa agonía, por lo que ahora están descansando.

Obligan a la reflexión sus conceptos sobre la muerte que, como él lo señala, siempre está al lado nuestro. Pensamos muy poco en ella, aunque ésta nos acompañe desde que vemos el primer rayo de luz. Nos pasamos la vida preocupados por verdaderos absurdos. Aplazamos cosas importantes y dejamos pasar momentos extraordinarios. Nos quejamos. Nos acobardamos a la hora de tomar decisiones. Queremos que todo cambie, pero no cambiamos nada nosotros. Si pensáramos más en la muerte, que está ahí, contándonos el tiempo, seguramente haríamos cosas provechosas para nosotros mismos y para los demás, quitándonos el miedo. Concluye Cohelo: tarde o temprano todos nosotros vamos a morir; sólo quien acepta eso está preparado para la vida.

Ahora vaya la rúbrica de Réplica a la tradición de muertos, que también es la tradición de los vivos:

¡A vivir sin miedo amigos, sin temor a tener éxito! “¿Pero y el fracaso?”, dudará el pesimista que nunca falta. “No existe porque ya está muerto –habría que responderle–: se lo llevó la huesuda al panteón de las hieles, lugar al cual se va por la calle de la amargura, allá por el rumbo donde vagan las almas en pena y lloran su desconsuelo las plañideras de la desilusión…”

Ahora que ya conozco más de cerca a la amiga huesuda, en tres años perdí a mi padre y a mi hermano, –hermano que me hubiera gustado conocer más, pues no convivíamos mucho–, veo las cosas muy diferentes. Bueno, además de que me ha saludado de vez en cuando. Me caí de las escaleras de dos años, descalabro y susto monumental a mis padres. Me atropellaron e hicieron picadillo mi piernita, salí adelante. Me pusieron la pistola en la sien, mientras me gritaban palabras altisonantes de las más vulgares, era un asalto. Terminé en una zanja por ser pasajero de un ente beodo. Me persiguió un presidente de la República, y dos gobernadores, los tres al mismo tiempo, por lo que escribía mi padre en este medio, él y yo, lo tomamos de manera lúdica. Me caí de un segundo piso, dándome un tremendo mandarriazo, no había peldaños en el cubo de la escalera. Pasé casi cinco años viendo de cerca a la muerte, en las visitas al oncólogo con mi papá. Eso ha sido lo más duro, pues los golpes no duelen mientras la adrenalina te abrace y reconforte. Lo bueno de esa época, fueron las horas de excelentes clases e historias de mi progenitor. 14 mil kilómetros de pláticas, un buen título para unas memorias, (no lo robe), el trayecto México-Puebla.

Así que para los que intentan amedrentar a este mortal, va a estar un poco difícil.

Hasta la próxima, llenos de vida.

Miguel C. Manjarrez